Créditos: Marcelo Colussi.
Tiempo de lectura: 16 minutos

Por Marcelo Colussi

Primeras experiencias socialistas

El siglo XX comenzó con la expectativa de ver materializadas las ideas de Marx en algún país. De hecho, en 1917 asistimos a la primera revolución obrero-campesina de la historia: Rusia. Por vez primera en la historia, el socialismo fue una realidad.

Quizá contrariando en parte lo expresado por el mismo Marx en su gran elaboración teórica desde sus años juveniles hasta la aparición del tomo I de su obra cumbre: “El Capital. Crítica de la economía política”, en 1867, la primera victoria socialista no se dio en un país especialmente desarrollado en términos industriales. De todos modos, revisando lo afirmado años atrás, el propio Carlos Marx empezó a escudriñar en profundidad los sucesos político-sociales de Rusia (hasta comenzó a estudiar lengua rusa para ello), pues vio que allí, en una nación semifeudal con una amplia base campesina y sin una clase obrera urbana muy expandida, algo importante se gestaba. Por cierto, no se equivocó.

El triunfo de la revolución rusa se dio, entre muchos factores, a partir de la descomposición política que significó la entrada de ese país, conducido por el zarismo imperial, en la Primera Guerra Mundial, en 1914. El desgaste económico y social que ello trajo aparejado sirvió de contexto para que el Partido Bolchevique, liderado por Vladimir Lenin, pudiera conducir el descontento popular hacia un cambio radical en la gran nación euroasiática.

Algo más de un año después, teniendo como telón de fondo el desastre ocasionado por la guerra -que había perdido-, en Alemania, con la participación de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, a principios de 1919, inspirándose en el triunfo bolchevique, el Levantamiento Espartaquista casi logra otra revolución con carácter socialista. En este caso, la represión del ejército alemán la impidió. Los ríos de sangre sellaron el alzamiento.

Conclusión: esa gran guerra que devastó buena parte de Europa entre 1914 y 1918 abrió paso a una revolución socialista exitosa y otra reprimida. Junto a ello, con el triunfo bolchevique en Rusia, se abrieron grandes expectativas de cambio social en todo el mundo. En todos los continentes comenzaron a aparecer partidos comunistas, que en muchos casos terminarían siendo más tarde voceros oficiosos de Moscú en sus respectivas naciones. Lo cierto es que con la materialización de la primera revolución socialista en el mundo, la clase trabajadora global y los oprimidos todos del planeta sintieron que sí era posible un cambio real. Las clases dirigentes de todos los países capitalistas encendieron sus alarmas, y desde inicios del siglo XX no han parado -ni pararán- de evitar a toda costa un cambio del paradigma. La Unión Soviética desde un primer momento fue torpedeada, asediada, agredida de infinitas maneras. Las experiencias socialistas que le siguieron: China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, corrieron igual suerte. Desde hace cuatro décadas, sin una guerra declarada, la burguesía global ha maniatado la protesta social con las políticas neoliberales (capitalismo feroz sin anestesia), con lo cual se retrajo la lucha por el socialismo a una situación anterior a la revolución de rusa de 1917. Pero obviamente, esa guerra mortal, esa lucha de clases al rojo vivo, continúa presente día a día, manifestándose de diversas maneras. La desinformación sistemática es una de sus aristas. El intento de transformar a los “trabajadores” en “colaboradores” evidencia que ese combate no termina.

Guerras: una constante

Las guerras -todas por igual- empobrecen profundamente a las grandes mayorías de los países perdedores, amén del deshonor, en la lógica del nacionalismo más patriotero, de sentirse derrotados, humillados en la post-guerra. Las guerras solo favorecen a las élites de las potencias vencedoras; muy secundariamente el botín obtenido por las mismas llega como migajas a su pueblo, a la gran masa trabajadora -que, sin dudas, fue quien puso el cuerpo en la contienda-.

