El Estor, nueva ola de apropiación privada de la tierra

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Créditos: Comunitarios Chinebal, El Estor.
Tiempo de lectura: 23 minutos

Por Laura Hurtado Paz y Paz

¿Fuegos aislados o incendio predecible? 

El Estor ha sido noticia desde varias décadas atrás, pero saltó nuevamente a la atención pública en el mes de octubre 2021 cuando las comunidades indígenas Maya q’eqchi’ al norte del lago de Izabal realizaron por dieciocho días consecutivos (del 4 al 22 de octubre) un bloqueo pacífico en la entrada de la empresa minera rusa basada en Suiza Solway/CGN/Proyecto Fénix. Las imágenes de la desproporcionada reacción de las fuerzas de seguridad de la Policía Nacional Civil (PNC) y de la empresa para sofocar la resistencia pacífica circularon ampliamente. Las comunidades solicitaban la participación de sus representantes –electos en asambleas comunitarias— en la consulta mandada por la Corte de Constitucionalidad en su sentencia emitida en 2019. Ésta debía conocer la voluntad de la población local sobre la continuidad de la extracción minera a cielo abierto que afecta sus medios de vida en las montañas de la Sierra Santa Cruz y a orillas del lago de Izabal, en el municipio oriental de El Estor.

Apenas unos días después, el 16 de noviembre 2021, la comunidad Palestina Chinebal, ubicada en el lado sureste del lago de Izabal, integrada por 94 familias, fue desalojada por más de mil policías que se conducían en alrededor de 100 autopatrullas. Personas vestidas de civil, presumiblemente empleados de la empresa palmera Naturaceites S.A., destruyeron con maquinaria pesada y fuego las casas de los pobladores. La comunidad reclama las tierras de las que sus abuelos y padres fueron desplazados de manera forzada durante el conflicto armado interno (1963-1996) y sostienen que les asiste derecho histórico sobre las mismas, para habitarlas y cultivarlas.

Un tercer caso relevante sucede en la misma zona: Sepur Zarco. Esta es la comunidad de la cual son originarias las quince mujeres que enfrentaron al ejército de Guatemala en los tribunales entre 2011 y 2016 exigiendo justicia por haber sido sometidas a violación y esclavitud sexual como crímenes de guerra[1]. Tras el asesinato de sus esposos fueron obligadas a permanecer esclavizadas en el destacamento militar establecido en la vecindad de su comunidad. Entre las dieciocho medidas de reparación dictadas por el tribunal para las sobrevivientes y su comunidad, permanece sin cumplimiento la relativa a retomar la gestión de tierras y asegurar la propiedad de la tierra para las afectadas y su comunidad, razón de fondo por la cual sus maridos fueron asesinados en 1982: todos eran “cabeza de comité de tierras” (Hurtado Paz y Paz, 2012).

Al enumerar estos ejemplos –apenas tres entre decenas de casos de conflictos agrarios y desalojos forzados que ocurren en la zona— queremos subrayar la vigencia y la magnitud de la conflictividad agraria en esta área. Detrás de cada uno de estos casos hay una larga lista de violaciones a los derechos fundamentales de las personas y a los derechos colectivos de las comunidades y los pueblos indígenas. No se trata de fuegos aislados. Cientos de campesinos y campesinas enfrentan hoy órdenes de captura o guardan injustamente prisión por defender la tierra y su territorio, sus medios de vida. Abelino Chub Caal –un caso paradigmático— permaneció encarcelado durante dos años y tres meses por crímenes que no cometió. Fue acusado de los delitos de asociación ilícita, usurpación agravada e incendio; ninguna de las acusaciones en su contra fue comprobada. El tribunal –al cabo de este tiempo de cárcel— dictó su libertad inmediata, asentando que había existido criminalización en su contra[2] y declarándose incompetente para juzgar las irregularidades señaladas durante el juicio en lo relativo a la tenencia y propiedad de la tierra de la comunidad Plan Grande, reclamada por las empresas CXI. S.A. y Cobra, S.A.

No se trata, pues, de hechos aislados. La mayoría de las comunidades indígenas campesinas del municipio de El Estor se encuentran en riesgo de ser desalojadas de las tierras que habitan y cultivan debido a que éstas no han sido regularizadas por el Estado guatemalteco. Otras más enfrentan traslapes con fincas y plantaciones de empresas privadas. El barrido catastral recientemente realizado en el municipio de El Estor reconoce esos traslapes e irregularidades, pero no hay una política pública que se proponga dilucidar la trayectoria de esas propiedades, el proceso histórico seguido en su construcción, para reconocer los derechos de las comunidades, registrarlos en libros y sanear las propiedades en cuestión. Las comunidades campesinas indígenas Maya q’eqchi’ de El Estor son hoy en día particularmente vulnerables frente a la ola moderna de apropiación privada y acaparamiento de tierra y bienes naturales para el establecimiento de actividades extractivas, sean éstas plantaciones de palma aceitera, de hule o de teca, minería a cielo abierto, construcción de hidroeléctricas o proyectos de enclave turístico.

