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Por Edgar Gutiérrez

El pasado lunes 3 el cardenal Álvaro Ramazzini alborotó el hormiguero. Convocó a construir un movimiento nacional de resistencia no violenta. Nombró las injusticias e identificó responsables, incluyendo aliados del crimen organizado; además, advirtió sobre riesgos de un fraude en 2023, que sería el pisoteo de la última de las libertades civiles.

Este es el primer plantón —desde este enfoque de protesta universal— que recibe el Pacto de Corruptos, responsable del arrasamiento del orden jurídico de la República y de cometer latrocinio en despoblado.

Los movimientos de no violencia registran una larga historia en el mundo e irradian causas legítimas que han dado a luz transformaciones perdurables —sociales, culturales y políticas— en la convivencia humana. Demuestran que no solo “la violencia es motor de la historia”, como sostenía F. Engels en el siglo XIX.

Hace más de 2 mil años fue la decisión de los plebeyos romanos de no cooperar con los patricios —una forma de resistencia no violenta—, lo que les alivió las condiciones de vida. Y la desobediencia —otra variante de no violencia— del pueblo israelita ante la imposición religiosa que pretendía Pilatos, blindó exitosamente su libertad de culto.

Maestros que ejercieron acciones directas y enérgicas (no violentas), Buda, por ejemplo, lograron la capitulación del clero arrogante; Jesús echó del templo a los mercaderes y maldijo a los fariseos.

Más cerca en el tiempo y la geografía, una huelga general de brazos caídos de los salvadoreños obligó, después de un mes, la renuncia del dictador Maximiliano Hernández en mayo de 1944.

Gandhi es la referencia doctrinaria y práctica en el siglo XX de la resistencia civil no violenta (más ética) que logró la independencia de India. La energía del pastor bautista Martin Luther King contra la segregación racial aún vibra en EE. UU. y el mundo. Las intervenciones civiles de A. Sakharov, L. Walesa, V. Havel y otros fueron determinantes en la implosión del totalitarismo del imperio soviético marcando el principio del fin de la Guerra Fría.

Todos ellos —podemos agregar a N. Mandela y el arzobispo D. Tutu en Sudáfrica; K. Nkrumah en Ghana—, por supuesto, tuvieron detractores desde el poder apoltronado en la injusticia y la ilegalidad. Esta clase de poder no sabe defenderse con argumentación ética ni histórica, por eso ataca a quienes denuncian la podredumbre, descalificándolos. Aplica el proverbio: “Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo”.

Las ofensas del régimen son brutales y cínicas; quisieran arrebatar la dignidad del pueblo. La protesta simbólica de Ramazzini ha conmovido a sectores significativos de la sociedad, que no están dispuestos a ser cómplices del sistema por su silencio o pasividad. Por eso llueven los ataques contra él: el cura no tiene derecho a hablar de política, está mal acompañado, transgrede la ley. Y la ley ahora es instrumento ominoso de persecución política.

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