Créditos: Prensa Comunitaria.
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Por Dante Liano

Cuando la policía se la llevó esposada, casi nadie se recordaba del nombre de Rosita. Hacía mucho tiempo, algún chusco le había puesto el sobrenombre de “Madre Teresa” y, como pasa a veces, así la conocíamos todos en el pueblo. La Rosita era de buena familia, algo seca y quizá fea –en eso nadie reparaba- gran aficionada a la iglesia y a los rezos, casi siempre de negro, luto que se había puesto cuando murió su padre, don Apolonio, un síncope fulminante y al suelo. Se acostumbró a su traje largo nocturno, a su madrileña de enigmático enredo, y a las umbrosas penumbras de la iglesia en sombra, con sus santos de palo pintado sin urnas ni adornos. Pasaba como un aparecido, rauda y silenciosa, y se escondía en la parroquia, como agobiada por antiguos dolores y no expresadas penas. Era un pez negro en un estanque de luna, un gato silencioso en la noche velada, un gesto inconsciente de fantasma ciego.

Al principio, le dio por ser monja. No obstante la oposición de la madre, quien le decía que habría sido mejor casarse y dar herederos a la fortuna de don Apolonio, la Rosita se puso terca con que tenía vocación de convento. No hubo más remedio que ir con el cura, que se quitó el problema mandándola con las hermanas de la caridad de Santa Ana. Eran de aquellas monjas tradicionales, que se ponían una toca que parecía un gran cucurucho blanco en la cabeza, y largas sotanas azules con un rosario enorme en el cuello. Lo que se dice la tradición. La entrevistó la madre superiora, y, luego de verificar la autenticidad de la vocación y lo cuantioso de la herencia, la aceptó en el convento. Duró poco. El tiempo suficiente para verificar que las monjas antiguas trataban a las novicias como sirvientas, las de ciudad a las de pueblo como inferiores, las viejas a las nuevas como esclavas. Rosita era fervorosa, pero no tonta, así que pensó: “Para que me traten como doméstica en Santa Ana, mejor señora en San Andrés”. Un telegrama a la esperanzada mamá y estaba afuera.

Cortesía: Dante Liano Blog.

Fue después de ese regreso que le pusieron el mote de “Madre Teresa”. Para ser exactos, fue después del episodio en que los del pueblo armaron un motín contra el padre Lencho. El reverendo y para nada eminente don Lorenzo Martín, natural de Cáceres, sin parentesco alguno con Francisco Pizarro y Pedro de Alvarado, descubrió, en uno de sus días de ocio, que la imagen de Santiago, una de las tantas amontonadas en los nichos sin urna de la iglesia, cabalgaba un evidente burro, y no el glorioso equino que había espantado a los moros. El padre Lencho, como fue bautizado inmediatamente por los feligreses, se escandalizó de tal disparate y quiso desfacer el entuerto y desaguisado. Llamó al único ebanista del pueblo y le encargó que esculpiera un caballo, como debía ser para santo tan importante. Acto seguido, descabalgó al patrón de España y lo dejó de pie, en posición equívoca, pues las piernas tan abiertas no parecían de gente decente. Al día siguiente de la sustitución, cuando el sacristán abrió el portón de la iglesia, se encontró a medio pueblo que reclamaba la presencia del cura párroco. Don Lorenzo se presentó a los numerosos fieles, encabezados por el principal de la Cofradía de Santiago, quienes le reclamaban la desaparición del burro. “¡Sois unos brutos, unos salvajes, unos ignorantes!”, los insultó el cura, con vozarrón imperioso. “¿No veis que Santiago debe andar a caballo y no en burro?”. Muy serio, el principal le respondió: “El ignorante será usted, padre. ¿No ve que el milagroso es el burro, no Santiago?”. “¡Paganos, gentiles, heréticos!”, gritó el cura. “Ahora mismo procedo a quemar esa imagen idolátrica”. Para qué quiso más. Los infieles fieles se le echaron encima con la intención de colgarlo del árbol más alto del parque. Menos mal el sacristán había ido a llamar a los dos policías que presidiaban el escaso pueblo. Cuando vieron el tumulto, sacaron sus pistolas, dispararon al aire y en la confusión, rescataron al cura y lo llevaron a la comisaría. El padre Lencho partió el día siguiente y no lo volvieron a ver más. Tampoco al caballo.

