Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Delante de mi casa, todos los jueves discurre el vocerío caótico de medias, quesos, iphones, pilas, pantalones, pollos, albaricoques, flores y pescados de los puestos del mercado. Desde el alba, se comienza a oír el ronroneo de los generadores eléctricos transportados en los paneles robustos, abiertos como latas de conserva, desplegados en mostradores efímeros que ofrecen, mudos ellos y escandalosos los vendedores, las mercaderías que urge comprar, más baratas y llamativas que en parte alguna. Allí, entre la cortina de tejidos africanos y artesanías de su país, está Hassen, un etíope apuesto y alto, con la testa pelada y los dientes separados, que nos saluda con un vozarrón que hace voltear la cabeza a los otros compradores. En su juventud, Hassen hacía enamorar a las voluntarias del centro de solidaridad al que asistía. Se casó con la más bella pero el matrimonio duro poco: demasiadas diferencias culturales. Ahora está casado con una senegalesa de aspecto intelectual, sinuosa y con gafas negras, tímida y escondida. Prefiero los mercados por esto, porque llenos de humanidad. El vendedor de semillas y aceitunas se nos fue, se jubiló, y ahora me falta a quién saludar cuando paso por el puesto ocupado por otro.

Mercato rionale di via Ampère.

Frente al portón están los vendedores de la fruta más barata de toda la calle. Son árabes y apenas hablan el italiano. Estábamos a punto de quejarnos con la portera cuando nos contó que eran sus primos. Gritan todos a la vez, o quizá no gritan, quizá es su tono normal de hablar. También los chinos, en el metro, nos sorprenden porque parece que estuvieran peleando con su interlocutor. Mejor relación con los vendedores de pescado. Uno de ellos es un rumano colorado y de ojos claros. Ya entrados en confianza, nos confiesa que le duele permanentemente una rodilla, pero no logra curarse porque tiene que adelgazar y (hace el gesto) le gusta tomar cerveza. Es él quien nos cuenta de unos paisanos suyos que querían emborracharse y compraron, sin darse cuenta, una caja de cervezas sin alcohol. Después de cinco, se preguntaban porqué no se les subía a la cabeza. Se ríe y nos vende hermosos y frescos pescados, y su simpatía es tal que no nos damos cuenta del alto precio.

Mercado de San Lucas, Sacatepéquez.

Sin embargo, el mercado más nostálgico sigue siendo el de San Lucas Sacatepéquez. De vez en cuando, yo llevaba a mi madre a comprar verduras y frutas, incomparables allí, en donde se juntan las carreteras del Occidente. Aprendí, en ese mercado, que así como existe el arte de escribir, existe el arte poético de vender y el arte de saber comprar. En los mercados mayas, regatear es una ceremonia en la que se honra al vendedor, como un pequeño ídolo delante de su cesto de sol y lluvia. Se comienza con preguntas generales, sobre la salud y la familia de cada uno, y luego, con delicadeza, se expresa la voluntad de comprar algo de lo que yace esperanzado en la canasta. “¿A cuánto están los limones?” Entonces el vendedor dispara un precio exorbitante, porque ya se sabe que comienza el trato. Ante lo exagerado de la petición, el comprador finge susto y asombro y debe proclamarlos con una frase entre lo espantado y divertido: “¡Señora, usted me está viendo cara de extranjero, yo soy de aquí, como usted y sé los precios!”. Entonces, el comprador ataca ofreciendo una cantidad muy baja, ante lo cual el que se espanta es el vendedor. “¡Ay, Dios!”, exclamará. “Con eso ni siquiera me alcanza para la camioneta!”. Y relanza, bajando el precio inicial, pero no tanto. La ceremonia va adelante, entre chistes y risas, hasta que vendedor y comprador llegan a un precio considerado justo por ambos. Lo principal es querer comprar. Regatear no es un juego, aunque lo parezca. El peor comprador es el que no tiene ni la intención ni el dinero. Y uno sale con su compra, contento de tener la sensación de haber hecho un buen negocio, aunque haya pagado un poco más de lo debido. Importa también haber conversado, haber establecido una relación con el vendedor, para la próxima vez. Mi madre conocía una por una a las vendedoras, a sus familias, a sus hijos, y ellas la conocían también, y la compra era larga y conversada.

Mercado central de Ciudad de Guatemala.

El mercado primordial, el mercado más antiguo que el pecado original, el mercado mítico, fue el Mercado Central de la ciudad de Guatemala. Cuando yo tenía cuatro años, mi abuela, que tenía el perfecto aspecto de una abuela: trenzas largas grises hasta la cintura, el cuerpo asentado de una señora de edad, arrugas y la actitud de consentir todos los caprichos, esa abuela me llevaba de Chimaltenango a la capital, en un bus atiborrado de gente, y, a mediodía, me llevaba a comer a uno de los tantos puestos de ese renombrado lugar. La abundante gastronomía guatemalteca rebosaba en las ollas, en los sartenes, en los mostradores que ofrecían su apetitosa mercancía. Tamales, chuchitos, rellenitos, tacos, chiles rellenos, pepián, subanik, boxboles. De todos ellos, yo prefería la panza en salsa de tomate, que me parecía el alimento más delicioso del mundo, acompañado de suculentas tortillas de maíz. Acompañaba a mi abuela por ese goloso afán. Más esencial todavía, más comida del Popol Vuh, de las abuelas y los abuelos, era cuando la mía me llevaba al terreno fuera de Chimaltenango, apenas iniciado el camino de Itzapa, y visitábamos al colono que cultivaba aguacates. Allí, bajo un árbol, cortábamos el fruto, lo partíamos, y con las tortillas cocinadas por Antolín (así se llamaba, con nombre antiguo, el colono) hacíamos tacos con aguacate y sal. Bebíamos agua fresca del pozo, conservada en tecomates. Y era la comida esencial, arquetípica, mítica, la de toda la vida.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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