¿Por qué decir todo esto? Porque hoy día se libra una muy importante guerra en Ucrania. Una más de las más de 50 que tienen lugar en este momento en el mundo (¿no era que nos amábamos los unos a los otros?) Sin ningún lugar a dudas, los enfrentamientos bélicos no están cerca de terminar, y la industria militar es, por lejos, el ámbito humano que más avances científico-técnicos moviliza produciendo los negocios más multimillonarios de todos los ahora existentes. Quizá no se equivocaba Freud cuando habló de una pulsión de muerte, una tendencia autodestructiva irrefrenable. Lo cierto es que el actual enfrentamiento (“invasión” u “operación militar especial”, según se lo quiera ver) se libra entre dos grandes potencias: Estados Unidos, que utiliza a la OTAN como su caja de resonancia, y la Federación Rusa, quien pretende volver a ser un país de decisiva presencia en el plano político internacional luego de la extinción de la Unión Soviética. Ucrania es el campo de batalla, el teatro de operaciones. Pareciera que poco importan las y los ucranianos. Todo indica que no chocarán directamente fuerzas de las dos potencias militares; de todos modos Moscú, previendo posibles escenarios hacia donde pudiera escalar la guerra, solo destinó el 15% de su capacidad bélica a Ucrania. El resto se lo reserva para un eventual enfrentamiento con ejércitos de la OTAN, incluso manejando la posibilidad de una guerra nuclear.

Por lo que se va viendo de momento, Rusia está cumpliendo su plan trazado. Es decir: está impidiendo que la nación ucraniana ingrese como miembro pleno de la OTAN, hecho a partir del cual la alianza atlántica podría establecer armamento atómico a escasos minutos de Moscú. El presidente Zelensky, luego del aluvión de misiles rusos, llegó a decir que podría negociarse el no-ingreso de su país a la OTAN a cambio de garantías de Rusia en cuanto a seguridad para Ucrania. Dicho esto, inmediatamente Washington -quien en verdad está conduciendo la guerra desde Occidente- reaccionó buscando detener esa posibilidad. Estados Unidos, más exactamente dicho: su clase dirigente representada por el administrador de turno de la Casa Blanca (hoy Joe Biden, pero eso es igual con cualquier mandatario), y más aún, su complejo militar-industrial, necesita imperiosamente esa guerra. Si la OTAN no es enemiga acérrima de Rusia, el país americano pierde influencia en Europa. Por eso, la guerra debe continuar. De ahí que se montó la masacre de la ciudad de Bucha.

El ex oficial de la CIA y veterano de la Oficina de Contraterrorismo del Departamento de Estado estadounidense Larry Johnson fue explícito: “Sospecho que la gente de inteligencia que ayudó a los ucranianos a organizar la masacre de Bucha contaba con un maremoto de ira para empujar a la OTAN a la acción. Pero eso no ha sucedido. En cambio, Europa ha optado por palabras más airadas y sanciones económicas contraproducentes. (…) Hay algunos informes no confirmados de que el MI6 de Gran Bretaña inventó este teatro macabro con el servicio ucraniano”. Él mismo, nada sospechoso de pro-ruso, pudo decir: “En la invasión normal de la OTAN, la destrucción de la red eléctrica y el desmantelamiento de Internet suele ser una prioridad máxima. Rusia no está siguiendo un guión de la OTAN en Ucrania”.

Este enfrentamiento decide mucho de lo que pasará de aquí en adelante a nivel planetario. Estados Unidos y su herramienta militar, la OTAN, así como sus socios-súbditos: la Unión Europea, tratando solo con cierto decoro a su madre patria, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, desea fervientemente seguir fijando los destinos del mundo cual si fuera un enviado divino. Su moneda, el dólar, sostenida artificiosamente con manejos financieros y con su enorme poderío militar con 800 bases diseminadas por todo el globo terráqueo, comienza a caer. Su economía está empantanada. Solo como muestra: desde hace tiempo, fortalecido por los confinamientos de la pandemia de Covid-19, Estados Unidos recibe semanalmente alrededor de 200,000 pedidos de subsidio por desempleo. Si van surgiendo nuevos super millonarios que exhiben ostentosos sus inconmensurables fortunas, eso no significa que el país, aún una superpotencia indiscutible, no presente severos problemas internos, con una economía que no crece como su nuevo archirrival.

En el horizonte apareció otro enemigo, mucho más peligroso que la Unión Soviética décadas atrás. Ésta representaba una afrenta ideológica, pero no dañaba su economía; por el contrario, la macabra Guerra Fría -misil nuclear contra misil nuclear- alimentaba generosamente su industria bélica, llegando a representar casi un 10% del PBI (por supuesto, embolsado por los grandes fabricantes). La llamada “coexistencia pacífica” era un buen negocio para el complejo militar-industrial norteamericano.