A pesar de que el Estado guatemalteco pretende obviar la problemática agraria y le da un tratamiento marginal y puntual apagando los fuegos donde éstos se encienden, el tema del uso, tenencia y propiedad de la tierra es central en la configuración de este territorio y decisivo para el porvenir del pueblo q’eqchi’. La magnitud y profundidad de la conflictividad agraria que incendia El Estor una y otra vez, ameritaría el impulso decidido de políticas públicas por parte del Estado, que pongan al centro los derechos históricos ancestrales de las comunidades Maya q’eqchi’ –por lo demás, poblaciones en condición de extrema pobreza—, el respeto y la preservación del entorno natural y la biodiversidad, y el bien común de todos los guatemaltecos.

El origen de la conflictividad

Publicaciones recientes de arqueólogos e historiadores han aportado nueva información y análisis sobre el poblamiento de los pueblos originarios que los conquistadores y colonizadores encontraron a su llegada al territorio que hoy es Guatemala. En lo que respecta al municipio de El Estor contamos con estudios que nos ilustran sobre los asentamientos indígenas prehispánicos y, más tarde, coloniales en esta zona. Es sobre este “primer piso” de ocupación y asentamiento humano sobre el que durante los regímenes liberales a finales del siglo XIX fue construida la propiedad privada sobre la tierra.

A la llegada de los españoles, los q’eqchi’ se encontraban ubicados en una franja que abarcaba principalmente las tierras altas de Las Verapaces, en donde hoy se localizan Tactic, San Cristóbal, Cobán y San Juan Chamelco. Estas poblaciones, además de dedicarse a la agricultura, llevaban a cabo comercio a largas distancias. Durante la época prehispánica el comercio había conducido al pueblo q’eqchi’ por distintas rutas hacia el este, norte y occidente de sus sitios de asentamiento, poniéndolos en contacto con otros pueblos indígenas como los acalá, manché y ch’ol (Grandia, 2009, y Van Akkeren, 2021). El lago de Izabal era una ruta de frontera que los comunicaba con los yacimientos de jade y Quiriguá, el principal centro maya de aquel período. Esta región de frontera también ponía a los q’eqchi’ en contacto con otros grupos de la región centroamericana –como los lenkas—, pero principalmente con el grupo etnolingüístico ch’ol, extendido ampliamente desde el Golfo de México, hasta Izabal y el sur de Copán, y en menor medida con los poqomchi’. El arqueólogo Diego Vásquez Monterroso sitúa los sitios prehispánicos más antiguos de Izabal a orillas del lago, entre los que destacan El Murciélago, Plan Grande y El Bongo (Vásquez Monterroso, 2020).

En los primeros años después de la conquista, la población indígena se redujo dramáticamente producto de las epidemias traídas por los europeos y los trabajos forzados. Durante la época colonial las tierras bajas del valle del Polochic, Petén y Belice se convirtieron en área de refugio de los q’eqchi’ que huían de las haciendas de Las Verapaces, así como de la imposición de tributos y otras cargas impuestas en las “reducciones” y los “pueblos de indios”. Durante la época colonial la zona de Las Verapaces fue administrada bajo un régimen especial pactado entre la Corona Española y la Orden de los Dominicos, el cual delegaba a los frailes la “conquista pacífica” y colonización eclesiástica de los “infieles de los bosques y las montañas”, excluyendo simultáneamente las expediciones militares y el establecimiento de españoles de forma permanente en dicha zona insumisa.

Pero también es cierto que en varias ocasiones los frailes dominicos pidieron a la corona la creación de “reducciones” y “pueblos de indios” para concentrar a los indígenas y facilitarse el cobro de impuestos. En el valle del Polochic existen registros de tres reducciones de indios: Santa Cruz Cahaboncito, en lo que hoy es la cabecera municipal de Santa Catarina La Tinta; San Andrés Polochic, ubicada antiguamente en la actual aldea de Telemán, en Panzós; y otra más al norte del lago de Izabal denominada Santa Catarina Xocoló, en las cercanías de donde más tarde se construiría el castillo de San Felipe (Vásquez Monterroso, 2020).

Vásquez Monterroso describe el proceso de q’eqchi’ización de los grupos que interactuaron en las tierras bajas orientales de Alta Verapaz e Izabal, así como los ciclos de contracción, rehabitación y expansión de los q’eqchi’ en ese territorio, siguiendo a partir del siglo XVIII un patrón de migraciones comunitarias descrito también por otros autores (Grandia, 2009), abarcando en forma de arco las tierras alrededor de los principales pueblos coloniales para sustraerse de las autoridades y del poder colonial, a la vez que para asegurarse el acceso y control de varios pisos ecológicos para garantizar su producción a lo largo del año. Estos estudios han permitido a Vásquez Monterroso establecer con certeza la existencia, presencia y asentamiento de los q’eqchi’ en ese territorio del Polochic desde el siglo XVIII e inicios del XIX, “casi medio siglo antes de las concesiones del gobierno liberal a empresas europeas y más de un siglo antes de los reclamos de baldíos para establecer fincas en el lugar” (Vásquez Monterroso, 2020). Otras fuentes históricas refrendan la conclusión anterior: el informe del cura catalán Don José Güell y Busquets, párroco de Río Hondo, al Corregidor de Chiquimula (1866); el relato de Helen Sanford del viaje que realiza con su padre James Sanford, importador de café y especies, desde Livingston, atravesando río Dulce y el lago de Izabal, y subiendo en mula hasta Cobán (1884); así como el mapa elaborado por el finquero, etnólogo y geógrafo alemán Karl Sapper, publicado 1901 (Fuentes citadas en  Vásquez Monterroso, 2020, y Hurtado Paz y Paz, 2014).

