Créditos: Dante Liano
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Por Dante Liano

Debo a mi amigo O. Henry, quien, además de ser mi amigo fue uno de los mejores cuentistas norteamericanos, el invento de la expresión Banana Republic. O. Henry no se llamaba O. Henry, sino William Sidney Porter, y con ese nombre del registro civil trabajó para la First National City Bank, en donde sus divagaciones poéticas con los libros de contabilidad le valieron una acusación (seguramente injusta) de prosaica malversación de fondos. Era tan injusta, que Porter (o sea O. Henry) decidió exiliarse, el día antes de presentarse a los tribunales, en la hospitalaria y cálida Honduras. En el país que los centroamericanos llaman “catracho”, O. Henry escribió un libro humorístico con el ortobotánico título de Repollos y reyes. En ese libro acuñó la célebre expresión para referirse despectivamente al país que le había dado refugio y la agradecida locución se usó, después, para cualquier estado al que uno quisiera denigrar. 

Para dar un ejemplo, podríamos relatar la historia de uno de esos países, que la prudencia sugiere  dejar anónimo, para evitar las feroces venganzas patrióticas de los que cifran su identidad en banderas, himnos y escudos. Digamos que la fundación de ese país asemeja a la de otros similares: llegaron los colonizadores europeos, exterminaron a la población autóctona, impusieron lengua y religión así como la idea lunar y mentecata de la superioridad de los blancos. Al período de la colonización, cuya economía se basó en el trabajo de esclavos importados de África, los descendientes de los colonos decidieron independizarse, movieron guerra al imperio europeo y en sangrienta lucha lo expulsaron del país. De esa cuenta, los nietos de los colonizadores pudieron seguir explotando territorio y hombres sin pagar impuestos a un rey ultramarino.

Como sucede en esas repúblicas bananeras, pronto los nuevos amos del país se dividieron en dos bandos y comenzaron a luchar unos contra otros, en una guerra igual de absurda y sangrienta que todas la demás. Ganó el bando más progresista y eligieron de presidente a uno de sus líderes, un criollo que tenía el singular nombre de Abraham, pues parte del pintoresquismo de estas republiquetas es que la gente se pone los nombres que les da la gana, muchos sacados de la Biblia. Duró poco Abraham, porque un fanático inauguró un modo habitual, en esa república bananera, de criticar políticamente a los presidentes: pegarles un tiro cuando menos se lo esperan. En este caso inaugural, mientras asistía a una función de teatro. 

No pasaron 15 años del magnicidio cuando uno de sus sucesores fue abatido: el presidente Jaime “El Gato” Pardo, recibió un par de balazos en la espalda, que, en verdad no lo mataron. Terminaron el trabajo del asesino los pésimos médicos de la república bananera, pues trataron de sacarle el plomo que se le había incrustado, y tanto hurgaron que mandaron al paciente al eterno descanso. (Los médicos de las Banana Republic siempre son pésimos. Los ricos del país viajan al extranjero para curarse). Algunos de los que sucedieron a Jaime tuvieron mejor suerte: aspirantes de asesino dispararon con pistolas chambonas, que al momento del disparo se engrilletaron y mandaron (perdón por la inevitable gracejada) en grilletes al chapucero presunto homicida. El más afortunado fue el insoportable cazador-presidente Teodoro (ya lo advertí, nombre de historia antigua) Revueltas, quien recibió sin parpadear los balazos de un anarquista, de excelente puntería y buen revólver, pero que no contaba con el voluminoso discurso que Teo llevaba en el pecho, tan voluminoso que las balas se quedaron incrustadas en el manuscrito. Salvóse Teodoro y salvóse el público de un par de horas de inflamado discurso. 

Entre tanta balacera, la Banana Republic prosperaba, promovía guerras para exportar su magnífico modelo político y económico, y algunas las ganaba y otras las perdía, con gran beneficio de los industriales que producían armas y municiones, cañones, tanques, mísiles y aviones militares. Era tan grande el poder de esa industria, que uno de los presidentes la denunció como “el complejo militar-industrial”. El presidente tenía nombre de hipo, se llamaba Ik, y compensaba el monosílabo con un apellido kilométrico. El último de los presidentes asesinados era un irlandés pacifista que promovió dos guerras y ambas las perdió. No logró ver la derrota porque le dispararon con un fusil torcido, de esos que en las ferias tienen en el blanco a los patos y terminan abatiendo al dueño de la barraca. El asesino era bizco, se ve en las fotos, y probablemente vio, en la mirilla telescópica, gato por liebre. 

Los presidentes de una Banana Republic suelen tener profesiones disparatadas: predicadores, cazadores de tigres, finos intelectuales, actores de cine y hasta presentadores de televisión. El último pasó directamente de la televisión a la presidencia. No tenía nombre de historia antigua y tampoco de la Biblia. Para ser más pop y contemporáneo, tenía nombre de pato. Cuando perdió las elecciones, incitó a sus secuaces, una horda de peligrosos chiflados y fanáticos armados, para que invadieran y tomaran por la fuerza el Senado de la República. Cuando lo hicieron, otro expresidente, cuya envidiable profesión fue siempre la de hijo de papá, se acordó de mi amigo O. Henry, y exclamó: “¡Parecemos una Banana Republic!”. 

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