Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Melancólica, la rueda del tiempo gira sus desganados engranajes, y, de pronto, o casi de pronto, cosas coinciden: puntos, líneas, deseos y cuerpos; indeseables, ocurren acontecimientos que nunca habríamos querido. Los periódicos anuncian, triunfales y chismosos, la próxima publicación del epistolario entre dos grandes autores de la literatura alemana: Max Frisch e Ingeborg Bachmann. Podrían ser más discretos, pero es inútil distinguir hoy la prensa amarillista de otra que no existe pero que si existió.

Homo faber, quizá la obra mas conocida de Max Frisch, comienza en Chiapas y toda la primera parte cuenta la travesía de la selva centroamericana hasta llegar a un lugar ignoto, en donde el protagonista termina la búsqueda de un amigo con un descubrimiento deslumbrante: el cuerpo del hombre se balancea, colgado con una soga a las precarias vigas de la choza en que vive. Es solo el principio. La novela terminará en Grecia, en donde otro descubrimiento, menos cruento pero igualmente trágico, golpeará al protagonista. Frisch pertenece a ese tipo de artista total, que pone en entredicho a la sociedad burguesa no solo con su obra, sino también con su vida. Muzak es una novela sobre Estados Unidos, de la cual recuerdo un episodio banal, y al mismo tiempo, delatador de su época. El protagonista conduce un automóvil por una de las infinitas autopistas norteamericanas, y se olvida que está guiando una máquina con el cambio automático. En la época, eran raras. De modo que, a un cierto punto, con reflejo condicionado, quiere cambiar velocidad, y el pie izquierdo presiona a fondo el pedal de la izquierda, que es el freno. A 150 kilómetros por hora, el frenazo convierte al vehículo en una especie de hélice, y el accidente, casi fatal, desencadena reflexiones tan mortales como el episodio.

De las obras menos voluminosas, es notable Guillermo Tell para las escuelas, en donde Frisch  abate la leyenda de Guillermo Tell, uno de los símbolos nacionales. En lugar del épico y valiente patriota que se atreve a probar su puntería flechera al atravesar una manzana sobre la cabeza de su hijo, el Guillermo Tell de Frisch no es más que un campesino rudo, agreste y tozudo, no muy lejos de Sancho Panza, empecinado en hacer notar su diestro uso de la ballesta. La ironía de Frisch destruye ese mito burgués nacionalista, y es una muestra de su infalible sentido del humor.

Quizá la mayor obsesión de Max Frisch (correspondiente a su nacionalidad, que ve la unión de tres cantones de culturas y lenguas diferentes) fue la identidad. No podemos dejar de saber, a estas alturas, que la nación es un mito construido por las clases dirigentes, hace un par de siglos. Como se dice, depende de cómo les fue en la feria, los países pueden tener sólidas identidades o dudas fastidiosas e interminables. ¿Qué francés pone en duda su identidad nacional? ¿O qué alemán o qué inglés? ¿O qué ruso, ya que estamos? Los países latinoamericanos, en cambio, se despiertan todos los días preguntándose qué son, quiénes somos. También los suizos. No soy Stiller relata la historia de un hombre que quiere renunciar a su identidad, de allí el título de la novela. Pongamos que me llamo Gastenbein, lo mismo. Y ese poner en solfa al mito nacional corresponde a la inquietud por la identidad, también colectiva.

Max Frisch era ya un escritor reconocido cuando conoció a Ingeborg Bachmann. Escuchó, por la radio, un drama escrito por la joven autora y escribió al editor una carta de alabanzas hacia ella. Se puede adivinar: pronto se conocieron y comenzó una intensa historia de amor entre dos grandes de la literatura alemana. Ella era austriaca, nacida en una de esas ciudades alpinos encerradas por montañas vertiginosas sin horizonte. Las culturas y los idiomas se cruzaban en ella: confinaba con Eslovenia e Italia. Quizá sea importante anotar que se graduó en Filosofía con una tesis en la que discutía las propuestas de Heidegger. Valiente y anticonformista, toda la vida.

La relación entre la poeta y el narrador fue extrema y fuerte. Frisch dejó a su mujer e hijos para casarse con Ingeborg. Escogieron Italia para vivir juntos, y en Roma estuvieron desde 1960 a 1965. En un viaje a Venecia, suscribieron un bizarro y utópico contrato: cada uno de los dos podía tener los amantes que quisiera, con tal que se mantuviera la relación sentimental entre ambos. Perdieron esa arriesgada apuesta. Las mujeres suelen ser más sabias y más pacientes. Los varones, frágiles y posesivos. Frisch no soportó la situación. Pronto rompió con Bachmann, aunque el amor que ambos se profesaban se mantenía intenso y profundo. Y es aquí donde entran en juego las cartas. Ambos se escribieron constantemente y parece ser que las cartas eran vibrantes, desconsoladas, poéticas, sinceras, desgarradoras, dramáticas o irónicas. Impregnadas esponjas de ese amor abismal. Por eso, en sus últimos días, Ingeborg le pidió a Frisch que las destruyera. Con pragmático espíritu, el otro le contestó, casi jurídico: “Tus cartas me pertenecen, así como las mías son de tu propiedad”.

Pasados los años correspondientes (20 después de la muerte de Frisch; 50 después de la muerte de Bachmann), el epistolario —esto es, las cartas de Bachmann- está por publicarse. Parece ser que tienen un valor literario muy alto. En el momento más duro, el de la separación, él le escribe que no puede concebir un amor en que la otra persona esté ausente (esa necesidad masculina de protección). Ella responde con palabras densas: “Ahora estoy llena de ira impotente, por lo menos llena de rebeldía, y esto sucederá una y otra vez, porque no es que podamos simplemente dejar destruir el sentimiento que es más importante para nosotros, un sentimiento que es rechazado, condenado, pero que para mí está ahí y no quiere ser asesinado. ¿Por qué crees que he estado vagando como una loca desde finales de abril, y ahora lo sigo haciendo todas las noches hasta las 4 y 5 y 6 de la mañana?” Es solo porque no puedo alejarme de ese sentimiento”. 

Cómo hablar del amor sin mencionarlo.

La poesía de Ingeborg Bachmann tiene esa intensidad. Como muestra, la siguiente:

El tiempo diferido

Vendrán días más duros.
El tiempo diferido hasta nuevo aviso se hace visible en el horizonte.
Pronto tendrás que volver a atarte el zapato

y perseguir a los perros para que vuelvan al patio,

porque las entrañas de los peces

se han vuelto heladas con el viento.
Los altramuces arden débilmente.
Su mirada se abre paso entre la niebla:

el tiempo diferido hasta nueva orden se hace visible en el horizonte.

Allá tu amada se hunde en la arena,

él le pisa el pelo ondulado,

le quita el habla,

le ordena callar,

la considera mortal,

y se rinde a la despedida

que sigue a cada abrazo.

No mires a tu alrededor.
Vuelve a ponerte el zapato.
Persigue de nuevo a los perros.
Arroja los peces de vuelta al mar.
Apaga los altramuces.

Vendrán días más duros.

Años después de la separación, Ingeborg Bachmann murió en Roma. Había adquirido la costumbre de beber alcohólicos y de consumir barbitúricos en modo desproporcionado. Una noche, incendió el colchón con la colilla de un cigarrillo, sin darse cuenta. Falleció en el hospital, en 1973, a causa de las quemaduras. Ahora, reposa en su ciudad natal.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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