La primera propiedad de El Estor concesionada a empresa extranjera

La creación de la propiedad privada sobre la tierra de El Estor es, pues, un proceso relativamente “reciente”; data de finales del siglo XIX. La primera finca del valle del Polochic fue medida e inscrita en 1888 bajo el número 83, folio 197, libro 8 de la Primera Serie, con una extensión de 908 caballerías, 43 manzanas y 3,550 varas². Fue otorgada a la Compañía del Ferrocarril Central de Guatemala para completar las 1,500 caballerías concesionadas por el Estado a la empresa ferrocarrilera según lo establecido en el Acuerdo Gubernativo del 6 de octubre de 1884.

Otra porción de las tierras concesionadas por el Estado a la empresa ferrocarrilera aparece inscrita hasta el año 1922 bajo el número 127 folio 202 del libro 1 de Izabal, a favor de la Compañía del Ferrocarril Verapaz, siendo expropiada en 1953 en aplicación del Decreto 900, regresando a ser propiedad de la Nación[3].

Corría entonces la dictadura de Estrada Cabrera (1898-1920), período en el cual se consolida la United Fruit Company (UFCO) dedicada a la producción y exportación de banano. Hacia 1904 los distintos tramos de línea férrea que eran manejados por distintas empresas –todas de capital norteamericano y alemán— fueron unificadas por la Compañía de Ferrocarril Central de Guatemala, para fusionarse y transformarse finalmente en el monopolio norteamericano International Railways of Central America (IRCA), cuyo principal accionista era la UFCO. En el valle del Polochic la UFCO estableció la plantación de banano en 1922 bajo el nombre Polochic Banana Company.

La finca 83 nunca regresó al patrimonio nacional, pasando de ser una concesión del Estado a una empresa extranjera (la UFCO), a manos de propietarios privados a través de la sociedad anónima “Tinajas”; y la finca 127 está, en buena medida, a la base del conflicto que confronta hasta el día de hoy a la empresa minera y las comunidades estoreñas, tanto del área urbana como rural. Más adelante volveremos a referirnos a esta finca que se traslapa con áreas de asentamiento reclamadas por barrios urbanos de El Estor, así como con las posesiones históricas de comunidades campesinas del área rural que reclaman la regularización de sus lotes ya medidos por el Registro de Información Catastral (RIC). A esta enmarañada complejidad se suma la permuta de algunas áreas de la tierra en cuestión que, inconsultamente y sin que la población urbana sea consciente de ello, la municipalidad del Estor ha realizado con la empresa.

Propiedades agrarias de papel

La propiedad privada en el Estor –al igual que en otras zonas de frontera del país—, se construyó “en papeles”. El Estado otorgó las tierras a militares, funcionarios públicos, políticos y personajes con poder político en documentos. La mayoría de las veces los terratenientes no vivían en la región y ni siquiera conocían las fincas. Entre 1871 y 1884, el gobierno liberal otorgó en propiedad privada a nivel nacional más de 8,839 caballerías de tierra bajo el mecanismo de denuncia de terrenos baldíos, su medida y deslinde, su venta en subasta pública y emisión de título de propiedad a particulares. El Archivo General de Centro América conserva el registro de 271 gestiones de tierra en Izabal entre 1800 y 1890 (Palma Murga y Taracena Arriola, 2002).

En 1886, el gobierno creó la “Sección de Tierras” en el despacho del Ministerio de Gobernación y Justicia como sección especial para atender y agilizar las gestiones de privatización de los mal llamados “baldíos”. En 1894, bajo el gobierno liberal de José María Reina Barrios, fue aprobada una nueva Ley Agraria (Decreto 483) que promovió de manera decidida la privatización de los baldíos en aras de “los intereses generales del país” y “en consonancia con las necesidades actuales de las poblaciones y de los particulares”, redujo el área a adjudicar por título de 30 a 15 caballerías, fijó el precio de la tierra de acuerdo al tipo de cultivo para el cual se consideraba apta, posibilitó la adquisición de tierras ejidales a los denunciantes hasta de 20 manzanas y creó el Cuerpo de Ingenieros Topógrafos Oficiales para agilizar la medición de los terrenos baldíos e iniciar la realización de un catastro nacional. Para 1895, el Informe del Jefe Político –encargado de la Sección de Tierras a nivel departamental—reportó haber dado trámite a 50 expedientes de Izabal.

La definición del “baldío” fue clave para el proceso desencadenado de apropiación privada de la tierra. Si bien oficialmente la definición seguía ajustándose a la asentada en el Código Fiscal de 1871 –en el sentido de que se trataba de terrenos que no fueran de uso público y no pertenecieran a ningún particular—, en la práctica los denunciantes, las autoridades y los ingenieros medidores ignoraron siempre la presencia de comunidades o grupos de familias indígenas en las tierras que se proponían otorgar en propiedad privada. El otorgamiento de los baldíos representó, en la práctica, el despojo de las comunidades y familias indígenas establecidas con anterioridad en las tierras de El Estor. La ideología racista y discriminatoria hacia los indígenas justificó su invisibilización y despojo. El geógrafo David Sapper, en la última década del siglo XX, reconoció sin ambages que los “terrenos baldíos” se encontraban “[… ] poblados por indígenas, que llevan una existencia primitiva, libre e independiente, poco influenciadas por la civilización moderna”.

