Guatemala: ¡No al aborto! ¡Sí a la vida! Pero… ¿qué vida?

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Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Marcelo Colussi

Cuando mi vieja estaba embarazada, producto de una violación, me quiso abortar. Pero los de la iglesia le dijeron que no, que eso era pecado. Yo me crié como pude, con seis hermanos más, siempre pasando penurias, sin un centavo, mendigando. Así fue que me hice ladrón y después entré a la mara. El otro día me agarraron robando y me querían linchar. Alguien dijo que no, que me llevaran con la policía para que me juzguen y después me condenen a muerte. Yo pregunto: ¿por qué ahora me quieren matar y no cuando estaba en la panza de mi vieja? ¿No hubiera sido mejor?” Palabras de un pandillero.

Si tu mujer jode mucho, buscate una tu amante y listo”. Palabras de un diputado a otro congresista, no dichas en forma pública, pero que se filtraron.

¿Defensa de la familia? En Guatemala, un tercio de las mujeres con hijos son madres solteras, por abandono de sus responsabilidades por parte de los progenitores varones.

El pensamiento mágico-animista que toma forma como religión (cualquiera sea, de las tantas que existen) es siempre profundamente conservador, moralista. Continuamente reprime lo sexual de una forma inmisericorde. Lo curioso es que anida en ellas un doble discurso: se dice algo, y por lo bajo, se hace exactamente lo contrario (véase la extendidísima paidofilia de los sacerdotes, por ejemplo). Para graficar todo eso: el aborto. En Guatemala eso es una práctica ilegal, por lo que la cantidad de morbi-mortalidad provocada por la inmensa cantidad de abortos clandestinos realizados sin las más mínimas medidas de seguridad ni higiene, es alarmante. La violencia contra las mujeres y los embarazos no deseados producto de violaciones, es aún más alarmante. Una cosa va de la mano de la otra. Lo terriblemente curioso es que se estigmatiza el aborto, pero no se tocan las causas de esa cantidad impresionante de niñas y mujeres jóvenes violadas. Junto a eso, no debe olvidarse que en Guatemala existe la pena de muerte, poco aplicada, pero legal. ¿No “matar” en el vientre, pero matar luego a un delincuente? ¿Y los principios cristianos? Algo ahí no cuadra.

El doble rasero es algo deleznable, aunque de lo más cotidiano en las relaciones humanas. El ser humano es el único animal que miente. Y en el ámbito político, la mentira es el pan nuestro de cada día. “Política es el arte de engañar”, se ha dicho sarcásticamente. Lo que está pasando ahora en Guatemala evidencia esa doble moral de modo palmario. Nos atreveríamos a decir que de modo repulsivo.

Apenas iniciado el gobierno del ahora reo, general Otto Pérez Molina, en el año 2012, apareció la propuesta de legalizar el consumo de marihuana. Parecía una idea interesante, innovadora, acorde a lo que sucedía en otros países (Uruguay, por ejemplo, en el contexto latinoamericano). Pasado el tiempo se vio que eso consistía solo en una maniobra distractora, no más que eso, un intento de lavar la cara internacionalmente: un presidente acusado de delitos de lesa humanidad cuando era militar durante la guerra sucia que vivió el país años atrás, queriendo mostrarse “progre”, de avanzada, al iniciar su período como mandatario democrático. Por supuesto, fuera de una cierta bulla inicial, la marihuana nunca se legalizó.

Para ese entonces se hizo una encuesta con los “padres de la patria” (¿por qué se les llamará así a los legisladores?) para ver cuál era su posición respecto a esa propuesta presidencial, agregándose dos preguntas más: su posición respecto a: la legalización del matrimonio homosexual y con relación a la legalización del aborto. La amplísima mayoría de congresistas, casi la entera totalidad, se pronunció por un no rotundo respecto a las tres perspectivas. Los golpes de pecho se escucharon estruendosos, por cierto. Sin dudas, si los diputados representan a una sociedad, se vio allí lo que es el consenso en el tejido social guatemalteco.

Producto de una larga tradición católica conservadora que llegó junto con las espadas de los conquistadores hace más de cinco siglos (iglesia que en su momento avasalló las creencias de los pueblos originarios imponiéndose a la fuerza), más la avalancha furiosa de sectas neoevangélicas de estos últimos años (estrategia de control social desarrollada por Washington para oponerse a la “opción preferencial por los pobres” de la Teología de la Liberación), el pensamiento moralista está hondamente arraigado.

Guatemala presenta la particularidad de tener el mayor porcentaje de población indígena de todos los países latinoamericanos (al menos un 50%, perteneciente a las etnias mayas, que habitan Mesoamérica desde hace más de 4,000 años), pero al mismo tiempo exhibe una de las mayores –quizá la mayor– religiosidad de la región. En un sincretismo sin igual, conviven creencias mayas, católicos y cristianos evangélicos fundamentalistas (esas sectas neopentecostales de reciente aparición, portadoras de la Teología de la Prosperidad). Religión y visión moralista conservadora tienen un muy considerable peso en la cotidianeidad. Muchos de sus gobernantes hablan más en términos religiosos que como políticos (pero se comportan más como corruptos políticos que lo que vociferan en sus prédicas moralistas).

