Sobre el socialismo y el poder

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Créditos: Internet
Tiempo de lectura: 15 minutos

Por Marcelo Colussi

I

Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia, el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad humana, y mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.

Formulada con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como meta alcanzable. Hoy, luego de la caída del campo socialista, la palabra “utopía” está más que nunca cargada de connotaciones negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.

“Sociedad sin clases”, “reino de la igualdad”, “solidaridad sin fronteras”, han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza justamente- como proceso de búsqueda. Hoy, caídas las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.

Por lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico, con el materialismo histórico -comúnmente conocido como “marxismo”-, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de una aspiración de justicia -posible, no fantasiosa- sobre la base de una formulación rigurosa y asentada en una realidad material. En este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida. Si sus primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.

El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver, además, con la democratización de los poderes, con su horizontalización.

“Una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible,

con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?”, se preguntaba Albert Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social de izquierda.

Si algo debe criticarse a la mayoría de las experiencias socialistas conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una perversa hipocresía-, el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó perfectamente; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder? Poder popular: ahí está el gran desafío. ¿Cómo?

II

El hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la “dictadura del proletariado” como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.

El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas autogestionarias. Hoy, entrados en crisis los paradigmas con que se dieron los primeros pasos del socialismo (Unión Soviética y campo socialista europeo desaparecidos, China y su paso al “socialismo del mercado”), es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se liga con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968, y con numerosas expresiones de autogestión popular que se han venido dando en distintas partes del mundo en estos últimos años.

Definitivamente el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.

Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico poder popular? Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario representante de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista?

Como vemos, los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Hay partido revolucionario único?

“La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente”, decía hace un siglo Rosa Luxemburgo. La “dictadura del proletariado” tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto, debemos abrir la autocrítica.

Sin dudas no es una quimera la intención de cambiar las relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto, no es un sueño infantil aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta, pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento. De hecho, es un delito). Lo que se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?

La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el “pobrerío” al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.

¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo de Hegel en tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿es una constante? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en principio todo ello nos autoriza a decir que, efectivamente, Hegel no estaba muy equivocado.

III

El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Suharto o Somoza en sus lugares de autócratas. ¿Cómo entender la permanencia del patriarcado sino es por el mantenimiento de un poder de los varones sobre las mujeres? ¿Cómo puede repetirse tan frecuentemente la corrupción de dirigentes sindicales y la traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no

son fáciles -por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo-. ¿Qué adinerado está dispuesto a compartir su fortuna con el pobrerío? ¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios sociales sobre la mujer?

En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente este aspecto de la fascinación del poder. La sola mención de “poder popular” como fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos políticos? ¿Por qué siempre se repitan similares estructuras, por ejemplo: cierto culto a la personalidad? Se podría haber pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no: vemos que el autoritarismo, la jerarquía, la verticalidad en el mando siguen siendo prácticas aún vigentes en la izquierda (no falta por ahí algún cuadro militante que sea machista, abusivo y violador incluso). ¿Y la autocrítica?

Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la palabra, Tomás Moro, le diera: “lugar que no está en ningún lugar”), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.

Los problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente- la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).

¿Pero qué hacer entonces? ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al fantasma de la desocupación, a los medios de comunicación masivos de escala planetaria? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia. El mundo que emergerá de la actual pandemia de COVID-19 augura un mayor control de las masas, con mecanismos cada vez más sofisticados de manipulación, y con imposiciones que años atrás ni se soñaban: el trabajo en casa, el estudio en casa, compras por internet, todo lo cual contribuye a un distanciamiento social cada vez mayor. El “Quédate en casa” parece ser la norma de lo que vendrá, más allá de la enfermedad.

Si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un momento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras, promovido el estado de bienestar

por medio de iniciativas populares (salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipotecarios, cultura para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?

Quizá no hay antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye a partir de la imagen del otro y la agresividad está en nuestra constitución (la reacción contra el otro siempre es posible), parece que es utópico buscar una “bondad” esencial entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente “malos” y los desposeídos son los “buenos”. El “hombre nuevo” -que por definición tendría que ser “bueno”- de momento parece que no está muy cerca de prosperar aún. ¿Hay ya “hombres nuevos” por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿”Nuevos” en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? El ejercicio del poder nos permite sentirnos -ilusoriamente- perfectos, completos, totales. Por eso, definitivamente, nos atrapa. Eso, ¿se podrá extinguir de ese presunto “hombre nuevo”? Seguramente no, lo cual no invalida la búsqueda de una sociedad menos asimétrica.