Las tierras otorgadas en propiedad privada a militares, políticos, funcionarios públicos y miembros de la élite económica y política, se sobrepusieron así a las posesiones legítimas e históricas de las comunidades indígenas q’eqchi’. Más aún, en muchos de estos casos, estas grandes extensiones de tierra les fueron otorgadas en propiedad a los nuevos terratenientes violando las mismas leyes vigentes en la época. Durante el gobierno del presidente Reina Barrios (1892-1898) se otorgaron fincas de 30 caballerías cuando la ley mandaba a otorgarlas sólo de 15 caballerías. La ley establecía que no se podía adjudicar tierras a quienes ya las poseyeran y, en muy poco tiempo, tan sólo dos propietarios –de apellidos Schlesinger y Anguiano— llegaron a concentrar el 67% de las tierras del Polochic.

Este es el caso de las tierras que actualmente ocupa la comunidad Sepur Zarco que mencionamos en la introducción de este ensayo. Los pobladores de ésta y otras comunidades aledañas llegaron al lugar en la década de 1950. Durante las dos décadas siguientes encaminaron gestiones ante las instituciones del Estado para que les fueran legalizadas, pero finalmente en 1978 el INTA dictaminó que la comunidad Sepur Zarco está asentada en una propiedad privada[4].

Retrocediendo en el tiempo, resulta que en 1890 la Sección de Tierras de Izabal dio trámite a una importante “denuncia de terrenos baldíos” presentada por “Severo Marroquín, Juan Herrera y 25 individuos más”, tras lo cual esa dependencia del Estado designó al ingeniero medidor, quien midió y delimitó 27 lotes de medidas variables, pero todos de alrededor de 30 caballerías. La medición duró cerca de 4 años, entre 1890 y 1894, y no todos los solicitantes originales siguieron en el proceso hasta el final. En varios casos, otras personas retomaron los procesos de denuncia y fueron los beneficiarios finales de los títulos otorgados; otros más no llegaron a la fase de titulación y permanecerían como fincas nacionales.

A inicios de los años 70, el Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA) abrió las expectativas de las comunidades de la zona de poder ser beneficiarias del Programa de Colonización que impulsaba; el INTA llegó a reunir 461 expedientes de alrededor de 51 comunidades y otros grupos familiares de El Estor (Hurtado Paz y Paz, 2014). Más tarde, en el Plan de Desarrollo 1975-1979, los municipios de Panzós y El Estor fueron ubicados dentro de la “Región Norte Bajo” de la Franja Transversal del Norte y pasaron a formar parte del “Sector Agrícola en expansión”, definido como una zona de asentamientos del INTA, apto para la apertura de vías de comunicación, la expansión ganadera y la diversificación agrícola. En los años subsiguientes los expedientes de las comunidades quedaron congelados. En 1978 la Diócesis de La Verapaz denunció que, mientras los campesinos hacían esfuerzos enormes por legalizar sus posesiones sin ningún resultado, algunos finqueros maniobraban para quitarles las tierras con procedimientos pseudolegales, todo tipo de presiones e incluso violencia. El reclamo de la tierra por parte de las comunidades estuvo a la base misma de la represión terrateniente y militar a partir de 1981. Finalmente, el INTA cerró el expediente y lo mandó archivar en 1992, argumentando que se trata de una finca privada (no de “finca nacional”) y que no procede la adjudicación a los solicitantes.

A cuatro años del juicio que reconoció los crímenes de lesa humanidad (de violación y esclavitud sexual) cometidos por militares en Sepur Zarco en 1982 en contra de las viudas de los “cabezas de comités de tierras”, la sentencia relativa a la tierra no ha podido ser cumplida. Se ha establecido que la finca denominada Sepur Zarco (finca 343 folio 162 y libro 13 de Alta Verapaz) pertenece –“en documentos”— a propietarios privados de apellidos Botrán Borja y Valdizán Varona. Consultada la Procuraduría General de la Nación sobre el caso, recomendó la venta de la tierra por los propietarios privados a la comunidad; mientras el Fondo de Tierras recomendó solventar anotaciones precautorias a favor de los herederos intestados previo a conceder crédito a los comunitarios para proceder a la compra-venta. La realidad es que la investigación histórica y registral y la revisión de la ley agraria de la época permitiría anular su registro original, dadas las anomalías de su creación original derivadas de la violación de las leyes vigente al momento de su inscripción.

De Ejido municipal a propiedad privada mediante título supletorio

Otro mecanismo de apropiación privada de tierras en El Estor ha sido la emisión de títulos supletorios. Tomemos el ejemplo la finca Kotojá. En el año de 1884, don José Antonio Milla, quien había ejercido como Jefe Político de Izabal, denunció como “terreno baldío” 20 caballerías en la aldea Río Zarco, recogiéndose en el expediente de solicitud de adjudicación que dicha aldea contaba “con regular número de indígenas labradores” –es decir, no se trataba de terreno “baldío” es sentido estricto—.  De esa suerte, la Sección de Tierras de la Jefatura Departamental mandó al señor Milla a sustraer del área total 100 cuerdas de 25 varas² para cada una de las familias habitantes del lugar, para que les fueran otorgadas gratuitamente, antes de adjudicarle en propiedad el terreno baldío que solicitaba. Inclinando los argumentos –que no vamos a detallar aquí— a su favor, el señor José A. Milla logró se le titulara en propiedad la finca de la Aldea Río Zarco después de sustraer tan sólo 400 cuerdas a favor de pobladores locales. En 1891, los hermanos Milla –hijos del primero de este apellido— denunciaron, adicionalmente, un anexo de 4 caballerías al sur del Río Zarco, el cual les fue otorgado en propiedad privada ese mismo año.

