Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Un padre y su hijo llegan, nocturnos, al Cuzco, la misteriosa capital de los incas. Allí, en las afueras de la Plaza de Armas, se acercan a los muros arcaicos en los que surgen las casas nuevas construidas por los españoles. Son las antiguas edificaciones quechuas. Apoyan la mano en esas piedras milenarias, para escuchar los sonidos que vienen de lo más profundo de sus raíces. La escena abre la inmensa novela Los ríos profundos, de José María Arguedas, y es solo el principio de un viaje abismal hacia un Perú al mismo tiempo real y mítico, estremecedor y maravilloso, potente en su dolor de tierra y nubes resplandecientes contra el negro cielo de las vertiginosas alturas de los Andes. Hay novelas que se leen una vez y dejan asombrados, pero que no resisten más lecturas. Se sabe que están allí, pero no invitan al regreso. A veces, desafortunadas, una segunda lectura desalienta. Y hay otras novelas a las que se regresa siempre, porque cada nuevo retorno no solo confirma el placer y el reconocimiento, sino que desvelan nuevos sentimientos y emociones. ¿Debo decir que Los ríos profundos es una de ellas?

José María Arguedas.

Alguna vez, al escuchar a Roberto Armijo en medio de un grupo de poetas españoles, Oreste Macrì dijo, sin palabras banales, “En sus poemas hay una biografía”. Era una expresión de respeto por parte del poeta y crítico italiano. Probablemente, quería decir que Armijo era sincero y sin artificio. Igual cosa se puede decir de la desgarrada prosa de José María Arguedas. Siempre, en sus obras, hay una biografía. Un auténtico y atormentado testimonio de vida, del duro oficio de sobrevivir. Como el niño de su novela, Arguedas llegó al Cuzco muy niño, huérfano de madre, y acompañó a su padre en sus correrías de comerciante viajero. Cuando el hombre se cansó de la fatigosa paternidad, lo dejó crecer en las cocinas de las casas señoriales, entre la servidumbre quechua que lo acogió y creció como un indígena más. De allí que la lengua materna de Arguedas no fuera el español, sino el quechua. Y que su aprendizaje del idioma de sus novelas fuera un aprendizaje de escuela. Bernal dijo: “Escribo en la lengua que mamé de los pechos de mi madre”. Arguedas, dolorosamente, no habría podido decir lo mismo. Su orfandad era, también, lingüística.

Vida, más que autobiografía. Con un fácil juego de palabras, se podría decir: literatura que proviene de la vida, no vida que proviene de la literatura. Hay muchos parentescos entre Rulfo y Arguedas. La genialidad en el uso de la lengua, claro, pero, también, la antropología como oficio, el recorrido de la provincia profunda de su país, el contacto constante y directo con la población indígena, el desarraigo en las respectivas metrópolis, una dimensión alucinada al extremo, más desgarradora que dramática, más herida verdadera que fingimiento, más profundidad que superficie. Y esa desazón interior que no se cura con el desahogo literario, sino permanece y duele. Arguedas sentía la realidad como un cuchillo, como el borde filoso de una hoja salvaje, como la aguda espina de alguna ortiga montañosa.

Porque su literatura viene de la vida, también su español viene del quechua. Es cosa conocida que Arguedas pensaba en quechua y que su lenguaje literario es un castellano embebido en los ritmos de la lengua de los incas. Como en latín, en esa lengua peruana muchas veces el verbo va al final de la frase. Con naturalidad, Arguedas traspone el orden antiguo en el idioma de Cervantes. Apuesta arriesgada, porque se podría pensar en un mal español. En cambio, el idioma de Arguedas es altamente lírico, insuperable, inigualable. Rítmico, inesperado, fascinante. Hay algo de recóndito y hermoso en su estética lingüística.

Siempre me gusta recordar la introducción al capítulo que habla del zumbayllu. Al leer la historia entendemos que no es cosa diferente a lo que en otros países se llama el trompo: un juguete de madera con forma de pera, cuya base es una punta de acero, y que se hace girar con un lazo muy delgado. El trompo escapa de las manos del niño y se pone a girar, hipnótico, hasta que la fuerza de gravedad lo desmaya, y cae. La explicación de Arguedas tiene un hechizo esotérico: el zumbayllu produce un sonido casi inaudible pero que pertenece a una categoría que el idioma quechua ha clasificado: el yllu, el ruido que hacen las alas de los insectos al volar, y, sobre todo, el rumor de los ríos que discurren al fondo de los barrancos. ¡El rumor de las alas de los insectos! ¡El inaudible murmullo de los ríos profundos! ¿Qué idioma es tan sutil como para denominar una música inédita? Prosigue Arguedas: es el mugido de los toros de la luna en el fondo de los lagos. El registro lírico es inalcanzable. Solo se le puede comparar con su paisano, César Vallejo.

La angustia del narrador peruano desbordaba sus propios límites. La aporía de los pueblos originarios se le planteaba como un problema sin solución. “Integrar” al indígena significaba destruir una cultura milenaria, que Arguedas compartía y admiraba. Abandonarlo a su situación neocolonial, en aras de una pureza cultural, equivalía al desinterés de los blancos y los opresores. ¿No era verdad que Arguedas cantaba la maravilla de esa cultura, con desgarramiento y nostalgia? A esa situación de dolor existencial se sumó el ataque de los componentes del “boom” latinoamericano, que preconizaban el abandono de la narrativa rural para abordar relatos urbanos, modernos, experimentales. Se acusó a Arguedas de “indigenismo”, que en el dialecto de los exitosos miembros de la nueva ola latinoamericana significaba “atraso”, “provincialismo”, “ingenuidad literaria”. Las polémicas con Vargas Llosa y Cortázar lo devastaron. Sin respuesta a los dilemas que atravesaron su vida y denostado por los jóvenes escritores de fama internacional, a Arguedas no le quedó otro remedio. Después de escribir una carta que todavía es una lección de honestidad, entereza y decencia, fue al baño de la Facultad, sacó una pistola y se disparó un tiro en la sien.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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