En estos últimos años, desaparecida la Unión Soviética -pero no Rusia, heredera de ese potencial- la República Popular China, con su modelo de “socialismo de mercado”, comenzó a disputarle la supremacía económica a Washington. Eso sí tocó su bolsillo. La prosperidad creciente del gran país americano se vio diezmada. Con un crecimiento espectacular -con desarrollos científico-técnicos y políticas de redistribución equitativas de la renta nacional como ningún otro país en el orbe- China comenzó a visualizarse como el gran enemigo de Estados Unidos. En sus hipótesis de conflicto, Pekín aparece como uno de los dos grandes demonios a enfrentar. Por lo pronto Washington se está preparando para una posible guerra en el Pacífico, más exactamente en el Mar de la China, por lo que estableció una alianza militar para la región, lista para enfrentarse al gigante asiático, un émulo de la OTAN: el AUKUS (acrónimo, en inglés, de los países que la componen: Australia, Reino Unido y Estados Unidos). Tal es su soberbia imperial que obligó a deshacer un contrato de Australia con Francia por 60,000 millones de dólares para la dotación de 12 submarinos convencionales, adjudicándose Washington la fabricación de esas naves de guerra, pero con energía nuclear, lo cual produjo el hondo descontento galo. Para muchos analistas no será Ucrania sino esta explosiva región del Asia el punto de inicio de la Tercera Guerra Mundial. Sin dudas, la guerra es un buen camino para mantener su poderío. Y sus extraordinarias ganancias, por supuesto.

¿Economía capitalista de mercado o economía socialista planificada?

La economía estadounidense no va muy bien; la china sí. El caso chino es increíble, digno de estudio profundo. Cuando el PBI de todos los países cayó en estos dos años de crisis sanitaria, el de China se mantuvo, y ya volvió a crecer. Los avances científico-técnicos que está alcanzando dejan estupefactos: un sol artificial producto de la fusión nuclear que generaría energía limpia infinita, la computadora cuántica más rápido del mundo, trenes de alta velocidad que dejan absortos, obras de ingeniería tan osadas que ni Le Corbusier hubiera podido imaginar, inteligencia artificial y robótica impresionantes, tecnologías 5G y 6G para las comunicaciones únicas en el mundo, investigación espacial que ya comienza a superar a rusos y estadounidenses, un vehículo interplanetario en viaje hacia Júpiter, misiles hipersónicos que apabullan al Departamento de Estado norteamericano, misiles que pueden destruir los refugios contra ataques nucleares, y un sinnúmero de proezas que muestran un poderío creciente. Habiendo comenzado a construir su revolución desde 1949, con las posteriores políticas de apertura introducidas por Deng Xiaoping a partir de 1978, el gigante asiático, sin abandonar el ideario socialista, combinando la planificación estatal con mecanismos de mercado, logró alcanzar y en cualquier momento superar a Estados Unidos, dejando atrás en forma definitiva la pobreza crónica de buena parte de su población.

De todos modos, el socialismo que allí se está construyendo abre preguntas, incluso dudas razonables. El artífice de esos cambios, el referido Deng Xiaoping, pudo decir que “ser rico es glorioso”, lo cual no condice mucho con la ética socialista. ¿No queda otra alternativa que introducir incentivos individuales para aumentar la producción? ¿Por qué las reformas que quiso implementar Gorbachov en la Unión Soviética, incluso las propuestas de Alekséi Stajánov en la década de 1930, no prosperaron, y en la China sí? Lo cual lleva a pensar: ¿cómo se le puede dar forma realmente al socialismo? ¿Estamos condenados a que “el ojo del amo engorda del ganado”, o es posible una nueva ética de solidaridad? Se ha dicho muchas veces que el actual planteamiento chino, con su socialismo de mercado, está más cerca de Keynes que de Marx. No está claro si ese es el espejo en que debe mirarse la clase trabajadora mundial, si ese es el camino emancipatorio para las grandes mayorías planetarias. La Nueva Ruta de la Seda ¿es la solución a los problemas del Sur global? Está por verse. Por lo pronto, no caben dudas que, aunque con una explotación al modo capitalista sin par -jornadas extenuantes, salarios bajísimos- los trabajadores chinos en su conjunto han visto mejorar sustancialmente su nivel de vida. La acumulación originaria que al capitalismo europeo le costó no menos de un siglo, diezmando al África y a los pueblos originarios de América para construir su prosperidad, China la realizó en 20 años sin invadir ningún territorio.