Por otra parte, con base en el Acuerdo Gubernativo del 5 de abril 1890 emitido por la Secretaría de Gobernación y Justicia ampliando las facultades de la Jefatura Departamental de Izabal para la adjudicación de lotes y terrenos baldíos, –en consonancia con los argumentos antes esgrimidos por Milla—, esta dependencia concedió un predio de 30 caballerías a los vecinos de Izabal, el cual se denominó “Ejidos de Izabal” o “Finca Kotoxha’” [5].

Apenas dos años más tarde, en 1892, un “grupo de vecinos” cuyos nombres figuraban en una lista, mediante título supletorio se lo hicieron titular a sus nombres individuales (“Ángel María Sandoval y compañeros”) y pocos años después, en 1895, lo venderían a Roberto Pulleiro, pariente del ex Corregidor de Izabal y explotador de maderas. Esta finca que en su origen fue otorgada en ejido a los vecinos de Izabal, quedó registrada como la finca 1904 folio 156 libro 17 Grupo Norte del Registro General de la Propiedad. Casi tres décadas después, en agosto de 1924, los hermanos Milla la comprarían a su vez al señor Pulleiro. En suma, por la vía de la compra al señor Pulleiro de las tierras pertenecientes a los Ejidos de Izabal o Kotoxha’ (con una extensión de 30 caballerías), la denuncia de los terrenos “baldíos” de la aldea Río Zarco (con una extensión de 20 caballerías y de las cuales sólo reconoció 400 cuerdas a 6 vecinos q’eqchi’es, un poco menos de media caballería) y la denuncia del anexo de 4 caballerías al sur del Río Zarco, la familia Milla se había hecho de cerca de 54 caballerías en el municipio de El Estor, al sur del lago de Izabal. Este caso está vinculado a un intento de desalojo en 2011 que el Ingenio Chabil Utzaj no pudo llevar a cabo debido a que la orden judicial sólo señalaba el municipio de Panzós –y no el de El Estor— como lugar de la operación de la PNC.

Hemos señalado aquí otro mecanismo de apropiación privada: los títulos supletorios. Los modelos de apropiación privada de la tierra descritos hasta aquí nos permitirían agrupar los tipos de conflictos agrarios derivados por “bloques”, atendiendo al área de localización geográfica, a la vez que por tipo de problemática legal que enfrentan. A todos ellos, sin excepción, debemos agregar que se suman otras anomalías e irregularidades que van desde la alteración de registros y modificación de área registral de las fincas –donde las sumatorias de la extensión ya no cuadran—, hasta la sustracción y mutilación de hojas a los libros de registro, y la inscripción anómala de fincas inventadas –sin sustrato legal— en el Registro General de la Propiedad.

Un ejemplo de este último mecanismo lo ofrece la finca de más de 240 caballerías en la Sierra Santa Cruz cuya inscripción anómala afectaba a más de 20 comunidades. Después de más de 20 años de reclamos, la CC ordenó la cancelación registral de dicha finca[6].

Junto a la tierra, siempre la mano de obra

Las distintas olas de apropiación privada de la tierra y recursos naturales a lo largo de la historia han ido siempre acompañadas de mecanismos legales y extralegales encaminados a asegurar el sojuzgamiento de la mano de obra –principalmente indígena— por los terratenientes. Desde tiempos de la colonia y a lo largo de los regímenes liberales del siglo XIX, la legislación laboral complementó siempre la política agraria y fomentó la operación de un ramificado sistema de abuso de poder y corrupción para asegurar a los terratenientes y al Estado la disponibilidad de mano de obra indígena.

Los “brazos” –como se denominaba a los indígenas— no debían faltar para el establecimiento de haciendas y fincas, para el cultivo y cosecha de las plantaciones, y para la construcción de obras de infraestructura y comunicaciones en apoyo a la producción de exportación. La legislación de la época puso en marcha los mecanismos para asegurar su disponibilidad: los mandamientos (1847 y 1894), el reglamento de jornaleros (1877) y la habilitación por deuda (1894-1934). Durante la dictadura de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) el sistema de sojuzgamiento del trabajo se mantuvo, militarizándose aún más el control de la población a nivel departamental y local bajo las figuras unificadas de jefe político y comandante de armas. Bajo la dictadura del general Jorge Ubico (1931-1944), se promulgaron la ley de vialidad (1933), la ley contra la vagancia (1934) y se instituyó la libreta de jornalero. Esta última ley, si bien cancelaba el peonaje por deuda, garantizaba la mano de obra requerida por los terratenientes durante las épocas de cosecha y por el Estado para las obras de modernización y construcción de la red vial.

