¿Por qué la juventud está muriendo?

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Créditos: Ana Yañéz
Tiempo de lectura: 4 minutos

De los actos humanos, el suicidio es quizá uno de los más individualistas, sin embargo, es quizá el más condicionado socialmente.

Según consta en los Acuerdos de Paz sobre el reasentamiento de las poblaciones desarraigada por el conflicto armado, el gobierno de Guatemala se comprometió a mejorar la calidad de vida de las poblaciones indígenas, respetando su cultura e implementando planes de desarrollo y autosostenibilidad. Más de veinte años después, los acuerdos continúan siendo letra muerta.

En Quiché se registra la tasa de analfabetismo más alto del país, un 37 por ciento, siguiéndole Alta Verapaz, 36, Chiquimula, 32, y Sololá, con 31 por ciento, para el año 2017. En Alta Verapaz se concentra la mayor cantidad de niños fallecidos debido a desnutrición crónica, siguiéndole los departamentos de Huehuetenango, Chiquimula, San Marcos e Izabal.

ilustración Ana Yañéz

En el informe presentado a finales del año 2018 por el Procurador de los Derechos Humanos, la población de jóvenes entre los 13 y 29 años representa la tercera parte del total de la población, (4, 846,141 personas), la mitad de los cuales vive en el área rural, y el 14.52 por ciento de ellos, en condiciones de pobreza extrema.

El acceso a la educación es escaso o nulo en algunas regiones, donde solamente un 24.7 % de los jóvenes alcanza el nivel diversificado, mientras que un preocupante 24% no sabe leer y escribir.

Como resultado, existe una tasa de desempleo de 3.7 por ciento, según la encuesta Nacional de Empleo e Ingresos del año 2017. Esta cifra es mayor en las mujeres, con 6.2 por ciento, y 2.5 por ciento para los hombres. En cuanto a aquellos que se hayan económicamente activos, se ha registrado que en promedio reciben un salario de Q.1,798, menos que el salario mínimo vigente, asumiendo que la mayor parte de este promedio está representado por los salarios en centros urbanos, con horarios exhaustivos, que no brindan oportunidades de crecimiento.

Aunque es obvio que la falta de acceso a la educación, la salud, y —en general— a condiciones mínimas para llevar una vida digna, inciden en el estado emocional de los jóvenes, tampoco deben descuidarse los factores culturales y los cambios que recientemente han ocurrido en los roles familiares y códigos de valores. Muchos de estos adolescentes han crecido sin sus padres, escuchando de vecinos y familiares la historia del conflicto armado reciente. Sintiéndose marginados dentro de su propia comunidad, siendo testigos de la represión estatal, la falta de oportunidades y el contraste entre su realidad y la sociedad de consumo.

El hecho de que actualmente la mayor parte de suicidios ocurran en los departamentos de Quiché, Alta Verapaz y Sololá, sitios donde la violencia del conflicto armado fue más intensa, pone de manifiesto que el Programa Nacional de Resarcimiento no se ha cumplido.

Mientras tanto, en las zonas urbanas, la relevancia que actualmente tienen las redes sociales por medios electrónicos, en detrimento de la comunicación intrafamiliar y las relaciones humanas reales, ha dado por resultado la pérdida de habilidades de socialización entre los jóvenes y, en consecuencia, fragilidad emocional.

El crimen organizado, la migración, la pobreza y horarios de trabajo, han deteriorado la vida familiar, mientras las iglesias cristianas, con su promesa de felicidad ultraterrena y sentido de resignación ante la injusticia, lejos de ayudar, hacen de cada reunión un acto de conmiseración colectiva.

La tendencia observada en los rangos de edades en que las mujeres se suicidan, entre 16 y 21 años, es muestra de exclusión social y segregación económica, puesto que la falta de educación, la pobreza, la desigualdad laboral, marginan y minimizan el papel de las mujeres dentro de la sociedad. Muchos son los casos en que el suicidio fue la única salida que hallaron ante la violencia ejercida por un padre, esposo o conviviente. Por otra parte, el suicidio de hombres entre 40 y 45 años, puede caracterizarse como casos en que el desempleo y la falta de ingresos provoca la ruptura en las relaciones intrafamiliares. Que ahora tenga como protagonistas a niños menores de diez años, demuestra que no sólo heredamos un país sin oportunidades para la juventud, sino que hemos generado una cultura del desaliento.

Pese a las diferencias en los indicadores de desarrollo humano, el suicidio ha pasado a convertirse en una de las causas de muerte más frecuentes en países donde la sobrevivencia no se encuentra tan comprometida como en Guatemala. Numerosos pensadores se han preocupado de este fenómeno, siendo quizá Emile Durkheim uno de los más citados. En su obra “La división social del trabajo” describe el proceso de socialización humana como resultado del trabajo colectivo, adjudicando a las relaciones sociales la integración de cada individuo y generación de vínculos de empatía. Según esta teoría, el cambio de relaciones laborales en el mundo industrializado impide que los trabajadores socialicen, y más todavía, que se identifiquen con el producto de su trabajo. Ello conduciría a la angustia y depresión en los centros urbanos.

Sin embargo, para otros pensadores, como Theodor Adorno, si bien la pobreza y el abandono tienen como fuente los monopolios internacionales, la pérdida de significado de la vida misma ha pasado a ser una forma de cultura, donde cada individuo sólo puede percibirse como cliente o empleado. E inmersos en un constante fluir de consumo controlado, debemos, en última instancia, renunciar a nuestras pretensiones de felicidad, perdiendo así la dignidad y la autoconciencia. A eso le hemos llamado “madurar”. Pero allá, donde las necesidades y carencias reales van más allá de las poses, la publicidad o cuestionamientos teleológicos, los jóvenes no pueden sentirse integrados.

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