De todos modos, pese a tamaña moral religiosa, y como en cualquier sociedad, suceden las mismas cosas que ocurren en cualquier latitud: la homosexualidad está presente (la cantidad de mujeres trans ofreciendo servicios sexuales aumenta día a día, así como sus asesinatos, lo que habla de un “machismo” tragicómico: se las utiliza y luego se las mata), al igual que el consumo de drogas, y la práctica de abortos es un hecho incontrastable. La Firma de los Acuerdos de Paz hace 25 años, terminada esa larga noche que fue el conflicto armado interno, parecía abrir algunas ventanas nuevas en la sociedad, dando lugar a una modernización en términos generales. Hoy puede verse que las esperanzas (pocas, tomadas con mucha cautela en aquel entonces) que pudieron tenerse tiempo atrás, quedaron totalmente sepultadas.

En la actualidad el discurso conservador, de extrema derecha, visceralmente anticomunista, pro-familia y anti-aborto, ha ido ganando cada vez más espacio. Mientras el poder económico tradicional sigue intocable, la llamada clase política profundiza su corrupción (gobernando para ese sector adinerado, y haciendo sus negocios “non sanctos”). Lo patético es que, en muchos casos, esa casta de políticos se ampara en un discurso religioso fundamentalista, pretendidamente en salvaguarda de los “valores esenciales” de la sociedad occidental y cristiana (haciendo al mismo tiempo sus “business”). Dicho sea de paso: hasta un 10% de la economía nacional se atribuye a la narcoactividad y el crimen organizado, actividades con las que tienen mucho que ver esos “buenos creyentes” de la política. Solo como ejemplo: el templo evangélico más grande del país, que puede albergar a 11,000 personas, se comenta que tiene inversiones “dudosas”.

Para muestra de todo lo anterior, de este retroceso en lo cultural y de la impronta creciente de un discurso religioso fundamentalista, lo recientemente acontecido. El pasado 9 de febrero el Congreso de la República, con 91 votos a favor, aprobó el Decreto 09-2022 que instituye el 9 de marzo como “Día por la vida y la familia”. Igualmente el órgano legislativo entiende que próximamente, el 9 de marzo –un día después del Día Internacional de la Mujer, fecha en que muchas organizaciones se expiden contra la violencia intrafamiliar, el machismo patriarcal y a favor del aborto– en el marco de la Cumbre Política Continental por la vida, la Familia y las Libertades y del Congreso Iberoamericano por la Vida y la Familia, que se realizará en el Teatro Nacional del 9 al 11 de ese mes, Guatemala será declarada “Capital Iberoamericana Pro vida”. El mensaje anti aborto, pro familia y ante toda diversidad sexual es por demás de claro. “Adán y Eva y no Adán y Esteban” pudo decir una funcionaria pública miembro de una de estas iglesias cristianas fundamentalistas como explicación de la sexualidad “correcta” en un encuentro donde se hablaba de planificación familiar.

No debe olvidarse que el 8 de marzo de 2017, justamente en el Día de la Mujer, se produjo el incendio del Hogar Seguro Virgen de la Asunción con el resultado de 41 jovencitas calcinadas, hecho que muestra –trágicamente– el lugar de las mujeres en la concepción dominante. El machismo y la homofobia siguen tan presentes como en tiempos de la Colonia, con algunas pocas pinceladas de presunta modernidad.

Esta medida del Congreso evidencia el grado de derechización conservadora que se vive en el país, con posiciones cada vez más recalcitrantes, patriarcales, retrógradas, amparadas en una religiosidad fundamentalista. La vociferada defensa de la vida y la familia es una hipócrita posición político-ideológica que refuerza la presencia religiosa en un Estado que, constitucionalmente, se dice laico.

Hipócrita posición, decimos, porque mientras se combate el aborto estigmatizando a quienes lo apoyan, no se defiende ninguna vida. Recordemos que Guatemala presenta la mitad de su población infantil con desnutrición: es el segundo país en Latinoamérica, tras Haití, y el quinto en el mundo con ese flagelo. Además, un 40% de la niñez ni siquiera termina la educación primaria, no digamos ya algo del acceso a la universidad (no más del 3% de la población). Junto a esa falta real de protección, buena parte de la niñez y la adolescencia trabaja (el 25% del ingreso de los hogares urbanos lo da el trabajo infantil, que representa el 3% del PBI). ¿Y la protección? Se “protege” la posibilidad de traer niños al mundo, pero no lo que pasará luego con esos infantes que viven en la miseria.

La legalización del aborto no terapéutico es una urgente y humanitaria medida de salud pública, imprescindible en la Guatemala actual (quinto país en la comisión de abortos ilegales en Latinoamérica, con al menos 100 realizaciones diarias según informes recientes). Esas prácticas, hechas en clandestinidad y, por tanto, en la mayoría de los casos en condiciones de gran precariedad higiénica, constituyen una de las principales causas de morbi-mortalidad materna en el país. ¿De qué protección se habla entonces? Mejor ¿por qué no proteger una vida digna en vez de golpearse el pecho con invocaciones moralistas? Las palabras iniciales del joven pandillero son más que elocuentes.

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