Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

El secretario municipal de San Andrés se llamaba Andrés, gracia de sus padres que quisieron bautizar al hijo con el nombre del Santo Patrón. Andrés era un joven no muy alto, carilindo, con gafitas redondas y un bigote fino, de pelo ondulado y modos amables, de esos que no matan mosca y cosechan amigos, en silencio. Tenía fama de inteligente, porque cuando llegó la primera máquina de escribir a la municipalidad, aprendió sin dificultad la magia de teclear con los diez dedos de la mano, para espanto y admiración del Alcalde, que veía con desconfianza la parafernalia de los artefactos modernos. Todos lo llamaban Andresito, para no confundir, y, seguro, por el buen carácter.

Muchos años más tarde, cuando Andresito tenía una cierta edad, y todavía lo llamaban Andresito, contaba que algunas tardes el Alcalde lo invitaba a tomar un trago, y era tal su tremebunda autoridad, que nadie se habría negado. Se iban a la cantina del pueblo, y el Alcalde se regocijaba en contar las barrabasadas que había cometido en su vida, que eran muchas y algunas tremendas, y mientras Andresito sentía escalofríos, el Alcalde se reía con gran gusto, porque, para él, eran como gracejadas. Como la vez que pescó in fraganti a dos cacos que se habían entrado a la tienda de los chinos. Los metió al bote y mandó un telegrama al Señor Presidente. “Ladrones capturados in fragancia. Espero instrucciones”. Y el Señor Presidente había respondido: “Ejecútese”. Fue con los rateros y les dijo: “Están libres”. Y cuando los dos, felices, se alejaban, les descargó la pistola en la espalda y los acusó de haber querido fugarse. Ya en la nube azul de la borrachera, el Alcalde confesaba: “Ay, Andresito, el día que no jodo a alguien, no duermo tranquilo”.

Un día, se apareció en la Alcaldía don Nacho Pantaleón, seguido a tres pasos de su mujer, doña María. Frisaban los sesenta, más o menos, lo cual significaba para Andresito que eran un par de viejos. Se sentaron con paciencia a esperar su turno y cuando les tocó, don Nacho le dijo: “Nos queremos divorciar”. Andresito se rascó el bigote como quien traza un gran signo de interrogación. “Pero si ya llevan como veinte años de casados”, objetó. “Es verdad”, dijo don Nacho, medio avergonzado, “pero ya no nos aguantamos. La vieja se ha vuelto de mal carácter y dice que no la dejo dormir con mis ronquidos”. Andresito opuso resistencia: “Si fuera por eso, todos estarían divorciados”. A cada objeción de Andresito, don Nacho oponía la terca petición de divorcio y doña María decía que sí con la cabeza. Al fin de las cansadas, Andresito se rindió, porque recordó una frase de su madre: “Cuando uno comienza a ver los defectos, se acabó el amor”. “Voy a buscar el expediente”, dijo. “Espérese tantito”, lo frenó don Nacho. “Es que no nos casamos aquí, sino en Santa Ana”. Andresito era muy servicial. Se ofreció para acompañarlos a la cabecera del departamento, en el ferry que salía al día siguiente.

En la Municipalidad de Santa Ana, los colegas recibieron a Andresito con palmadas en la espalda y vigorosos estrechones de manos. Si don Nacho y su casi ex esposa hubieran llegado solos, habrían esperado 15 días o un mes. Andresito, en cambio, era un colega, por demás caedor bien, reservado, honesto, y sin ambiciones. En efecto, solo pidió el acceso al registro de matrimonios y al poco rato estaba en un escritorio, hojeando gruesos volúmenes de los polvorientos años en que se suponía que se habían casado sus dos paisanos. Al fin dio con el acta. Leyó con escrúpulo línea por línea y solo al llegar al final pegó un pequeño brinco en la silla. Volteó a ver a los dos señores. Estaban sentados, como el que espera que le saquen una muela. Parecían dos idolillos de barro de los que venden en el mercado. Andresito alzó una ceja. Llamó a uno de los colegas. El otro vio, leyó, verificó y también él alzó una ceja, como si fuera el espejo de su colega.

Con el pesado libro en las manos, Andresito caminó hacia sus dos acompañantes. “Don Nacho”, le dijo al señor, mientras la mujer espiaba el librón que el secretario municipal tenía abierto de par en par. “Mire esta acta. Mírela al final”. Don Nacho la leyó un poco nervioso. Llegó al final y no advirtió nada de extraño. “Pues no veo nada”, admitió. “¿Cómo que no ve nada?” subrayó Andresito. “¿No ve que no está firmada?”. Entonces don Nacho se esforzó en ver y, alargando la cabeza, también vio su mujer. “Ah, pues sí, tiene razón. No hay firmas”. Andresito nunca se enfadaba. Simplemente se ponía serio. “¿Y entonces, se casaron o no se casaron?”.

Don Nacho se sonrió. “Ya me acuerdo qué pasó. Ese día nos casábamos a las doce, en la Iglesia. Entonces, desde la diez comenzamos a tomar aguardiente con el juez y con el jefe de la Policía, que eran mis meros amigos. Ya a la hora de la ceremonia estábamos bien borrachos. Fíjese que ni logro recordar si fue antes el civil que el religioso. Lo cierto es que el juez escribió el acta, y nos dijo que firmáramos, o no nos lo dijo, verdaderamente no sé qué pasó. Recuerdo que ese día bebimos todos hasta caer inconscientes”. Se rascó la cabeza. “Debe haber sido allí que nos olvidamos de firmar”. Andresito dejó de estar serio. Tampoco se rio. “¿Saben qué?”. Por primera vez se dirigió a los dos esposos. “Ustedes no se pueden divorciar”. Un silencio de extrañeza llenó el ambiente. Andresito los remató: “No se pueden divorciar, porque ustedes nunca han estado casados, par de viejos babosos”.

Publicado originalmente desde Dante Liano Blog

Dante Liano, Guatemala , 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. De 1975 a 1977 vivió en Florencia. En 1978 regresó a su país, donde publicó Jornadas y otros cuentos (1978). Otros libros de cuentos son: La vida insensata (1987) y Cuentos completos (2008). La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004), Pequeña historia de viajes, amores e italianos (2008), El abogado y la señora (2017) y Requiem per Teresa (2019). Con Rigoberta Menchú ha colaborado en la publicación de 6 libros de relatos mayas. Premio Nacional de Literatura (1991) de Guatemala.

COMPARTE