Ahora bien: el ideario socialista apunta a la puesta en marcha de una cultura nueva, de “productores libres asociados”, como dijera Marx, viendo eso como el punto al que nos conduciría una revolución socialista, estableciendo en algún momento del desarrollo humano aquella máxima de “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”. Todo indica que aún estamos lejos de ello. Rusia, que ya no es socialista en su estructura, puede desarrollar una guerra que, aunque difiere de las infames tropelías de las cometidas por la OTAN y Estados Unidos, no deja de ser cuestionable. Por supuesto, el discurso dominante del capitalismo occidental ve en la “operación militar especial” de Ucrania la más aberrante violación de los sacrosantos derechos humanos, tachándola de genocidio, mientras olvida la más que interminable lista de atentados, invasiones, muertes, torturas, bombas atómicas, napalm, campos de concentración, cárceles clandestinas, espionaje, control planetario, armas de destrucción masiva e imposiciones varias que viene realizando sistemáticamente desde tiempos inmemoriales. Decir hipocresía queda corto en la ocasión.

En el socialismo se trata de edificar un mundo nuevo, en todo sentido. Construir ese nuevo sujeto que vertebra el ideario socialista, ese “hombre nuevo” que pedía el Che Guevara (¿“hombre” como sinónimo de humanidad?, ¡qué machismo! se podría decir… Mejor digamos: “humanidad”. Todo el mundo tiene una titánica tarea por delante entonces: el patriarcado, el racismo, el adultocentrismo, la cultura vertical, nos constituyen). La experiencia demuestra que ese ser solidario, basado en principios socialistas, con una nueva ética, es harto difícil. De momento, sabemos que es una utopía, un punto hacia el que querríamos dirigirnos, pero aún falta mucho por hacer. En la Unión Soviética se comenzó a construir algo de eso, pero 70 años de socialismo no fueron suficientes para lograrlo a cabalidad. Por ejemplo: Boris Yeltsin, todo un cuadro del Partido Comunista, terminó cediendo a las potencias occidentales vendiendo el país al mejor postor. O el actual presidente Vladimir Putin, formado en la ortodoxia marxista, un cuadro de la seguridad del Estado, representa hoy a una nueva oligarquía surgida de la otrora burocracia estatal del Partido Comunista, con ideas ultra nacionalistas, religioso y homofóbico, habiendo vuelto a introducir la figura de dios en la Constitución de su país. O su asesor político, el filósofo y politólogo Aleksandr Duguin, también producto de la educación soviética, hoy presenta un pensamiento ultra nacionalista que raya más en confusas ideas filo-nazis que en el materialismo histórico. O el presidente de Ucrania, Volodimir Zelensky, también formado en la Unión Soviética, regresando a esquemas capitalistas hoy se deja mandar como marioneta por Washington dándole cabida a grupos neonazis de ultra derecha, permitiéndose manejos tan deleznables como el montaje de Bucha. Todo esto no significa que la causa del socialismo fracasó, sino que es sumamente difícil darle forma. Pero ahí sigue estando como esperanza. Sin dudas: ¡la única esperanza! Del capitalismo ya nada puede esperarse, más que guerras, ganancias por unos pocos y sufrimiento para las grandes mayorías.

La actual Federación Rusa, heredera de una potencia socialista, transita hoy una economía tan capitalista como cualquier miembro de la Unión Europea. Como estructura capitalista que es, comete las mismas tropelías que cualquier empresa capitalista en cualquier parte del mundo, y también a lo interno con sus trabajadores. El stajanovismo de la época soviética, sin dudas cuestionable por idolatrar el esfuerzo personal, ya no está, pero de algún modo es lo que existe ¿Cómo entender, si no, el paso de cuadros comunista a empresarios? Es decir: hoy en Rusia se explota el trabajo de otro. Lo más patético: los actuales explotadores son muchos de los cuadros de la Nomenklatura de antaño. La piedra basal del capitalismo es esa: la explotación de la clase trabajadora. “Todo el capital de nuestros banqueros, comerciantes, fabricantes y grandes terratenientes no es más que el trabajo acumulado no remunerado de la clase trabajadora”, dijo con precisión Friedrich Engels. Verdad irrefutable. Eso lo hace una reciclada empresa estatal rusa ahora devenida privada, una monumental empresa china que paga salarios bajísimos o una multinacional occidental que exprime a sus trabajadores en no importa dónde sea, el Norte próspero o el Sur famélico. La cuestión es ¿por qué se recae siempre -al menos hasta ahora- en esos esquemas? ¿Por qué el socialismo retrocedió a mecanismos capitalistas? La construcción de una alternativa no capitalista, lo vemos, es tremendamente difícil. La explotación del otro no es genética…, pero casi pudiera parecerlo. Obviamente no lo es. Sin embargo, construir esas alternativas cuesta mucho, tremendamente mucho. Los milenios de sociedades basadas en la diferenciación de clases nos pesan, nos construyen, nos amarran. El desafío es romper esas cadenas.

