Homenaje a mi querido amigo, David Leonard-Vidal

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Créditos: Archivo familiar.
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Juan José Hurtado

09 de agosto 2019

Tengo el gran pesar de que no pude despedirme de “mi mejor amigo de infancia” – como él decía, cuando me presentaba con alguien por primera vez. Un problema de salud lo condujo finalmente al desenlace que tendremos todos. Me dijo una amiga en común que “murió dignamente y sin dolor”, lo cual me reconforta.

Él es uno de mis varios amigos que yo, medio en broma y medio en serio, digo son de “mis amigos que ya se deberían haber muerto”, como reconocimiento a su persistencia y lucha por la vida. Suena duro y no es que les desee la muerte a ninguno de ellos, sino que los procesos “naturales” de sus enfermedades o padecimientos los podrían haber conducido hace rato a ese desenlace fatal; pero no, han sobrevivido, haciendo cosas positivas y disfrutando de la vida. Son inspiración y ejemplo de entereza.

David, en particular, es una persona que siempre he admirado por su inteligencia y su gran corazón. Era muy fuerte en muchos sentidos.
Éramos niños que nos conocimos en el año de 1970 (tendríamos 12 años entonces, en 5º primaria).

Al principio, como me lo ha dicho varias veces, le caí mal pues yo era el niñito recién llegado que regresaba luego de haber estado un tiempo en Estados Unidos en un momento de auge progresista (del movimiento pacifista contra la guerra imperialista en Vietnam, de proclama de la liberación de la mujer, de luchas por los derechos civiles para todas y todos los estadunidenses, por el derecho a la eutanasia, inicios de un movimiento ambientalista y de búsqueda de caminos de “paz y amor”). Con esa influencia, regresaba con el pelo largo, collar de cuentas alrededor del cuello, pantalón acampanado decolorado con cloro y playeras “tie dye” (“teñido anudado”). Además, me gustaba bailar y era de los primeros que en las fiestas sacaba a bailar a mis compañeritas de estudio. Eso último sobre todo era lo que les provocaba envidia pues ya las hormonas comenzaban a hacer lo suyo y todos deseábamos tener una noviecita, aunque fuese solo “de manita sudada”.

Sin embargo, comenzamos a conversar. Encontrábamos que podíamos hablar de asuntos que para nosotros resultaban interesantes: sobre la indestructibilidad de la energía, sobre explicaciones científicas para el origen de la vida, sobre derechos civiles y derechos de las llamadas minorías, y tantos temas más. Nos encantaba filosofar.
A él le gustaba la lectura y a mí también. Hubo otro más, un niño de origen cubano de nombre Jorge Estrada, del cual nunca supimos más luego que se trasladó a otro país, que también compartía nuestras inquietudes intelectuales. Y alrededor de nosotros, se fueron acercando otros amigos.
En un momento dado, creamos nuestro círculo de amigos, que nos autollamábamos “la mafia” – nombre terrible – en un alarde de que “controlábamos” al resto de la clase. Nos las arreglábamos y planificábamos entre nosotros cómo hacer para siempre tener un cargo dentro del aula: él me proponía a mí, yo proponía a otro del grupo y éste otro lo proponía a él.
Las niñas afines crearon también un grupo similar que no sé por qué se llamaron “la Tamarindada”.

David siempre gustó de los deportes y fue aventurero. Jugaba fútbol y la mayor parte del tiempo estaba golpeado o incluso fracturado. Yo, en cambio, era pésimo en los deportes, aunque disfrutaba mucho de nadar. Aun así, a ambos nos gustaba de alguna manera la “aventura” e íbamos bastante a barranquear y también hacíamos deportes acuáticos. Aunque lo cierto es que lo que más ejercitábamos era la lengua y el cerebro.
En esa amistad, conocimos mutuamente a nuestras familias y llegamos a forjar una amistad con ellas y ellos también, al punto que no sólo nos visitábamos en las respectivas casas, sino que pasamos a vivir por temporadas en casa de uno o de otro, motivados por distintas circunstancias. David vivió varios meses en mi casa. Fue parte de la familia, un hijo para mis padres y hermano de los hijos. Yo fui a pasar unas vacaciones a El Salvador, de donde era originaria su mamá y quien se quedó viviendo un tiempo allá, para sostener a sus hijos en Guatemala. También fui a pasar una temporada a casa de David, cuando ya estaba viviendo en Austin, Texas.

Después, circunstancias nos separaron y volvimos a reencontrarnos, pasadas décadas, después de la firma de la Paz. Encontré en él un genuino interés por comprender lo que había hecho durante todos esos años en que no nos vimos y alimentamos la amistad que dura hasta la fecha y por siempre.

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