Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Creo recordar que una de las leyendas de Gabriel García Márquez le atribuye una frase épica: “Entre los remordimientos de mi vida está el no haber aprendido inglés”. Tal vez recuerdo mal, tal vez el genial colombiano dijo: “no haber estudiado inglés”. Añado: como uno, inmodestamente, se identifica con los grandes, aunque no lo sea, yo también puedo suscribir la frase del autor de Cien años de soledad. Solo que me es imposible admitir que no he estudiado la lengua de Shakespeare. He comenzado a estudiarla decenas de veces y decenas de veces, al no practicarla, la he olvidado. Con los idiomas, no sucede como con la bicicleta, de la cual se dice que una vez que se aprende a conducir, no se olvida nunca.

Retrato de William Shakespeare. Cortesía: Dante Liano Blog.

En la escuela secundaria cursé 5 años de inglés, y debo atribuir a los maestros de mi país la cualidad taumatúrgica de enseñar una lengua por tantos años sin que nadie la aprenda. Se necesita un gran talento para obtener ese insólito resultado. En el último año de la secundaria, mi aspiración de aprender aquel idioma tenía una motivación lúdica: todos mis cantantes favoritos eran ingleses o norteamericanos, y yo quería comprender la jerigonza en que cantaban, por más que las canciones tuvieran letras banales y repetitivas. Algunas cosas, de tanto oírlas, más o menos se entendían: “love”, “kiss”, “be true”, “be blue”, “twist and shout” pero no toda la canción. El maestro, ese año, era un gordito medio rubio, rosáceo, elegante y presuntuoso. Era de buena familia y se jactaba de haber estudiado en un college de Canadá, por lo que su acento era verdaderamente british. Lástima que no supiera imponer el orden. Durante su clase, la mayoría de los alumnos hacían caso omiso de la materia, y entablaban largas conversaciones, contaban chistes estrepitosos, se lanzaban avioncitos de papel, y, en algunos casos, le prendían fuego al asiento del compañero de adelante. El maestro lamentaba profundamente la vulgaridad de sus alumnos, y proseguía con su enseñanza como si los ruidosos patanes que tenía enfrente no existieran. Los dos o tres que queríamos estudiar nos poníamos en primera fila, y ese año algo aprendí de la versión canadiense de la lengua de los británicos.

Al entrar a la Universidad, puesto que estaba en la Facultad de Humanidades, me pareció natural inscribirme a francés, elegante lengua literaria por antonomasia. La maestra era una gran maestra, de esas que quedan para siempre en la memoria de sus alumnos. Era la fantástica Madame Valladares, de quien nunca supe el apellido francés, pues gastaba el de su marido guatemalteco. Sabía despertar en sus alumnos una auténtica pasión por su idioma, y entre ellos estaban líderes estudiantiles que ella adoraba, en recíproca admiración. Entraba Juan Luis Molina, Ulises recién llegado a Ítaca, con su barba larga, su morral indígena y sus caites de caucho provenientes de la llantas de algún viejo automóvil. Entraba Sagone, hijo de españoles y quien hablaba el castellano como si estuviera en Madrid. Entraba Mario Roberto Morales, escritor alborotado y polémico, de fina dialéctica e inexhausta pluma. Dos años me apliqué a la lengua de Proust, y, al final, podía redactar un texto literario, y hablar con la “r” gutural, escuchar a Edith Piaf y a Prevert, leer a Saint-Exupery y recibir la mejor nota con las felicitaciones de Madame. En los años sucesivos, la falta de práctica me hizo olvidar, melancólicamente, cuanto había aprendido.

Volví al inglés. Hice varios cursos con los CD que vendían en los quioscos de periódicos, pero el hecho de estudiar solo era francamente desalentador. No tenía quién me dijera si progresaba o no. Entonces decidí hacer un curso de verano en Leeds, porque allí vivía una prima. Mi clase estaba compuesta por dos nacionalidades, perfectamente delimitadas. Por un lado, un grupo de españoles. Por el otro, un grupo de japoneses. Como es natural, me uní al grupo de jovencitos hispánicos, quienes me miraban con la expresión de qué hace este tío viejo por aquí. Con los japoneses no había comunicación, porque no hablaban español y nosotros ignorábamos el japonés. ¿Y el inglés? Bien, gracias. Los profesores que sacrificaban su verano para enseñar inglés a extranjeros eran desganados y escasamente didácticos. Para decir una, el teacher nuestro, cuando le sobraba el tiempo de la clase, se ponía a jugar “ahorcado”, como si tuviéramos diez años.

            No me acuerdo si hubo examen, no recuerdo si lo superé o lo suspendí. Tampoco me acuerdo del inglés aprendido. Quizá el verdadero examen transcurrió en una cena a la que nos invitó una anciana bibliotecaria, amiga de mi prima. En una casa repleta de libros y objetos pequeños, tal vez de porcelana, con ese gusto de señora inglesa a la Agatha Cristhie, pasamos a la mesa y la bibliotecaria sirvió una sopa, inexplicable en verano pero perfecta en Inglaterra. Cuando creí que la porción era bastante, traduje del español y le dije a la anfitriona: “Thank you, madame, it’s enough”. Mientras mi prima se reía, la anciana me sonrió y me respondió: “No, my dear. You must say: I’m fine”. Creí haber aprendido la lección, y cuando sirvió el segundo plato, llegado el momento, perfeccioné mi vocabulario y dije: “Thank you, madame, I’m nice”.La anciana me respondió: “Of course, dear, you are very nice. But remember, you should say I am fine”. Con esto demostré no haber aprendido ni rosca en el curso de verano, salvo resolver el juego del ahorcado. Unos días más tarde, volví a encontrar a la deliciosa bibliotecaria en una fiesta. Sostenía en brazos a un bebé. De pronto, llamó a la madre que se lo había prestado y le dijo: “Darling, creo que tu hijo acaba de depositar algo caliente en mi mano”. Eso sí lo entendí y me pareció estar viendo una película de los años cincuenta, en technicolor, ambientada en la sólida campaña inglesa.

Texto publicado originalmente desde el blog Dante Liano

Dante Liano, Guatemala , 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. De 1975 a 1977 vivió en Florencia. En 1978 regresó a su país, donde publicó Jornadas y otros cuentos (1978). Otros libros de cuentos son: La vida insensata (1987) y Cuentos completos (2008). La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004), Pequeña historia de viajes, amores e italianos (2008), El abogado y la señora (2017) y Requiem per Teresa (2019). Con Rigoberta Menchú ha colaborado en la publicación de 6 libros de relatos mayas. Premio Nacional de Literatura (1991) de Guatemala.

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