Créditos: Dante Liano
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Por Dante Liano

Tito Monterroso gozó no solo de la fama de ser un escritor dueño del sentido del humor, sino también de una persona que, a lo Oscar Wilde, tenía, en la punta de la lengua, ingeniosas respuestas que despertaban la risa en sus interlocutores. Esa fama puede ser un filoso peligro, pues una cosa es pasar por una columna de la literatura universal que usa el humorismo, como Cervantes o Rabelais, y otra es quedarse en simple humorista, famoso por sus boutades irresistibles. La anécdota de Quevedo sobre el clavel y la rosa no hace desmerecer su rotunda obra literaria, pero Woody Allen corre el riesgo de ser recordado por aquella frase de “Dios ha muerto y yo últimamente no me encuentro muy bien”. También es cierto que cualquiera de nosotros crea un personaje que le mostramos a los demás y es cierto que muchos terminan por creérselo ellos también.

El escritor Augusto Monterroso.JOAN GUERRERO

Tito Monterroso, de quien se recuerda este año el centenario de su nacimiento, era un señor bastante serio y reflexivo, con una conversación peligrosamente llena de incesantes y memoriosas lecturas. Tenía esa cualidad, que poseen algunos, de ver el lado ridículo de la historia. Poseía, también, un talento muy apreciado en la cultura hispánica: el ingenio lingüístico. He aprendido, en alguna parte, que los ingleses tienen una rara expresión: “the scale answer” (o, quizá, son los franceses los que han acuñado: “l’esprit de l’escalier”). Se trata de aquella situación en la que, durante una reunión, alguien te dice una grosería digna de una buena respuesta, pero tal respuesta viene a la mente solo cuando, en la escalera, se ha cerrado la puerta a tus espaldas. Neruda se quejaba, con frase espléndida: “Rápido para ofenderme; lento para responder”.

Tito Monterroso no era lento para responder. Una vez, al hablar sobre su participación en la Revolución de 1944, cuando los guatemaltecos salieron a la calle y lograron, con sus manifestaciones de descontento, derrocar al dictador Ubico, Tito relató su mayor hazaña en esos días de fervor cívico. “Bueno”, dijo. “Uno de esos días andaba yo en la calle con un tubo de cartón, en donde tenía la pintura que me había regalado un amigo. En eso se formó una manifestación y se reunió un grupo de gente. Entre ellos había algunos ubiquistas convencidos, que comenzaron a gritar: “¡Viva Ubico!”. Yo estaba detrás de uno de ellos. Le asesté un tubazo de cartón en la cabeza y salí corriendo. Esa fue mi gesta más valiente durante la revolución”. El sarcasmo de Tito hizo pasar la épica a la farsa a través del sarcasmo. Porque si queremos saber lo que verdaderamente significó la revolución del 44 y su ignominiosa caída, tenemos que leer “Llorar orillas del río Mapocho”, un relato de dolor.

Ya de regreso a México, como exiliado, Tito se encontró con la mayoría de intelectuales que habían tenido que escapar de la furia de los anticomunistas guatemaltecos. Allí estaban Carlos Solórzano, Luis Cardoza y Aragón, Raúl Leiva, Rina Lazo y tantos otros que formaban una comunidad artística en el destierro. Fue amigo de Otto Raúl González y Carlos Illescas, excelentes poetas, que compartían con Tito la corta estatura. En una ocasión, fueron los tres a pedir la renovación del permiso de residencia. Cuando los vio entrar, el funcionario que se encargaba del trámite se puso a reír. “¿A que no?”, dijo entre carcajadas. “¿A que los chapines son todos de la misma estatura?”. A lo que Tito respondió prontamente: “No, señor. Los hay bajos”.

Otra vez, Tito se hallaba en Roma, para recibir el Premio del Instituto Italo Latinoamericano, que se concedió a los grandes literatos hispanoamericanos contemporáneos. En la mesa, se encontraban las autoridades del IILA y el embajador guatemalteco. Al final de la entrega del premio, se dio la palabra al público para que pudiera hacer sus pertinentes preguntas al autor. Se levantó un guatemalteco, salido quién sabe de dónde, y dijo: “Señor escritor, usted representa a nuestro pueblo en una de las características más evidentes de nuestra cultura: el sentido del humor”. (Ignoraba el amigo que todos los pueblos se atribuyen dicha cualidad, aunque no la tengan). “Quisiera preguntarle, ¿sabe usted de dónde nos viene a los chapines esta virtud de hacerlo todo chiste?”. Tito tomó el micrófono y con voz baja (siempre hablaba con voz baja, casi murmurando), le respondió: “Joven, gracias por su pregunta, pero no estoy prepardo para responderle. Sin embargo, le paso al Señor Embajador, que le dará una respuesta oficial”. No pudo hacerlo, el Señor Embajador, porque una carcajada invadió el salón.

Hay muchas otras anécdotas sobre el sentido del humor de Tito. Naturalmente, de nada valdrían si Monterroso no fuera el autor de textos fundamentales para la literatura latinoamericana, algunos con humor, otros con sarcasmo, otros con ironía, otros paradójicos, y otros muy serios. Todos ellos desarman con paciencia de artífice los mecanismos del lenguaje, las trampas del pensamiento, las rutinas del conocimiento, para abrir puertas y ventanas a la inteligencia, que quizá era el rasgo más temible de Tito. No por nada, Gabriel García Márquez escribió: “A Tito Monterroso hay que leerlo con las manos arriba”.

Publicado originalmente en:

Con las manos arriba

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