Es en el marco de esta historia de despojo a las comunidades indígenas y control de la mano de obra que surge el sujeto social “mozo colono”, definido por Edelberto Torres-Rivas como una familia campesina adscrita a la finca de forma vitalicia (ver Hurtado Paz y Paz, 2008).  El mozo colono como relación social languidece en la actualidad bajo la modernización de las fincas en el agro –convertidas ahora en unidades productivas capitalistas—, pero todavía protagoniza las luchas de un sector social que queda en condiciones de extrema pobreza y miseria, luego de haber servido y trabajado para los terratenientes por muchas generaciones. Investigaciones anteriores nos revelaron que muchas de las llamadas “ocupaciones” de fincas que la extinta Secretaría de Asuntos Agrarios (SAA) gestionaba –y que las actuales autoridades reprimen sin más—, en realidad no lo eran. La mayoría de las veces se trata de la lucha reivindicativa de familias de mozos colonos que reclaman un pedazo de tierra en calidad de indemnización al ser expulsados de la finca que ha cambiado de propietario o que transita por una “reingeniería” para su modernización.

En la actualidad la mano de obra puede ya no estar atada a los terratenientes por mecanismos legales y coercitivos, pero el despojo de tierras ha sido brutal y la población flotante sin tierra no tiene más alternativa que vender su mano de obra al precio que los empresarios de la zona quieran pagar, o bien desplazarse en diversos flujos de migración interna de manera temporal, sumarse a población marginal en centros urbanos del municipio o buscar un pedazo de tierra a distancias mayores y en condiciones de extrema vulnerabilidad. La observación directa –sin datos estadísticos que indiquen con mayor precisión el volumen de los flujos— nos indica que los q’eqchi’ han iniciado recientemente también su desplazamiento hacia el norte.

La nueva ola de apropiación privada de la tierra

Hasta el fin del conflicto armado interno (1996), la conflictividad agraria generada y profundizada durante las sucesivas olas de apropiación privada de la tierra (y los bienes naturales) en El Estor –a lo largo de los regímenes liberales y posteriormente los militares contrainsurgentes, así como la derivada de la falta de regularización de las tierras nacionales adjudicadas a través de los programas de colonización—, permaneció sin atención del Estado. La firma de la Paz firme y duradera en diciembre de 1996 abrió, en ese sentido, una oportunidad inédita de abordar, atender y saldar estas deudas históricas para una vida digna de las comunidades q’eqchi’, así como para sanear las propiedades agrarias y sentar bases nuevas para el desarrollo rural. El Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria firmado el 6 de mayo de 1996 en el marco del proceso de paz dedicó un apartado específico a esta problemática, contemplando –entre otras— la solución de los conflictos por usurpación de derechos y la adopción de medidas compensatorias por parte del Estado para los afectados, así como el impulso decidido del proceso de regularización de la tierra en los casos abandonados por décadas por el INTA. [7]

Pero también es cierto que la agenda de la paz fue abandonada muy rápido por el Estado. El año 2002 marca el inicio de una nueva ola de apropiación privada de la tierra. Las tierras de El Estor cobraron mayor interés para el sector empresarial a raíz del establecimiento del cultivo de la palma aceitera en el año 1998 y en 2002 dio inicio el acaparamiento de tierras por el Ingenio Chabil Utzaj para el establecimiento de una plantación de caña de azúcar y su procesamiento en el valle del Polochic.

Por otro lado, la exploración y explotación minera a cielo abierto han tenido presencia en la zona desde la década de los años 60. Los grupos financieros y las empresas mineras explotadoras han cambiado a lo largo de 62 años, pero el interés corporativo por los yacimientos de níquel, otros minerales y “tierras raras” de El Estor, así como la política entreguista del Estado y la alianza público-privada para asegurar las operaciones mineras, han observado un continuum. No abundaremos aquí en la larga historia de asesinatos, atropellos, desalojos y abusos que han acompañado la trayectoria minera en el municipio hasta el día de hoy. En una segunda fase de esta industria, en los años 2004-2011, las empresas canadienses adquieren la licencia para viabilizar el proyecto interrumpido en la década de los 60 y una tercera fase del 2012 al 2017, en el cual se viabiliza el proyecto Fénix a cargo de Solway Investment Group (Yagenova, 2018).

Las grandes inversiones rurales bajo el modelo neoliberal han avanzado de la mano de viejas y nuevas formas de despojo. En el marco del caso de Plan Grande y el juicio en contra de Abelino Chub Caal se realizaron varios peritajes para su defensa, los cuales permitieron ahondar en la problemática agraria agudizada durante esta nueva ola de privatización, así como en las nuevas formas de despojo operadas a las comunidades posesionarias de tierras nunca legalizadas.