Rosita había heredado, de su padre, un terreno grande, afuera de San Andrés, con un galerón polvoriento y deshabitado. Pagó a unos desocupados para que barrieran y limpiaran y, de allí en adelante, se propuso imitar al Hermano Pedro de Antigua, que recogía a los enfermos y los hospedaba en un refugio de caridad. Poco le faltó para ir por las calles, con una campanita, mientras suplicaba: “Acordáos hermanos, que un alma tenemos/ y si la perdemos/ no la recobramos”. Más pragmática, la Rosita caminó por las calles del pueblo, pero no había enfermos suficientes. Entonces se fue a los caseríos de los alrededores y allí encontró de todo. Tuberculosos, palúdicos, herpéticos, griposos, malariosos, artrósicos y artríticos, cuanto cristiano estuviera algo mal, se los llevaba al galerón en donde había extendido largos petates con ponchos de Chichicastenango. Faltaría más que los desocupados del pueblo no le pusieran apodo: Madre Teresa, la llamaron, sin el Calcuta, por desconocimiento o prudencia.

Todos la tenían por santa, menos los enfermos a los que recogía. Porque las reglas de disciplina que les impuso eran severas y rigurosas. Aparte de curarlos con un grupo de beatas que se le habían unido en el camino de santidad, Madre Teresa exigía a los enfermos constantes prácticas religiosas, que escandían las horas de la jornada. Muy temprano, el rezo del santo rosario de la mañana. Durante esas primera horas, oraciones y penitencias para purgar los pecados que los habían reducido a ese estado. Cuando el sol estaba en el cenit, naturalmente el Ángelus. Por la tarde, novenas varias que culminaban con el santo rosario de la noche. Para los blasfemos y descreídos que no seguían esa disciplina, la Madre Teresa había construido un calabozo, en un extremo del galerón. No solo los encerraba, sino que los azotaba con un látigo heredado del padre.

Algunos, enfermos y todo, lograron escapar de la vigilancia de la Madre Teresa de San Andrés. Como pudieron, se arrastraron a la estación de policía y denunciaron las condiciones en que vivían bajo ese despótico reino. Los dos policías hicieron un par de preguntas por allí, y descubrieron que todo el pueblo sabía que la mentada Madre Teresa había creado un reducido campo de concentración, un pequeño infierno, pero siempre infierno, en donde se pudría la gente esclavizada.  Pidieron refuerzos a Santa Ana y al día siguiente llegaron cuatro viejas patrullas con sus destartalados policías. “Se están llevando presa a Madre Teresa”, se corrió la voz, y todos salieron a ver cómo la autoridad se llevaba a la Rosita (ahora se acordaron de su nombre) con las manos esposadas, su traje negro hasta los pies, su negra madrileña, y esa sensación de pesadilla que dejaba a su paso.

Texto publicado originalmente desde el blog de Dante Liano.

Dante Liano, Guatemala , 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. De 1975 a 1977 vivió en Florencia. En 1978 regresó a su país, donde publicó Jornadas y otros cuentos (1978). Otros libros de cuentos son: La vida insensata (1987) y Cuentos completos (2008). La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004), Pequeña historia de viajes, amores e italianos (2008), El abogado y la señora (2017) y Requiem per Teresa (2019). Con Rigoberta Menchú ha colaborado en la publicación de 6 libros de relatos mayas. Premio Nacional de Literatura (1991) de Guatemala.

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