Créditos: Prensa Comunitaria.
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Por Héctor Silva Ávalos

Al Estados Unidos de Joe Biden se le han crecido los monstruos, los de casa y los de América Latina. Esos monstruos le boicotearon la IX Cumbre de las Américas que acaba de cerrarse en Los Ángeles, California, tras una semana de reuniones. En realidad, Washington se boicoteó a sí mismo.

La previa del encuentro continental estuvo marcada por las ausencias. Washington había decidido no invitar a los jefes de Estado de Cuba, Venezuela y Nicaragua, porque, según la narrativa oficial del gobierno Biden, esos gobiernos no comparten la visión democrática del resto del continente. Primera falacia: la democracia es un bien escaso en el resto del continente, empezando por Estados Unidos.

Es cierto, los gobiernos de Miguel Díaz-Canel, Nicolás Maduro y Daniel Ortega llevan años, amparados en parte en una retórica heredada de la Guerra Fría y en los desmanes mismos de la política exterior estadounidense del siglo XX, borrando cualquier atisbo de democracia en sus países.

Lo de Ortega, por ejemplo, es evidente, indefendible. En su tercer mandato consecutivo, al que accedió después de quemar las últimas hilachas de independencia judicial, este exguerrillero y su esposa masacraron a su pueblo en 2018, eliminaron todos los espacios de convivencia civil, llenaron sus cárceles con presos políticos y terminaron de convertir la revolución sandinista en un esperpento.

Pero los monstruos de América Latina son más y esos, en un momento u otro, fueron amigos de Washington, y fue la misma indolencia de la política exterior estadounidense la que los hizo crecer. A esos el gobierno de Biden sí los invitó a Los Ángeles, incluso a algunos les rogó que llegaran, como ocurrió, según un artículo de Los Angeles Times, con Nayib Bukele, el autócrata salvadoreño que, en tres años en el poder, ha hecho lo que a Maduro y a Ortega les tomó décadas.

De la cumbre también se ausentaron, en solidaridad con los no invitados, Honduras, México y Bolivia.

Y luego están los presidentes que no fueron en represalia porque la administración Biden los ha señalado de presidir gobiernos corruptos con tintes autócratas. Esos son Alejandro Giammattei de Guatemala y Nayib Bukele de El Salvador, quienes no paran de hacer berrinches diplomáticos desde que los departamentos de Justicia y del Tesoro les sancionaron a funcionarios cercanos.

En el caso guatemalteco Estados Unidos ha sancionado a Consuelo Porras, la fiscal general que ha servido de tapadera a la corrupción de Giammattei -soborno de los mineros ruso incluido- y ha convertido al Ministerio Público en un arma antidemocrática contra los críticos al régimen derechista, patriarcal y conservador que reina en Ciudad de Guatemala. Y en el caso salvadoreño, los dedos estadounidenses se levantaron contra los atropellos del bukelato a la democracia -anulación de la separación de poderes, persecución a la prensa independiente, ejecuciones extrajudiciales- y al pacto del presidente con las pandillas.

Biden y sus asesores latinoamericanos terminaron enredados con todas esas ausencias y han llegado, incluso, a hacer ridículos diplomáticos importantes.

Así, mientras la Casa Blanca lo hipotecó todo en los mismos axiomas de Guerra Fría que han regido su política latinoamericana desde los 60, terminó empoderando a los neoautócratas como Bukele, Giammattei o el brasileño Jair Bolsonaro.

Lo del presidente de Brasil merece un aparte. Bolsonaro es, si se atiende a su discurso xenófobo, a sus actitudes homofóbicas, su afición por la posverdad, su desprecio por la separación de poderes y sus delirios mesiánicos, uno de los fascistas más peligrosos del continente. A veces, Maduro parece un niño a la par de Jair. Aun así, la Casa Blanca no dudó en rogarle que fuese a Los Ángeles y a cambio accedió a una reunión bilateral con Biden. ¿De qué sirve dar gritos diplomáticos a Díaz-Canel si vas a aparecer de manito agarrada en una foto con Jair Bolsonaro?

Lo mismo aplica con Bukele y Giammattei. ¿De qué sirven la Lista Engel, los tuis para condenar a Consuelo Porras o las amenazas de abrir procesos criminales a los funcionarios de Bukele que pactaron con las pandillas en nombre de él si al final vas a invitar a presidentes que son tan autócratas, tan violadores de derechos humanos, tan perseguidores de periodistas como los tres a los que no invitaste?

Y hay que hablar también de lo mal que andan las cosas en la casa del anfitrión de la cumbre. La democracia es, en definitiva, un bien escaso en América, en la del centro, la del sur y la del norte.

El arco de la historia se tensa, a veces, de formas tales que dejan las cosas muy claras. No parece casual que el cierre de la IX Cumbre de las Américas, en las que el estado de salud de las democracias fue una de las discusiones ausentes, coincidiera con la primera audiencia pública de la comisión legislativa que, en Washington, investiga el intento de golpe de Estado protagonizado por hordas trumpistas que atacaron el Capitolio el 6 de enero de 2021.

En esas audiencias, transmitidas en horario estelar en la TV abierta, se han revelado pruebas de que Donald Trump incitó a un grupo de fanáticos para que, armados con pertrechos de guerra, se tomaran por asalto el Capitolio. Algo parecido hizo Nayib Bukele en El Salvador el 9 de febrero de 2020.

Mientras los paramilitares atacaban el congreso, Trump guardó silencio para evitar que la fuerza pública protegiera el recinto legislativo, mientras uno de sus asesores se limitaba a pedir al Pentágono que ayudara a cambiar la narrativa que responsabilizaba al presidente de los disturbios. Es decir, un representante de la Casa Blanca pedía al ejército mentir. Lo mismo ha hecho Bukele sobre su relación con un grupo criminal, en su caso las pandillas MS13 y Barrios 18: mentir y hacer que sus funcionarios mientan. En el caso estadounidense, sin embargo, los militares se negaron a avalar la pantomima de Trump.

Antes del 6 de enero, Trump había intentado convencer a jueces de cortes estatales que revirtieran resultados electorales para ayudarlo a reelegirse de forma ilegal. Este autócrata también quiso obligar a su fiscal general a que abriera investigación para demostrar que él había ganado la presidencial de 2020. Tanto las cortes como el fiscal, del mismo partido de Trump, se negaron. Lo mismo ha hecho Giammattei en Guatemala: instrumentalizar al Ministerio Público y a las cortes para tapar su podredumbre y utilizarlos como armas políticas contra sus adversarios.

Biden no es Trump, es más bien, por imperfecta y trastabillante que esté resultando su presidencia, la alternativa al fascismo de Trump. Aun así, el daño a la democracia estadounidense es ya tan grave que su capacidad para empujar a otros a regirse por cosas tan, digamos, democráticas como la separación de poderes y el respeto al disenso, está muy disminuida.

De trasfondo, la migración masiva, que sigue llegando a Estados Unidos desde Centroamérica y no muestra signos de detenerse.

La próxima cumbre quizá debería de versar sobre eso, los neofascismos, los autoritarismos, la regresión de la democracia, algunas de cuyas herramientas hoy utilizan los dictadores de nuevo cuño para llegar al poder y quedarse ahí. No hablar de eso, en la América de hoy, es evitar lo urgente, que también es lo esencial.

 

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