Créditos: Dante Liano
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Caminó por los difusos corredores del Vaticano, duplicados de espejos y lámparas, de damascos y terciopelos bordeaux, como esos mentidos palacios renacentistas que se ven en las películas de Holywood. Algo de eso había en los descomunales guardias suizos, que parecían marmóreos en su inmovilidad y en su atuendo extemporáneo. Delante de él, se deslizaba veloz un presbítero delgado y nervioso que le abría paso sobre las alfombras mudas de donde emanaba un olor atenuado de ocres perfumes espesos. Monseñor imaginó una rata, y se arrepintió del pensamiento, pues el reverendo del protocolo seguramente era un obispo, uno de esos altos cargos necesarios para formar parte de la servidumbre del Papa.

Desde las ventanas se veía un sol tajante, el dorado sol romano que exaltaba las solemnidad de una ciudad que lo había visto todo: desde la barbarie de sus fundadores hasta el esplendor del Imperio. Roma imponía su cualidad de urbe del orbe, jugó con las palabras, por aquí habían pasado todos los más importantes dirigentes del mundo, y también la hez de la humanidad. El obispo protocolario caminaba veloz, parecía como si de la sotana le saliera una cola que moviera nerviosa y las puertas se multiplicaban, como en esos sueños en donde uno quiere llegar a algún lado y nunca llega. 

Al final del extendido camino estaba el Papa. Monseñor repasó el protocolo y no tuvo que repasar, en cambio, lo que llegaba a decirle. Había aprovechado de su viaje al Vaticano, un Sínodo convocado por el Sumo Pontífice, para solicitar audiencia urgente. El Papa se la concedió y eso significaba que se había informado bien. Había salido en todos los periódicos su decisión de cerrar la diócesis del Quiché, en Guatemala. Muy pocas veces en la historia de la Iglesia había habido necesidad de cerrar una diócesis. Era tan insólito que hasta L’Osservatore Romano había reportado la noticia.

Monseñor lo había meditado mucho antes de tomar esa decisión radical. Pero el acelerón que el Ejército le había dado a las masacres en las aldeas había provocado miles de muertos y los abusos contra la religión habían pasado la raya. Los soldados no sólo mataban y estupraban a la población civil, sino que se ensañaban con los curas y las monjas, pues les habían metido en la cabeza que la Iglesia Católica se había vuelto comunista. En San Pedro Jocopilas, el Ejército había tomado la iglesia, el campanario les servía de artillada torre de vigilancia, y, la sacristía, de sala de torturas. Monseñor los había excomulgado y los generales se mofaban de esa excomunión. Por los caminos del Quiché, caminar con los evangelios en la mano era una sentencia de muerte. Monseñor viajó a la capital y se consultó con el Arzobispo Metropolitano. Ambos estuvieron de acuerdo: había que cerrar la diócesis. Era imposible ejercer la pastoral evangélica en esas condiciones.

– Caro Monsignor Gerardi -le dijo el Papa, luego de que Monseñor se arrodillara y le besara el anillo pontificio –si alzi, prego. 

Gerardi, por los antepasados italianos, entendía perfectamente al Papa. Éste se dio cuenta, pero prefirió proseguir en español. Todos sabían que el Pontífice era un notable políglota aunque sus orígenes centroeuropeos llenaban de piedras las armonías latinas. Era como si empujara con el pie cada palabra. 

Monseñor Gerardi cuando era Obispo de la Diócesis de Quiché, en una visita pastoral. Foto: Hemeroteca PL.

-Nos hemos enterado de la decisión de cerrar su diócesis… -dijo el Santo Padre. La edad avanzada no escondía la energía de aquel hombre vestido de blanco. Los ojos claros despedían chispitas, como las de una chimenea ardiendo. – Decisión muy dura, inaudita, inexplicable… Por eso le he dado audiencia, para oír su explicación.

A Gerardi le pareció muy astuta la maniobra de ponerlo a la defensiva. Ahora resultaba culpable y ligeramente cobarde. Con pocas palabras le resumió al Papa la sangrienta realidad que estaba dejando atrás. Los ojillos del Santo Padre seguían brillando, como espejitos de desconfianza. Para ser más convincente, Gerardi le dio cifras y sobre todo detalles de las atrocidades que se cometían contra la población. Vio la paciencia dibujarse en el rostro del Santo Padre, como un lento signo de interrogación. “Estará pensando, yo en mi país luché contra el comunismo, qué me estás contando”. 

Al día siguiente, Monseñor subió al avión que lo llevaría de regreso a Guatemala. No pudo dormir en las doce horas en que el zumbido del motor acunaba a los otros viajeros. La conversación con el Papa le había amargado el espíritu. Porque después de varios minutos de silencio, en que parecía reflexionar, el Pontífice le había dicho: “Regrese a su tierra y vuelva a abrir su diócesis. Cuando los militares se enteren que lo mando yo, no los van a tocar. Hínquese, le imparto mi bendición apostólica”. Monseñor se había hincado. Mientras recibía la bendición, pensó: “Me está mandando al muere, como a Monseñor Romero”. 

Gerardi, despierto en la oscuridad de un avión repleto de gente dormida, no sabía que, al llegar a la oficina de migración, los oficiales armados que lo estaban esperando le iban a notificar que tenía prohibido ingresar al país; que El Salvador le iba a negar asilo político; que iba a terminar, al fin, en Costa Rica, lejos de su país y de su gente. Sobre todo, no sabía que, muchos años después, la sentencia de muerte se iba a cumplir. A los dos días de entregar, en la Catedral de Guatemala, el informe Nunca más, recuento de las indecibles atrocidades cometidas por el Ejército, un comando del Estado Mayor Presidencial le iba a destrozar la cabeza con un bloque de cemento armado. A esa hora, a nueve mil kilómetros de distancia, el mismo sol eterno doraba la cúpula de la basílica de San Pedro, y el Papa ya llevaba un par de horas despierto. Terciopelos, mármoles, púrpuras y alfombras emanaban un olor de perfume denso y suave. Una noticia estaba viajando desde Guatemala, con la lentitud y el hastío de los remordimientos recónditos.

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