Créditos: Comunidad de Población en Resistencia CPR del Petén.
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Por Prensa Comunitaria

El compañero Celso Cuxil Sotz, “Xi k’astej”, fue un revolucionario de primera línea. En los espacios donde le tocó participar lo dio todo, siempre en función de los demás. Fue líder de las Comunidades de Población en Resistencia de Petén en la selva Lacandona, donde impulsó la educación popular. Se convirtió en formador de los primeros maestros y maestras, utilizando para ello tablas y carbón.

Quienes lo conocimos podemos dar fe de su entrega, sus capacidades, pero sobre todo de esa gran humildad que lo caracterizaba. Fue él quien logró que se reconociera la existencia de las CPR P y que se diera la primera visita de autoridades y representantes de la Misión de Verificación de Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), en la aldea La Esmeralda, en 1995.

Originario de San Juan Comalapa, Xi k’astej (sobrevivir o renacer en Kaqchikel), vivirá por siempre en nuestros corazones. Los niños y niñas que formó, hoy son hombres y mujeres de bien y mantendrán viva su memoria.

En 1986 Xi k’astej se encontraba en la zona base de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), donde estuvo a punto de perder la vida en una emboscada del ejército. Aquí la historia:

Fabio y Xi k’astej

En aquellos días en que los soldados andaban ávidos de sangre, a Fabio y Xi k’astej, dos viejos guerrilleros, se les encomendó ir a buscar maíz y un molino que estaba escondido en un buzón cercano a una de las milpas. En la retaguardia se cultivaba maíz y frijol en distintos lugares, para garantizar el abastecimiento de toda la fuerza ubicada en el área; ellos estaban en un campamento de retaguardia, con mujeres y niños; la fuerza principal se había retirado.

Fabio tendría unos 60 años; originario del oriente del país; de barba blanca y lentitud en su andar, le gustaba contar sus vivencias, como cuando llegó a vivir el Petén, trasladado por los militares, que le habían ofrecido que la tierra donde se asentaría sería propia; también narraba de forma muy emotiva, cómo fue perseguido por una partida de jabalíes, que lo habrían matado, de no haberse subido a un árbol; o la ocasión en que un puma rodeó un pequeño campamento y tuvieron que pasar despiertos, avivando a cada rato el fuego, para no convertirse en la comida del felino. Siempre había una sonrisa en su rostro.

Xi k’astej era diferente; indígena Kaqchikel, de unos 50 años; pelo y bigote negros todavía; era más parco para hablar; no le gustaba contar todo lo que le había tocado vivir; parte de su familia había muerto en el pueblo, en una masacre del ejército.

A Fabio se le notaban más los años; su caminar enjuto lo delataba, pero los dos estaban acostumbrados a llevar bastante carga en sus espaldas, incluso utilizaban mecapal; aún había mucha fibra en sus músculos.

Ese día, salieron de madrugada rumbo a la milpa; caminaron rápido, con las mochilas vacías; sólo llevaban sus fusiles, su cantimplora con agua y su machete bien afilado; llegaron al lugar cerca de las 7 de la mañana; unas semanas antes habían doblado la milpa; las mazorcas ya estaban secas.

Tapiscaron y desgranaron; llenaron sus mochilas de maíz; cada uno llevaría unas 70 libras; el peso y el uso del mecapal doblaban sus espaldas y afectaban la visibilidad; confiaban en que eran conocedores del terreno.

Fue cuando se dirigían hacia el buzón donde debían sacar el molino, que escucharon los disparos. Una unidad del ejército había detectado la milpa y se había emboscado en una de las salidas, con tan mala suerte para los viejos que era por donde ellos se dirigían.

Fabio iba a la vanguardia y Xi k’astej en la retaguardia; sus reflejos respondieron de inmediato y se tendieron a tierra, devanándose rápidamente hacia los lados; respondieron al fuego durante unos cinco minutos, pero Fabio recibió un disparo en una pierna; en el muslo derecho; Xi k’astej se percató y empezó a arrastrarlo. La balacera era nutrida, pero los soldados no avanzaban.

Un guerrillero en el monte era como un gato; podía escurrirse entre los zarzales, pasar en medio del jimbal o esconderse durante horas, en un pantano.

Xi k’astej logró arrastrar a Fabio unos 50 metros y meterse bajo la hojarasca húmeda durante más de media hora, tiempo en el que los soldados rastrearon el lugar, pero no los encontraron. Posteriormente los viejos se desplazaron lentamente hacia una pequeña aguada, donde los alcanzó la noche.

Fabio había perdido bastante sangre y ardía en fiebre; Xi k’astej le había aplicado un torniquete, que soltaba cada cierto tiempo para que tuviera circulación. El camino de regreso estaba tomado por el ejército, de manera que, para volver al campamento debían rodear el lugar; en esa ruta eran al menos dos días de camino.

La herida comenzó a infectarse al día siguiente; como Xi k’astej era conocedor de las hierbas le hizo algunas curas y preparados. Por su mente pasó dejarlo escondido e ir por ayuda, pero eso representaba tener que abandonarlo, no sólo bajo el riesgo de que fuera encontrado por los soldados, sino por los propios animales de la selva.

A como pudo se lo echó en la espalda y camino; descansaba cada cierto tiempo; fue necesario, en un momento, cruzar un bajo; una especie de zona pantanosa, con agua, lodo, bejucos de güiscoyol, serpientes y lagartos. El agua casi le llegaba al cuello; Fabio inerte en su espalda. Las mochilas con el maíz habían quedado en el lugar de la emboscada; pero los fusiles, las municiones y los machetes, no podía abandonarlos; se sumaban al peso de Fabio.

En el campamento fueron llorados antes de tiempo. Debían haber regresado el mismo día, aproximadamente a las 3 de la tarde; pero Xi k’astej y su herido, aparecieron dos días después.

Fabio recibió atención inmediata; a pesar de la infección, no perdió la pierna. Siempre contaba aquella historia, con lujo de detalles; Xi k’astej escuchaba y sonreía; -No seas mentiroso Fabio, no fue así, vos ibas desmayado-, le decía.

El campamento recibió el nombre de Xi k’astej, vocablo Kaqchikel que significa: sobrevivir y renacer.

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