Créditos: Prensa Comunitaria.
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Por Dante Liano

Las sociedades europeas difieren radicalmente de su padrino norteamericano en más de un aspecto. Quisiera subrayar uno: la asistencia sanitaria a todos los ciudadanos. Es parte del azúcar con que se quiere endulzar la medicina amarga de la economía neoliberal. En Italia, y mejor todavía, en España, la cobertura sanitaria de la población es impresionante. Radicalmente diferente a la de los Estados Unidos y a una buena parte de América Latina, que ha seguido el modelo del norte. Uno sabe que si viaja a Estados Unidos y no tiene un seguro privado, los precios de médicos y hospitales son inalcanzables. Si uno está por ingresar a Urgencias, la primera pregunta no es “¿Cómo está?”. La primera pregunta es: “¿Tiene seguro médico?”. La segunda, si no se tiene el seguro, es: “¿Con qué tarjeta de crédito va a pagar?”. Un documental de Michel Moore es muy elocuente al respecto. En cambio, en los países europeos todavía quedan buenos retazos de servicio social. Para comenzar, cada persona tiene asignada un “Médico de Base”, que es como decir el médico de familia. El Estado le asigna, a esos galenos, una cierta cantidad mensual por cada paciente a su cargo. De ese modo, cuando uno tiene alguna dolencia, real o imaginaria, pide cita, es recibido y atendido, y luego regresa a casa sin haber pagado un centavo. Para eso son los impuestos.

Cortesía Dante Liano Blog.

Por supuesto, y esto reside en la naturaleza humana, hay médicos y médicos. Uno de mis primeros doctores en Italia no fue un doctor, sino una doctora de histórico apellido. Por comodidad, digamos que se llamaba la Dra. Salomón. Provenía directamente de Buenos Aires y eso redoblaba su virtud, porque uno podía expresar sus males en la dulce lengua de Cervantes. Me la había recomendado una colega española y, dados los enredos mentales de la doctora Salomón, siempre me confundía con ella, aunque parezca imposible. Me enteré, por esa confusión, que mi colega padecía males del estómago, pues cada vez que iba con la doctora porteña, me preguntaba: “¿Cómo va ese estómago?”. Y yo, siempre: “Doctora, la enferma del estómago es María, no yo”. En todo caso, era una época en que yo no sufría de mayores achaques y, por tanto, era de fácil diagnóstico y curación.

Por ese motivo, recomendé a mi esposa que se inscribiera entre los pacientes de la Dra. Salomón. Alguna gripe, algún dolorcito menor, o alguna receta necesaria llevaron a mi consorte, por primera vez, a la consulta de nuestra médico. Cuando regresó, le comenté: “¿Verdad que es una buena profesional?” Mi esposa me miró con estupor. “No le sabría decir”, me respondió. “¿Cómo así?”. “Bueno, cuando entré, estaba discutiendo animadamente con su secretaria. Pero como italianos y argentinos hablan alto, pensé que era uno de esos altercados cotidianos. Cuál no sería mi asombro cuando de las palabras pasaron a las manos, y médico y secretaria se arrastraban por el piso, jalándose las greñas y gritándose insultos que no puedo repetir”. En esa época, mi esposa no decía palabrotas. “Naturalmente”, me dijo, “cuando logré separarlas, me regresé a casa”.

Cambiamos de médico. Más cerca todavía de donde vivíamos, estaba el doctor Calabrone. Era un médico sobre los sesenta, gris de cabellos y de rostro, impasible como una pastilla de Valium. Poco a poco, aprendimos la infalible técnica de ese facultativo. Uno llegaba y le decía: “Doctor, tengo un dolor de espalda que me mata”. Él no cambiaba expresión. Parecía reflexionar. Luego respondía: “A mí me lo dice, yo de estar sentado aquí tengo que convivir con el dolor de espalda. Tómese estas pastillas que me caen muy bien”. Uno salía contento, identificado, y las pastillas tenían que hacer efecto porque acababa de tener la prueba de su eficacia. Pero cuando uno regresaba y le decía: “Doctor, tengo una gripe tremenda” y él respondía, “Acabo de salir de esa misma influencia hace dos días. No se preocupe, se va con aspirinas y reposo”. Y a la tercera vez, “Doctor, tengo una miopía galopante” y él: “Pues yo casi no veo”, entonces uno comprendía el truco. El doctor Calabrone se atribuía todas las enfermedades de sus pacientes. Y parece que el método era de gran eficacia taumatúrgica.

Cuando Calabrone se jubiló, ya habíamos cambiado de barrio. Nos inscribimos con el Dr. Mangosto, un poco más joven pero no tanto. Un buen galeno, al fin de cuentas. La especificidad y característica del nuevo médico era que recibía regalos y ofertas sin que ello lo ofendiera en lo más mínimo. Para Navidad, los paquetes y las cestas se acumulaban al lado de la secretaria, que te pasaba a los rayos “x” para ver qué ofrendas llevabas. Aprendimos que había una suerte de competición entre los pacientes para llevar el regalo más caro. La montaña se iba agrandando a medida que se acercaban las fiestas de fin de año: turrones, panettones, champán, whiskys superfinos, rones del Caribe formaban una especie de árbol lujurioso. Naturalmente, aunque uno no estuviera enfermo, iba a la clínica y depositaba la botella más cara de vino que pudiera comprar. Y un regalito para la secretaria, pues de eso dependía también el buen trato a la entrada. Siempre mejor que dar el dinero a una multinacional de la medicina.

Publicado originalmente desde Dante Liano Blog


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