Créditos: Miguel Dimayuga
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Carlos M. Beristáin

Los tiempos de emergencia deconstruyen el orden. Y, como en las catástrofes y la guerra, ponen la defensa del peligro en el centro de la vida. Todo pasa a un segundo plano, porque el primero está lleno de neuronas ocupadas y tareas que no pueden esperar. También las catástrofes ponen todo patas arriba. Las tareas cotidianas, que eran en centro de todo, andan en la orilla. Aunque siempre hay que comer, descansar y cobijarse de las inclemencias. En estos días, el mundo anda paralizado y corriendo. Las dos cosas son caras de la misma moneda.

Las catástrofes son como el exilio, que es un desastre a escala personal o familiar. Es decir, nacen de una ruptura. Lo que se cae, se rompe, se pierde, se desgarra. El exilio te aísla de tu propia vida, pone distancia con los afectos, o estira los vínculos con miles de kilómetros por medio. Estos días, los comunicados oficiales, los mensajes de familias, amores, amigos y amigas son el mundo en que vivimos. Los tiempos de pérdidas colectivas nos acercan por la comunalidad del peligro. Entonces toca sacar fuerzas de ese ser compartido que tantas veces se nos olvida. Y las fuerzas nos sorprenden, con abrazos, aplausos en la ventana o cacerolas que suenan a un lazo compartido. Los miedos que se generalizan, desorganizan la conducta. A eso lo llamamos pánico. Aunque el pánico es muy fotogénico, la verdad es que la gente en general se comporta de forma constructiva y tantas veces salvarse uno es un comportamiento colectivo de salvar la especie, la humanidad y la naturaleza.

Es viernes en la noche. En otro tiempo, las ganas andarían de rumba. En estos, que andamos encerrados, paradójicamente el aislamiento es una forma de solidaridad. Como si el vínculo tuviera que inventar una nueva forma de abrazo. El exilio se parece al impacto de la pandemia del coronavirus porque lleva a un aislamiento social. El exilio te separa de todo, y esa tierra de por medio te salva. Pero convertir un impacto sufrido en un afrontamiento activo es la diferencia entre ser víctima y sobreviviente. No dejar que el aislamiento social se convierta en emocional es parte de esa explosión de abrazos que nos llegan en estos días de concentración y de trabajo.

Buscamos en estas semanas como seguir con el trabajo por otros medios, y aprender a convivir en unos metros cuadrados, y sobre todo continuar con esa tarea de siempre de no olvidarnos de seguir naciendo.

En tantas catástrofes, este orden que se deconstruye ha puesto las cosas en otro sitio. Tras el terremoto de 1976 en Guatemala, se reorganizaron las comunidades mayas buscando otro futuro, fue el tiempo de creación del Comité de Unidad Campesina, el CUC, que puso en cuestión el desorden establecido. Tras el terremoto de 1985 en México, un rico movimiento vecinal se organizó para el tiempo de reconstrucción, proponiendo nuevos lazos donde había distancia ciudadana. Nos toca reinventarnos en este tiempo, mientras amigos pierden familiares y hay una parte de la vida que se va entre los dedos o entre respiradores.

En Colombia, en los últimos años, cuando vas a comprar algo en la tienda de la esquina o el taxista, te dice “veci”. Eso viene de vecino, de vecina, y es una parte del cariño que habita en las palabras. Como los diminutivos que usamos para hacer a la gente más nuestra. Veci, también es un tipo de vínculo. Somos eso .

*Médico vasco y experto en salud mental y acompañamiento a víctimas. Integrante de la Comisión de la Verdad en Colombia e integrante del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos para investigar la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Texto original de Proceso.

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