¿Puede el mundo multipolar ser socialista?

Planeta Tierra: patria de la humanidad. De momento estamos bastante lejos de eso. Hoy, en un mundo enteramente globalizado donde los valores dominantes son capitalistas -recordemos la frase de Deng Xiaoping- el socialismo parece algo muy lejano. Cuba, con la más alta dignidad, y pese a un bloqueo infame que sigue sufriendo, es uno de los pocos baluartes que lo defiende. Pese a todas las críticas y ataques que pueda sufrir, la isla presenta los mejores índices socio-económicos de su población en comparación con toda Latinoamérica. Como se ha dicho, es el único país de la región donde se puede caminar tranquilo por la calle.

De todos modos, con la involución de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, más la tremendamente copiosa propaganda anticomunista que inunda el mundo, la idea de revolución obrero-campesina -al menos de la forma clásica en que se planteó- no está en crecimiento. ¿Habrá que desecharla por irrealizable, o habrá que buscar nuevos caminos?

Recordemos una vez más lo que es el capitalismo: para que un escaso 15% de la población planetaria viva con bienestar, el 85% restante pasa penurias; mientras sobra comida en el mundo, el hambre mata 20,000 personas diarias. Y las guerras -más allá de las pomposas y vacías declaraciones por la paz- siguen siendo una constante, alimentando una fabulosa industria que no cesa (es uno de los pocos rubros comerciales que creció durante la pandemia). Hoy, con la guerra que se está librando en Ucrania, en todo caso no se ve un horizonte anticapitalista cuando la conflagración termine sino que, si Rusia logra imponerse, se puede vislumbrar un mundo multipolar, donde la cabeza no sería solo Washington, pues probablemente haya otros polos de poder: también Moscú y Pekín. Aunque todavía es prematuro aventurar cómo seguirá esto. La posibilidad de una guerra nuclear devastadora no ha desaparecido, y hoy por hoy, con las provocaciones que continúa haciendo la OTAN -armando hasta los dientes a Ucrania y aceptando el ingreso a la alianza de Suecia y Finlandia- ello no es improbable. Por lo pronto, en la televisión estatal rusa, el hundimiento de su navío Moskva en el Mar Negro fue considerado como el inicio de la Tercera Guerra Mundial.

El desarrollo de la Primera Guerra Mundial catapultó la revolución bolchevique. Hoy, el actual conflicto, a lo sumo puede dar lugar a un mundo multipolar donde no solo el dólar mande. Para las grandes mayorías planetarias no se ven las mejores perspectivas en el mediano plazo; sí se ve, ya ahora, un aumento de la pobreza, dado el crecimiento de los precios de los energéticos (petróleo y gas) y de alimentos básicos, de los que Rusia es un gran productor. Más bien, el panorama se muestra sombrío: amén de la posibilidad de un holocausto termonuclear, el aumento de la pobreza de las grandes masas de la humanidad ya comienza a sentirse. La Nueva Ruta de la Seda no es, en sentido estricto, una salida revolucionaria y anticapitalista. ¿Será todo a lo que puede aspirarse hoy?

Parece que el socialismo concebido teóricamente un siglo atrás, hoy no se lo ve en crecimiento. El socialismo en un solo país, salvo en potencias como en China quizá, no parece viable en la mayoría de naciones. ¿Podría sobrevivir un pequeño territorio africano o latinoamericano con un gobierno socialista en este mar de globalización capitalista regido por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial? La perspectiva de otros esquemas “no tan perjudiciales” ya suena a triunfo, por ejemplo: un nuevo Banco Mundial más democrático, regido por una cesta de monedas y no solo por la estadounidense. Si en vez de estar sujeta al dólar y a las directivas de Wall Street la gran mayoría de la humanidad tuviera acceso a planes más benignos (léase por ejemplo: Nueva Ruta de la Seda), tal vez la situación no fuera tan catastrófica. De todos modos, el socialismo como propuesta emancipadora no está cerca, no está en alza. Por el contrario, lo máximo a lo que se podría aspirar, según van las cosas, es a un capitalismo de Estado.

