Créditos: Dante Liano
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Dante Liano 

Escuchar algunas célebres boutades, atribuidas a gente igualmente célebre, me ha hecho pensar en el poco frecuente sentido del humor. Hace algunos años, en compañía de un colega bastante famoso por su amplia cultura, paseaba entre los mostradores de una librería. Ejercitábamos ese pasatiempo ocioso de los desocupados lectores de libros. O como decía Schopenhauer: uno compra un libro con la esperanza de que la sola posesión implique haberlo leído. En eso, la vista de mi amigo cayó sobre un volumen. Leyó el título y lo depositó casi inmediatamente en su lugar. “Mira las estupideces que escriben”, me dijo. Yo levanté el libro y me di cuenta que el amigo no había visto el nombre del autor. Era El chiste y su relación con el inconsciente, de Sigmund Freud. Confieso haber leído ese libro, no tanto por descubrir la relación del chiste con el inconsciente, sino para ver si Freud contaba buenos chistes. No, no había tan buenos. En cambio, allí descubrí una de esas verdades que se pueden aplicar a la vida cotidiana. Contamos chistes para obtener la aprobación de los demás. El contador de chistes es un buscador de afecto.

Image for post

He conocido cuentachistes patológicos. Quiero decir, aquellos que, en lugar de entablar una conversación, te cuentan un chiste tras otro. He entendido que, en esos casos, se abren dos posibilidades: o el cuentachistes no tiene ningún argumento de conversación y rellena ese vacío con sus cuentos, o el cuentachistes cree tener una inteligencia tan superior a la tuya que no te supone a la altura de su erudición y cultura. En ambos casos, el resultado es desastroso. Porque comienzan, los desventurados, con chistes inocuos y la mayor parte descoloridos, y terminan anegados en obscenidades que carecen del don de la gracia.

La mayor parte de los chistes tienen su efecto por la catarsis del reconocimiento. Recuerdo la anécdota de un antropólogo que trabajó con una comunidad peruana, en las alturas de los Andes. Para agradecerles su colaboración, decidió proyectarles una película del Gordo y el Flaco. Durante la proyección, ninguna de las famosas gagsde la pareja hizo reír a los de la comunidad. Excepto un momento, que nada tenía de gracioso, en que la concurrencia estalló en una gran carcajada. Asombrado, el antropólogo preguntó a los comunitarios por qué se habían reído precisamente en ese pasaje. “Es que pasó un perro muy parecido al de Juan, y eso nos dio risa”, le contestaron. Nos hacen reír los cómicos que representan el ridículo de nuestra vida cotidiana, porque reconocemos ese ridículo. También reímos de alivio. Cuando alguien resbala en una cáscara de banano y cae aparatosamente, antes de auxiliarlo, soltamos la carcajada. No nos da risa su desgracia, sino que podríamos haber sido nosotros los accidentados, y el alivio nos hace reír.

Prefiero el humor irónico al humor cómico. El primero te llega a lo profundo pero no te saca más que una sonrisa. El segundo te arranca una carcajada. El secreto de ambas caras del humorismo es saber decir las cosas como si uno estuviera enunciando una cuestión muy seria. Ese contraste hace reír. Tito Monterroso justificó su fama de humorista con tantas anécdotas en la que demostró su agudeza. Mi favorita es cuando él, Carlos Illescas y Otto Raúl González se presentaron, en México, a pedir la renovación del permiso de residencia. Los tres artistas gozaban de una singular baja estatura. Cuando el encargado de los permisos los vio, soltó una carcajada y les soltó una pulla: “¿Óiganme, todos en su país son de esa altura?”, rio el funcionario. “No”, le contestó Tito, muy seriamente. “Los hay bajos”.

Me gustan, también, las frases que estallan como un latigazo de filoso ingenio. Cuando el Mahatma Ghandi estaba bajando del avión que lo llevaba por primera vez a Inglaterra, luego de ser el líder de las grandes manifestaciones pacíficas por la independencia de la India, un periodista le preguntó: “¿Qué piensa usted de la civilización inglesa?” El rápido Mahatma le respondió: “Podría ser una buena idea”. El campeón de estas boutades fue Oscar Wilde. Se le atribuye la siguiente anécdota. Una dama lo agredió diciéndole: “Si usted fuera mi marido, le serviría el té con una buena dosis de veneno”. A lo que Wilde le respondió: “Si usted fuera mi esposa, bebería ese té con mucho gusto”. Esa anécdota se le atribuye, también, al desagradable Winston Churchill. Sin embargo, una de las que más me gusta es la de Voltaire. Estando el filósofo en su lecho de muerte, se le acercó un cura y trató de convertirlo in extremis. Le dijo: “Le quedan pocas horas. A este punto de su vida, le conviene aceptar a Dios y renegar de Satanás”. Dicen que Voltaire le contestó: “A este punto de mi vida, no me conviene hacerme más enemigos de los que ya tengo”.

Nota publicada originalmente en:

COMPARTE