Créditos: Gazeta
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Por Virgilio Álvarez Aragón

Muchísimos guatemaltecos apenas conocen el pasado reciente. Las élites y sus instituciones se han dedicado a intentar borrar toda huella de lo sucedido en aquellos aciagos años entre 1970 y 1990. Sin embargo, algunos recuerdos quedan, algunos documentos sobreviven, y es necesario volver a ellos porque todo parece indicar que la intención del ya famoso Pacto de Corruptos es regresarnos a vivir como en aquel entonces.

Como sucedió con Jimmy Morales y Alejandro Giammattei, Arana Osorio fue electo con el apoyo de las élites económicas de entonces, en clara alianza con aquellos funcionarios, militares en su mayoría, que deseaban hacer uso de los bienes del Estado sin mayor esfuerzo ni legalidad. El asesinato de Mario Méndez Montenegro cinco años antes, nunca aclarado, como ha sucedido con casi todos los crímenes políticos del siglo XX guatemalteco, no impidió que el Partido Revolucionario alcanzara la Presidencia con su hermano Julio en 1966, pero fue obligado desde el inicio a no tocar los intereses ni los delitos de los militares y sus secuaces.

Medio siglo después, las élites, los militares y funcionarios corruptos se confabularon contra la Cicig a fin de obtener, como en aquellos años, total impunidad de sus crímenes. No tuvieron que doblarle la mano a un presidente, pues este mismo participó activamente en el primer golpe mortal al Estado de derecho. Eliminada la Cicig, el camino quedó allanado para cualquier otra tropelía, aunque, como en aquella década del aranismo, haciendo como que cumplen con las normas y procedimientos legales.

Mediante estados de sitio continuos, Arana Osorio impuso un régimen de terror, incrementando la desaparición forzada que, siendo comandante de la zona militar de Zacapa, había inaugurado en 1966 con el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de una treintena de luchadores sociales, incluidos dirigentes del Partido Guatemalteco del Trabajo –PGT–. Con él se inauguró la secuencia de militares electos mediante procesos electorales adulterados, con el uso desmedido de los recursos públicos para posicionar al sucesor. Morales y Giammattei no son militares, pero los procesos mediante los cuales fueron electos estuvieron marcados por manipulaciones y delitos electorales que no han sido investigados a fondo y mucho menos sancionados, tal y como se evidencia con la no declaración de los costos y financistas de la publicidad dirigida por Poll Anria y Kif Nava, en la campaña de Giammattei.

La justicia electoral cambió de nombre, de forma, pero ahora ya es igual o peor a la que simplemente se encargaba de nominar al militar que, en disputas palaciegas, había sido impuesto. Lo ganado en las últimas dos décadas al ir estableciendo una Ley Electoral y de Partidos Políticos –LEEP– medianamente democrática esta siendo velozmente desmontado por el actual Tribunal Supremo Electoral.

Como en aquellos tristes años, el Congreso de la República fue corrompido de punta a punta. Los escasos diputados honestos fueron asesinados o anulados políticamente. Veinticinco años después de los Acuerdos de Paz, y cuando deberíamos tener ya una clase política seria, responsable y vigiladamente honesta, volvemos a un parlamento que es simplemente instrumento de los poderes fácticos que buscan, desde cualquier ángulo, usufructuar sin control los recursos del erario. Las reformas a la Ley de Compras es, sin más, la decisión de ese grupo de malhechores de quitar cualquier traba o candado a la ejecución del gasto público.

Y, como toda copia del pasado resulta deformada y caricaturesca, los que controlan el poder han querido hacer creer que lo que hay de nuevo es una disputa entre derechas e izquierdas que, de ser así deja muy mal parados a todos los sectores que abiertamente o a escondidas se pronuncian contra las izquierdas, que no es sino asumirse de derechas. Porque si en aquellos años la exigencia era construir un Estado para erradicar la pobreza, esta vez, junto a esa antigua demanda para nada satisfecha por los distintos regímenes conservadores que se han sucedido en el poder, se le suma la exigencia popular para que los recursos públicos no sean dilapidados, mucho menos apropiados indebidamente.

Guatemala se enfrenta a una coyuntura en la que no hay otra disyuntiva que o construimos un nuevo pacto social, en el que finalmente los que menos tienen puedan saberse incluidos y, en consecuencia, obtener los mínimos recursos para una vida digna, o retrocedemos a los años en los que el autoritarismo sanguinario anuló todos los espacios a la disputa legal y abierta.

Si bien lo que sucede en el vecino El Salvador puede considerarse similar a lo que en Guatemala padecemos, con la destrucción de un solo tajo de la separación de poderes; en el caso guatemalteco, el presidente, si bien es parte activa del pacto de corrupción e impunidad acordado entre empresarios, políticos, militares y crimen organizado, no goza del apoyo popular masivo que Nayib Buleke posee, por ahora, en su país.

Es esa mínima diferencia la que aún permite en Guatemala atisbar una luz al final del túnel, aunque hay que decir con sinceridad que es opaca y titilante, pues, a diferencia de lo que vemos en Colombia, donde dirigencias sociales claras y concretas han asumido la dirección de las movilizaciones, no hay en el país organizaciones y dirigentes dispuestos a jugársela para evitar que el país se estrelle en el fondo del precipicio.

Lamentablemente, junto al discurso neoliberal que apuesta a la destrucción de las organizaciones sociales, condenando como oportunista cualquier intento de dirección, apostando todo en las acciones individuales; elucubraciones simplistas y fantasiosas han conseguido instalar, en buena parte de las clases medias, la idea de que lo que sucede en Guatemala es una disputa entre dos facciones de la oligarquía, en la que los ciudadanos en general no tenemos por qué inmiscuirnos.

Es ante esos dos prejuicios, hábilmente difundidos por las derechas conservadoras y sus aliados, agazapados en supuestas posiciones de ultraizquierda, contra las que urgentemente debemos reaccionar si no queremos llorar amargamente, y por décadas, la destrucción social, política y ecológica del país. Es el momento en que líderes políticos, sociales, intelectuales y religiosos deben deponer sus intereses para, convocando unidos a la sociedad, detener nuestra caída.

La batalla próxima, y posiblemente la final, es la elección de magistrados a las Cortes de justicia. Si en ella el Pacto de Corruptos impone sus peones, habrá coronado con éxito su control absoluto de los órganos del Estado y será casi imposible conseguir que a corto o mediano plazo la situación cambie. Pobreza extrema, persecución, silencio y corrupción serán los sinónimos con los que se identificará al país, tal y como sucedía en los tristes años setenta.

Publicado con autorización del autor.

De vuelta a los años setenta

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