 

El estudio realizado por Harold Waxenecker sobre la historia registral de la finca Plan Grande, sumando a los estudios previos la revisión de los movimientos empresariales operados en el Registro Mercantil, permitieron al autor seguir la trayectoria de unificaciones y desmembraciones sucesivas de las fincas registrales a lo largo del tiempo, así como rastrear los cambios y la multiplicación de razones sociales (personas jurídicas) y relaciones mercantiles, develando las distintas formas de ejercicio del poder. Waxenecker señala que desde 1908 –año de inscripción legal de la finca— hasta nuestros días se observa como constante el no reconocimiento de la población campesina-indígena que habita esas tierras, excluyéndola de todo acceso a la tierra y participación en el trayecto de traspaso de la propiedad, utilizando el aparato del Estado como dispositivo de poder, así como el desconocimiento sistemático y deliberado del historial complejo de la finca en los procesos de regularización y resolución de conflictos. El estudio refiere las irregularidades encontradas en la historia registral de desmembraciones y reunificaciones de distintas fincas operadas (variaciones en la extensión de las fincas, incongruencia en las fechas de las operaciones realizadas, evolución del precio registral, entre otras), concluyendo que el entramado familiar-empresarial y el proceso de unificación y desmembramiento de las fincas en 2016 sugiere una estrategia que “tiene la apariencia de perseguir el ocultamiento de irregularidades y contradicciones, tanto históricas como actuales” (Waxenecker, 2020: 196).

Lo que refleja el catastro

Por último, veamos qué ha revelado el catastro. En 2005 fue aprobada por el Congreso de la República la ley del RIC (Decreto 41-2005) y en mayo del 2008 el Estado guatemalteco adquirió un préstamo del Banco Mundial por 62.30 millones de dólares para llevar adelante el Programa de Administración de Tierras Fase II, más conocido como PAT II. [8] Otros 2 millones de dólares fueron aportados por el Estado guatemalteco, ascendiendo el costo total del proyecto a 64.30 millones de dólares. Este proyecto se planteó fomentar el proceso catastral, generando y produciendo información catastral, a través del levantamiento predial con participación ciudadana y de los distintos actores locales en 41 municipios del país, a la vez que promover la seguridad en la tenencia de la tierra o “certeza jurídica” sobre la tierra, a través de la provisión de servicios catastrales y de administración de tierras en forma eficiente y accesibles a toda la población.

El PAT II incluyó 41 municipios de 7 departamentos: Alta y Baja Verapaz, Izabal, Chiquimula, Zacapa, Sacatepéquez y Escuintla[9]. En junio 2010, el municipio de El Estor fue definido por el Consejo Directivo del Registro de Información Catastral “Zona en Proceso Catastral”. A partir de entonces, el RIC investigó los derechos reales de las propiedades agrarias y los datos físicos de las fincas del municipio, recopilando la información registral asentada en los archivos del AGCA y libros del Registro de la propiedad, así como a otras fuentes complementarias con documentos relacionados con la tenencia de la tierra.

Uno de los trabajos emprendidos por el RIC fue la elaboración del mosaico de fincas del Sector denominado “Taquincó-Seguamó” y la identificación geográfica de la finca “Cahaboncito Norte”, así como su relación con el sector mencionado. Este trabajo concluido en 2012 arrojó información relevante para dilucidar e intentar solucionar los conflictos que enfrentan las comunidades urbanas y rurales aledañas a la explotación minera del Proyecto “Fénix”.

La reconstrucción de la historia registral del conjunto de fincas agrupadas en el Sector “Taquincó-Seguamó” y la finca “Cahaboncito Norte” nos permite remontarnos al origen, dimensiones y ubicación de los 16 Lotes localizados en la Sierra Santa Cruz, bajo el procedimiento de denuncia de baldíos, etc. Por su parte, el origen de la finca Cahaboncito Norte –inscrita en 1961— se remonta a la concesión hecha por el Estado guatemalteco en 1922 a la compañía del ferrocarril del complemento de tierras requerido para alcanzar la extensión concesionada –mencionada más arriba—. Se trata de la finca 3797 folio 5 libro 82 de Alta Verapaz que el señor Gabriel Biguria Sinibaldi obtuvo de la Agropecuaria “Tinajas” S.A. después de su disolución. Después de los trabajos realizados por el RIC de georreferenciación e integración del mosaico catastral, en 2012 se pudo establecer que existe un traslape entre la finca reclamada por la empresa minera Solway/CGN y los lotes que reconocen las comunidades posesionarias que aguardan la regularización de sus tierras. Algunas de ellas han sido víctimas de desalojos forzados violentos por la empresa.

Similar situación podemos identificar en el área sur del lago de Izabal, donde la finca 3907 folio 407 del libro 28E propiedad de la empresa Naturaceites S.A., dedicada a la plantación y procesamiento de aceite de palma, es inscrita a partir de la unificación de 13 fincas en 2007. Tras la medida realizada por el RIC en 2009, se pudo constatar la existencia de un traslape entre la finca inscrita a favor de la empresa y los reclamos de fincas y comunidades colindantes, situación que todavía no se ha resuelto.

El incendio sin política pública que lo enfrente

En 2014 un técnico del Fondo de Tierras me expresó: “Lo que el RIC está midiendo ahí son pretensiones”. Con el pasar de los años he comprendido la profundidad –y gravedad— de tal aseveración. Después del barrido y proceso catastral, contamos ahora con información integrada de lo asentado en libros y documentos, pero también la imagen georreferenciada de lo que existe en campo, así como de las pretensiones de los distintos sujetos sociales que reclaman derechos sobre la tierra. Si bien esta información no incorpora información histórica ni social que nos permita ahondar en los procesos a lo largo del tiempo, sí señala los focos de los conflictos pendientes de solución. Ésta es información que el Estado, sus instituciones competentes y funcionarios, está llamado a atender de manera urgente. El Estado tiene la responsabilidad de formular políticas públicas para atender y resolver la problemática vigente –heredada o creada—, de manera informada sobre la historia de la ocupación primigenia y el asentamiento legítimo, así como de las sucesivas capas de propiedad agraria construidas a lo largo del tiempo de manera arbitraria, anómala e interesada, con base en una legislación también cambiante en el tiempo, a partir del poder.