IV

Quizá lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un camino importante, tal vez el más importante, para la construcción de un mundo distinto. Que el poder se desconcentre, que se reparta entre todos y todas: ahí hay una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda “mirar desde arriba” a nadie, porque nadie es más que nadie.

Que “otro mundo es posible” está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo, o una marcha populosa. Eso, igualmente, va muchísimo más allá de la organización territorial puntual: el comité de barrio que se encarga del alumbrado público, de la pavimentación de un sector de la ciudad o la instalación del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna respuesta a una necesidad específica. El poder popular debe apuntar a algo infinitamente más amplio que eso. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68- son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar.

Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de “hombre nuevo” es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese fenómeno. De todos modos, el capitalismo desarrollado

llevó esa formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente si no hay masa -como productora y como consumidora-. La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.

Pero ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto descoordinado y manipulable, tal como es la masa, pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? ¿Es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa que a veces le nace espontáneamente? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que se nos abre.

La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de iguales dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx más de un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, o que en Venezuela rescataron al presidente Chávez durante la intentona golpista del 2002), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. No puede dejar de mencionarse que siempre esos movimientos tuvieron una figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Pueden las masas caminar sin un líder? ¿Será parte de la condición humana tener siempre una cabeza que dirige?

V

Hecho el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo grandes avances populares: se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación científica. Aunque se pueda criticar hoy la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tuvieron con la llegada de la revolución un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la crónica escasez material -mucho más que de la publicitada monocromía del partido único- buscando el “paraíso adorado” de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy infinitamente más digna que la de cualquier país latinoamericano, y que sus logros sociales ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?

Pensando en el poder popular quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido. Por último, si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos revolucionarios, eso no es cuestionable en sí mismo. La cuestión se plantea en torno al sentido último de la revolución. Y si los mismos permanecen mucho tiempo en su función de comandante, ¿por qué eso sería un problema en sí mismo? Las democracias burguesas se llenan la boca hablando del recambio de autoridades, pero sabemos que allí solo cambia el administrador de turno.

Ante esos primeros experimentos -que no podríamos llamar fracasos, pero sí tanteos a revisar- está claro que hay que presentar nuevas alternativas superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que, si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario que se profundizara; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus países en la actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva? Ahora bien: ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo, el ideal es poder consumir más todavía, y la solidaridad se busca convertir -lográndolo muchas veces- en exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.

Tanto en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del socialismo clásico y entronizado el “sálvese quien pueda” de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos particularizados, para de ahí llegar al colectivo nacional. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria. En concreto, con la actual crisis sanitaria, que ante todo es una tremenda crisis económica, infinidad de experiencias de organización popular espontáneas se encuentran por doquier (solidaridad de base, ollas populares, colectas espontáneas).

En un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas especulares, de igual a igual, a esos poderes monumentales no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro, evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero. La República Popular China está oponiendo al gigante capitalista un desarrollo económico-científico-técnico de igual a igual. Es decir: una nueva Guerra Fría, de momentos sin armas. Tampoco parece el camino emancipatorio para las grandes masas populares del planeta. La tecnología 5G, o la 6G que China ya está desarrollando no parecen, precisamente, el camino para la liberación popular.

No podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi o una cooperativa de pescadores en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando de cómo darle forma a la utopía, he ahí

el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).

Luego del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con las últimas invasiones de Estados Unidos en estos años pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas: a Irak, a Libia, a Afganistán- todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación existe de verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical, y a los trabajadores europeos se les lleva hacia las 65 horas laborales semanales). Si “la historia ha terminado” –según se nos informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?

Pero no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América –que en 1871 también ocurrían– no hubiera permitido sacar la misma conclusión).

Hoy, seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo. En el Sur, por el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela si continúa radicalizándose y amenazando las reservas petroleras que Washington considera propias?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa y buscar la constitución de grandes bloques regionales para resistir los embates de un capitalismo del Norte cada vez más voraz.

Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?

¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre otro mundo posible, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Pero ahora bien: para darle forma a esa utopía, para hacer posible la aspiración a un mundo de mayor justicia, debe replantearse el tema del poder en su justo medio, con valentía y autocrítica. Si no, es muy probable que sigamos repitiendo errores en vez de enmendarlos.

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