Créditos: Prensa Comunitaria.
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Por Dante Liano

Sabemos que, al final de la Segunda guerra mundial, Hitler y los principales jerarcas nazis se suicidaron. Estaba en sus planes. Todos poseían píldoras de cianuro, que ingirieron cuando se dieron cuenta de haber sido derrotados. No desconocían que el cianuro provoca una muerte espantosa. Decisión definidora de gente que había abrazado una ideología que exaltaba la muerte y la aplicaba a los demás. Solo un fanático de la muerte puede imaginar la existencia de campos de exterminio para determinados grupos sociales. No solamente los dirigentes nazis se quitaron la vida. Habían difundido tanto su ideología, que poblaciones enteras, en Alemania, practicaron el suicidio. A la llegada de las tropas aliadas, algunas aldeas y caseríos presentaban el tétrico paisaje de árboles con cadáveres que colgaban de sus altas ramas, como negros frutos de un modo de pensar ponzoñoso y letal. Eran los frutos podridos de la guerra, uno de los males supremos de la humanidad.

Scotland Forever!, de Elizabeth Thompson.

La guerra es la muerte de la democracia, aunque su pretexto sea defender o implantar la democracia. Es la única actividad humana en la que los más aptos son los psicópatas. La persona sensata, mansa, equilibrada, es vista como cobarde: la inversión de las virtudes. Las guerras son declaradas sin consultar al pueblo, porque si fuera consultado, diría que no. La declaración de guerra es un privilegio de las clases dirigentes, quienes generalmente nunca van al campo de batalla, mientras mandan a la masacre a los menos privilegiados, a los que no tienen los medios para escapar a ese destino, a quienes regresarán enloquecidos por los horrores vistos y padecidos. No son los generales ni los ministros ni los presidentes quienes van a padecer del síndrome de estrés postraumático.

La literatura no ha sido ajena a la guerra. Los cantares de gesta medievales exaltan las virtudes de los grandes guerreros. El Cid, Roldán, el rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. Solo en la época moderna cambia la sensibilidad y la narrativa relata también la equivocación militar. No sabría decir si El viaje de Turquía, de Cristóbal de Villalón, en el lejano 1557, representa una denuncia de la guerra. Describe, eso sí, las espantosas condiciones en que vivían los galeotes, obligados a remar de pie todo el tiempo, sin descanso y con una ración de mazamorra aguada como todo alimento. No era casual que murieran aferrados al remo que debían mover. O el hacinamiento de los soldados capturados, amasados en celdas miserables como ratas en trampa.

No invocaré La guerra y la paz, de Tolstoi, para una lectura moderna de la guerra. Quisiera evocar a otro clásico, Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, cuya lectura abre los ojos sobre la pétrea realidad de sangre, fusiles, bayonetas y gases letales durante la Primera guerra mundial. Recuerdo que, en esa novela, los jóvenes alemanes son incitados al frente por un maestro empapado de la más nefasta fiebre patriótica. Cantan y celebran su alistamiento, los inconscientes, que, durante el conflicto, se convertirán en carne de cañón. Creen, temerarios, que la guerra será una suerte de fiesta épica, una confrontación de valor e hidalguía entre caballeros. La descripción de la primera escaramuza convencería a cualquiera de la estupidez de las armas. El protagonista, un joven lleno de ideales, es víctima de un shock paralizante cuando escucha el estrépito de los fusiles y la contundente vibración de los bombazos que estallan a su alrededor. En el fragor de la batalla, ve volar brazos, estallar cabezas, desaparecer piernas, en un delirio de sangre y de pánico. Cuando todo se calma, se da cuenta, con vergüenza y bochorno, temblando aún, que se ha defecado en los pantalones. Quizá le sirva de alivio saber que les pasa a todos. Otro episodio, tristemente memorable, es el del soldado que combate, a puñaladas, contra un enemigo, desconocido y joven como él. Al final, logra someterlo y dejarlo agonizante. Solo que no pueden salir de la trinchera, y el protagonista está obligado a asistir a la agonía del hombre que ha acuchillado, que se lamenta en una lengua que no entiende, que seguramente tendrá una novia, una madre, un padre, hermanos.

Esta escena parecería sugerir el título de Si esto es un hombre, de Primo Levi. Pocas veces la literatura ha sido tan eficaz para hablar de lo que puede llegar a hacer una persona contra otras. De la esencia de la condición humana. De alguna manera, el libro de Levi se podría relacionar con El hombre en busca de sentido, de Victor Frankl. Las espantosas situaciones de vida en el campo de concentración alcanzan lo inimaginable. Los verdugos nazis negaban su propia condición de seres humanos al escatimársela a los hebreos, a los gitanos, a los homosexuales, a los discapacitados, a los comunistas, a los opositores políticos. En medio de ese fango, surge el maravilloso capítulo en el que el protagonista de Levi logra levantar el espíritu de un compañero de desgracias al recitarle un canto de la Divina Comedia, de Dante Alighieri. ¿La literatura no sirve para nada? La literatura abre los ojos a la realidad de las cosas.

Se atribuye a Borges una frase que pareciera inventada: en América Latina no hay necesidad de literatura del horror. Basta leer los informes de los atropellos a los derechos humanos durante las “guerras de baja intensidad” en los años 70 y 80 del s. XX, en el continente americano. No importa si es de Borges o no. Importa que dice la verdad. Sé de poblaciones bombardeadas por su propio ejército, a la búsqueda de invisibles guerrilleros. Sé de la fuga alucinada de niños gritando, de mujeres enloquecidas, de ancianos devastados, entre el fragor del estallido y el ensordecimiento del retumbo. Sé de poblaciones enteras canceladas de la faz de la tierra, de lagos de sangre que llegaban hasta la mitad de las piernas de los carniceros.

Tolstoi, Remarque, Primo Levi, Víctor Frankl y tantos otros absuelven uno de los papeles fundamentales de la literatura: desvelar la realidad a sus contemporáneos y a las generaciones futuras, desvelarla, a veces, a gritos, con imágenes espeluznantes que muevan las conciencias y que hagan decir al lector: no a la guerra, no a la muerte, no a la injusticia contra los más débiles en nombre de patrias que no existen, y que esconden los intereses (económicos, de potencia, patológicos) de quienes inflan el pecho, indican los vastos campos de batalla e incitan a la gente a matar y ser asesinada en nombre de valores efímeros e inconsistentes. Si la guerra implica el destino triste de Antonio Machado, de Federico García Lorca o de Roque Dalton, entonces, no a la guerra. El mayor derecho humano sea vivir en paz.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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