El recorrido que he intentado hacer de manera muy sintética sobre las formas y sucesivas oleadas de apropiación privada de la tierra en el municipio de El Estor a la luz de conflictos agrarios recientes, pone de manifiesto que asistimos a una dinámica clara, acelerada y violenta de apropiación privada de la tierra (y los recursos naturales) por finqueros y empresas, basada –nuevamente— en el desconocimiento o deliberada ignorancia de los derechos que asisten a las comunidades campesinas indígenas. Estos intereses finqueros y empresariales se imponen con la complicidad y el apoyo institucional y material del Estado, traducidos en procesos pseudo-legales, el uso de la violencia, la fuerza y las armas. Es predecible, entonces, que seguiremos viendo avivarse muchos fuegos en el municipio, sin una política pública que se proponga evitar el incendio. La política pública –en la práctica— consiente y respalda la nueva ola de apropiación privada de la tierra, por un lado, y los concomitantes despojo y desprotección de la mayoría de las comunidades q’eqchi’ y barrios estoreños, que por décadas –algunos por siglos— han demandado y esperan del Estado la regularización de sus posesiones y el registro legal de sus derechos históricos y ancestrales sobre las tierras que les dan sustento.

Bibliografía

Grandia, Liza. (2009). Tz’aptz’ooqeb. El despojo recurrente del pueblo q’eqchi’. AVANCSO, Autores Invitados No. 20, Guatemala.

Hurtado Paz y Paz, Laura (2008). Dinámicas agrarias y reproducción campesina en la globalización: el caso de Alta Verapaz, 1970-2007. F&G Editores, Guatemala.

Hurtado Paz y Paz, Laura (2012). Estudio histórico sobre la propiedad agraria y situación socioeconómica de la Comunidad Sepur Zarco y comunidades vecinas. Alianza “Rompiendo el Silencio”.

Hurtado Paz y Paz, Laura (2014). La histórica disputa de las tierras del valle del Polochic. Estudio sobre la propiedad agraria. Serviprensa, Guatemala.

Palma Murga, Gustavo y Arturo Taracena Arriola (2002). “Las dinámicas agrarias entre 1524 y 1944”. En: Procesos agrarios desde el siglo XVI a los Acuerdos de Paz. Tomo 1. FLACSO/MINUGUA/CONTIERRA. Guatemala.

Van Akkeren, Ruud (2021). Los mayas nunca se fueron, hoy hablan q’eqchi’. Editorial Piedra Santa, Guatemala.

Vásquez Monterroso, Diego (2020). “Historia y cultura de los q’eqchi’ en El Estor, Izabal”. En: Abelino y las comunidades q’eqchi’ de El Estor. Cuatro peritajes para su defensa. F&G Editores, Guatemala.

Waxenecker, Harald (2020). “Relaciones sociales de poder y apropiación de recursos naturales y de la tierra en El Estor, Izabal”. En: Abelino y las comunidades q’eqchi’ de El Estor. Cuatro peritajes para su defensa. F&G Editores, Guatemala.

Yagenova, Simona (2018). La minería de níquel en Guatemala. De Exmibal a la CGN. Una larga historia de despojos, impunidad y violencia en el territorio q’eqchi’ de El Estor. Madre Selva, Guatemala.

 

[1] La resolución del 26 de febrero de 2016 que dictó el Tribunal Primero de Sentencia Penal de Mayor Riesgo Grupo “A” presidido por la jueza Yasmín Barrios, quedó en firme el 28 de noviembre 2018.

[2] La criminalización es entendida como el uso indebido y malicioso del Derecho Penal para sofocar las luchas sociales y acallar y neutralizar a los defensores y defensoras de derechos humanos.

[3] Más tarde esta misma finca la veremos reaparecer en propiedad de particulares socios de la Agropecuaria “Tinajas”, S.A., pasar a manos de un particular apellido Biguria Sinibaldi, quien la vende posteriormente a la empresa minera CGN en 1966.

[4] Archivo del INTA, resguardado por el Fondo de Tierras. Expediente 2151014.

[5] AGCA, Jefatura Política de Izabal, Paquete 5, expediente 19, “Aldea Río Zarco y José A. Milla”.

[6] Corte de Constitucionalidad. Resolución 5955-2013. Según el RIC, las tierras en cuestión tienen una extensión de 477 caballerías (21,465 has.).

[7] La situación y conflictividad agrarias se abordan en el Considerando 4º: “Que en el área rural es necesaria una estrategia integral que facilite el acceso de los campesinos a la tierra y otros recursos productivos, que brinde seguridad jurídica y que favorezca la resolución de conflictos…” y el Capítulo III: Situación agraria y desarrollo rural” de dicho acuerdo. Inciso “E (g) Regularizar la titulación de las tierras de las comunidades indígenas y de los beneficiarios del INTA que poseen legítimamente las tierras otorgadas”.

[8] Congreso de la República de Guatemala, Decreto 1-2008.

[9] RIC, Línea de Base. Proyecto de Administración de Tierras PAT II, Fase II, BIRF-7417-GUA.

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