Créditos: The Flirst
Tiempo de lectura: 2 minutos

Por Patricia Cortez Bendfelt

Desde las primeras notas me traslada a las tardes de kermesses o repasos, esas veces en las que la timidez le ganaba a las ganas de bailar, porque en este país “fiesta” siempre ha simbolizado más comida no más baile.

Después de viajar a Sudamérica o sin ir tan lejos, de estar en Livingston me sorprendí de la escasa capacidad de parranda que tenemos los guatemaltecos.

Porque aquí no se acostumbra que se baile con tanta intensidad y mucho menos que se baile solo o sola, se acepta el baile cansino y calmado de marimba, en donde los cuerpos no se tocan demasiado y recorren el salón con la mirada severa y taciturna.

Tal vez por eso tienen tanto éxito las iglesias donde se danza, porque como pueblo estamos acostumbrados a la severidad, a la danza estructurada, a la letanía.

Pero Danger me lleva también a la discoteca, a las noches en las que había que matar al cansancio de las emergencias atiborradas, a la frustración de estudiar medicina en un país del tercer mundo y entrar a la pista a sacudir el estrés con ese ritmo de 140 golpes por minuto que es el mismo del latido fetal, el ritmo de la vida.

Los videos de gente bailando son una trampa. O eres tan bueno que podrías estar en una producción de Broadway o eres tan malo que te harán viral de mala manera burlándose de tu entorno, de tu cuerpo no normado, de lo que sea. Así es el internet, un circo romano en donde el pulgar alzado definirá tu vida o tu muerte.

Pero el hombre se lanza a bailar como si en ello le fuera la vida, el baile parece sacarlo del peso de los últimos meses. No sabemos si su inspiración es lograr aplacar un poco la deuda, sacarse el dolor y el peso del duelo y el hastío del confinamiento, no sabemos si quiere acabar con todo, bailar porque puede y quiere.

Y se hace la magia: ese cuerpo poco entrenado se eleva como si fuera un Nureyev, desafía la gravedad, vence lo estrecho del espacio, literalmente vuela y llena la pantalla, atraviesa el confinamiento, se evade del dolor y la pena.

No estamos viendo una superproducción, no es un bailarín famoso, es el vecino, el compañero de cubículo en la oficina, el doncito cae bien que lleva su mercancía al mercado.

No es alguien que practicó cientos de veces…es alguien que bailó cientos de veces anónimamente, en la esquina de un salón lleno de cuerpos sudorosos que quieren evadirse un rato de lo brutal de vivir en una sociedad enferma.

Y la canción termina, y la gente enloquece por unos días… Porque el peligro está allá afuera y la canción se llama peligro pero te llena de ganas de vivir, de ganas de moverte.

Y no hay burlas, ni hay pulgares hacia abajo. (Y si las hay pasan desapercibidas) porque la gente responde a ese baile y aplaude.

Y como todas las olas esta también morirá en la arena de la playa del internet. Porque así somos, esperamos el próximo que nos motive, que haga lo que nosotros soñamos y no hacemos.

Así que no hay mensaje. Solo hay un momento de emoción extrema. Una celebración de la vida. Un grito.

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