Los llamados “progresismos” latinoamericanos de inicios del siglo XXI (Venezuela, Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia) ¿serían el nuevo socialismo? La realidad enseña que en todas esas experiencias no se salió finalmente de un esquema capitalista -muy neoliberal en algunos casos-, a lo sumo con una mejor redistribución de la riqueza nacional a partir de un Estado más social-popular, pero siempre basados en la explotación de la clase trabajadora, la cual no tomó ninguna decisión en la planificación de su vida. Sergei Glazyev, doctor en economía, ex asesor del presidente Putin, miembro de la Academia Rusa de Ciencias y Ministro de Integración y Macroeconomía de la Unión Económica de Eurasia -EAEU- pudo decir: “Ejemplo de un modelo de un nuevo orden económico mundial, que llamamos integral (por el hecho que el Estado une a grupos sociales con diferentes intereses), es la India. Este país tiene un sistema político diferente, pero el gobierno está obligado, por razones históricas, a dar primacía a los intereses públicos sobre los privados; la única alternativa que tiene el Estado Indio es maximizar las tasas de crecimiento para combatir la pobreza. En este sentido, podríamos decir que el nuevo orden económico mundial debería ser de ideología socialista”. Es decir: un Estado benefactor que “combate la pobreza” gracias al crecimiento de la economía. En otros términos: lo que está haciendo China. Pero ¿“combate a la pobreza” o combate a toda forma de explotación? El socialismo brega por la segunda, ¿verdad?

En contraste con las teorías del post-humanismo occidental, los países centrales del nuevo orden económico mundial se caracterizan por una ideología de inspiración socialista, aunque respetando los intereses privados y usando algunos mecanismos del mercado. En China hay una mezcla de ideología socialista, intereses nacionales y competencia de mercado”, agrega. ¿Ese será el camino?

Todo esto fuerza imperiosamente a un profundo debate sobre cómo estamos en el mundo y para dónde vamos. ¿Cuáles deben ser en la actualidad las formas de lucha contra el capitalismo? Las que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la idea de “dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario de los trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los socialismos realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir una nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a esa toma, punto de arranque primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- es ¿qué hacer para estar en condiciones de comenzar esa construcción?

Dicho en otros términos: ¿cómo se desaloja a la actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos, es el mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del Palacio de Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979? ¿Constituyen los procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las democracias burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución Bolivariana en Venezuela, con la figura histórica de Chávez a la cabeza, modelos de transiciones al socialismo? ¿Cuáles son sus límites? ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados, cuando vemos, por ejemplo, que todas las guerrillas en Latinoamérica ya han depuesto las armas? ¿Se puede revolucionar la sociedad y construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el movimiento zapatista en Chiapas? ¿Hay que participar en los marcos de la democracia representativa para ganar espacios desde allí? ¿Pueden ser los hackers hoy día una vía para golpear en los poderes? Dado que no hay manual para esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas todas esas alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la lucha armada? De hecho, existe en algunos puntos del planeta (el movimiento naxalita en la India, por ejemplo, o una fuerza no desmovilizada en Colombia, el ELN), pero no está clara su real posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el sistema cuenta para defenderse. En definitiva, golpeado como está hoy el campo popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos para comenzar a construir alternativas. Por ejemplo, todas las reivindicaciones de los pueblos originarios de América, que no son simplemente “reclamos territoriales” sino articuladas propuestas políticas alternativas al sistema-mundo imperante (con mayor o menor grado de organización, entre las que puede contarse el zapatismo en Chiapas o el movimiento mapuche en Chile, por mencionar algunas) pueden ser puertas a abrir. Queda claro que no hay “una” vía; distintas formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las vanguardias quizá hoy no sirva. Luchas anteriormente no muy tenidas en cuenta: contra el patriarcado, contra el racismo, contra la homofobia, por el medio ambiente, son partes fundamentales de una propuesta emancipatoria. Pero no olvidar que son parte, en tanto que un proyecto revolucionario tiene que incluir todas estas luchas en forma articulada. Una propuesta real de transformación socialista tiene que abrazar simultáneamente todos esos planteamientos. Y todas esas iniciativas deben tener una mirada socialista de lucha contra la explotación económica. En otros términos: el socialismo es un cambio monumental en la visión del mundo, del ser humano, de la historia.

En realidad las ideas aquí plasmadas no pretenden ser conclusiones sino preguntas a desarrollarse. Las mismas constituyen una invitación a profundizar estos debates, a enriquecerlos y darles vida. El mundo de ninguna manera puede ser una suma de “triunfadores” y “desechables”, tal como propone el capitalismo, por lo que esa búsqueda está abierta, invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.

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