Créditos: ‘Todas’
Tiempo de lectura: 14 minutos

8 de febrero 2019

Primera parte del capítulo escrito por Patricia Simón en el libro Todas. Crónicas de la violencia contra las mujeres (Libros.com)

Ninguna ideología ha asesinado a tantas decenas de millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad como el patriarcado. La asunción de la cultura machista es la que permite que más de 42.000 mujeres sean asesinadas anualmente en el marco de las relaciones de pareja o familiares sin que reparemos en este genocidio por razón de género, sin que lo percibamos así. Solo el feminismo puede frenar esta sangría y la extrema derecha ha venido a impedirlo.

Imagen de portada de ‘Todas’

Esta es la primera parte de un capítulo del libro ‘Todas’ (Libros.com). En los próximos días publicaremos ‘Las víctimas olvidadas’ y ‘Violar para exterminar’, de la misma autora.

Pilar no planeó tener ningún hijo. Ha tenido siete. Como ella, una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física y sexual a manos de sus parejas. Como ella, decenas de millones de mujeres paren criaturas fruto de las violaciones de los que, supuestamente, deberían cuidarlas y quererlas. Y es precisamente por esos hijos por los que la mayoría de ellas aguantan lo indecible hasta que, también en la mayoría de los casos, la violencia cesa cuando uno de los dos muere. Principalmente ellas: la mitad de las mujeres asesinadas en el mundo lo son por sus parejas o por un miembro de sus familias. Ellos, lo hacen de viejos o por otras causas ajenas a sus cónyuges.

Pilar del Álamo tenía 59 años cuando la entrevisté, poco antes de que muriese por un cáncer. Durante casi tres décadas compartió hogar y cama con un hombre que la destrozó física y psicológicamente, que la violaba sistemáticamente, que la recluía en su vivienda durante semanas. Un hombre que dependía de ella económicamente y que cada vez que huía, la encontraba en el rincón del Estado español en el que se hubiese escondido con sus hijos.

«De todo, lo que me hizo más daño no fue la violencia física: los golpes se pasan, los moratones se curan, las puñaladas se cosen y se cierran. Lo peor es el dolor psicológico, este miedo que no consigo quitarme: miedo a estar cerca de hombres y este insomnio que es el miedo a dormir, porque de noche es cuando (las maltratadas) estamos más indefensas. Peor que la violencia psicológica es la sexual. Aún hoy, ocho años después de que muriese, no puedo dormir boca arriba porque sigo temiendo, presintiendo la llegada del ataque».

Nacida en el seno de una humilde familia asturiana, a los catorce años Pilar empezó a militar en la clandestinidad en movimientos obreros y feministas en Gijón. Era plena década de los setenta, cuando gritar la palabra «libertad» se pagaba con cárcel, torturas y persecuciones de los grises, la aterradora policía franquista. Volcada en esas luchas una Pilar adolescente aprendió «que no hay nada más importante que la libertad». Y que ningún miedo podía ser tan grande como para renunciar a ella. Por eso, a los dieciséis se casó con un compañero de partido para «emanciparme, era la única forma de ser libre siendo mujer bajo el régimen franquista». Eran tiempos en los que una mujer no era considerada una ciudadana, sino un ser subordinado a los designios de su padre o su marido: los únicos que le podían dar autorización para abrirse una cuenta bancaria o comprarse una propiedad, por ejemplo. Y como tantas otras mujeres en aquella España, Pilar llegó al matrimonio como una vía hacia la independencia. Aún menor de edad tuvo a su primer hijo, «para el que no estaba preparada y que dudé mucho si tener». Poco después se separaba porque su marido, con el que había acordado el enlace en términos revolucionarios, empezó a exigirle que le sirviese como se esperaba de una esposa. Fue entonces, recién cumplidos los dieciocho, cuando se embarcó en una nueva relación que acabaría con la Pilar que había sido hasta entonces para convertirla en una esclava.

«Lo conocí trabajando con colectivos muy excluidos, muy tocados por la droga. Por mi juventud pensé que podría gestionar aquella relación en la que, desde un principio, hubo problemas porque yo hubiera tenido una vida política y sexual previa. En este tipo de relaciones, la violencia se suele manifestar muy pronto, aunque sea de manera suave o con una bofetada. Y lo primero que hace el maltratador es aislarte de tus familiares y amigos», explica Pilar en un paraje rodeado de montañas, sentadas en medio de un inmenso prado que hemos elegido para que se sienta en un ambiente antagónico de al que fue abducida durante la mayor parte de su vida. 

El aislamiento es el primer paso de un proceso común a la mayoría de las mujeres afectadas por la violencia machista. Cuanto más se consolida el apartamiento, más se envilece la evolución cíclica de intensidad creciente que describen los estudios y que confirma Pilar: «No todo el tiempo hay golpes ni maltrato. Hay momentos incluso de aparente bienestar con la pareja». Una estrategia empleada por los agresores que a menudo se omite en los análisis y que nos permite entender la dinámica por la que, a veces, se dan segundas, terceras o infinitas oportunidades. Pero no sólo.

El aislamiento fue el que llevó también a Virginia Tum a verse encarcelada en su propia casa, donde nos recibió en 2007. Ser mujer, pobre e indígena en su país, Guatemala, es contar prácticamente con todas las papeletas para sufrir todas las discriminaciones imaginables y también esta forma de violencia dirigida contra las mujeres por el mero hecho de serlo. El Observatorio del Grupo de Mujeres de Guatemala estima que han sido asesinadas más de 10.000 mujeres desde el año 2000 y que más del 90% de los casos siguen en la impunidad. Esto sitúa al país centroamericano en la cabecera de los más afectados por los feminicidios, con una media de una mujer asesinada cada 12 horas.

«Sólo fueron tres meses de felicidad y veintitrés años de maltratada. Cuando le preguntaba por qué me pegaba, me contestaba que para que no saliera a la calle. Tenía hijos con varias mujeres y no quería que lo supiera», nos relató Virginia con una mirada tan hundida en los recuerdos como rebosante de lágrimas, mientras rememoraba cómo la levantaba del suelo ahorcándola con las manos en esa misma estancia. Después de cada paliza, días sin poder comer por el dolor en la garganta, por las patadas en el vientre, por su cuerpo reventado y convertido en un mapa de golpes y desprecios.

Habitante de Rabinal, una depauperada ciudad de 50.000 habitantes del aislado estado de Baja Verapaz –en el norte del país–, el caso de Virginia apenas era uno más de los muchos que todo el mundo conocía o directamente sufría. «Tengo cinco hermanas y las cinco han sufrido violencia física, psicológica o sexual. Así que doy gracias por no haberme casado», nos explicó su hermana, Manuela Tum, trabajadora social del Centro de Integración Familiar, una ONG que formaba a jóvenes en oficios a la vez que les dotaba del conocimiento de sus derechos.

Manuela crió sola al hijo que tuvo fruto de una relación de la que el hombre se esfumó en cuanto ella quedó embarazada. Su condición de madre soltera la forzó a hacer grandes esfuerzos para sacar a su niño adelante, como pasar largas temporadas trabajando lejos de él mientras lo cuidaba la abuela. Pero también le permitió desarrollarse como persona y ser la Manuela que todo el mundo saluda a su paso y respeta por su labor para con la comunidad.

Quizás una Manuela es lo que habría necesitado Pilar en su vida: «Mi ilusión es montar una red de solidaridad de mujeres porque el Estado no cumple esa función», explicaba quien pasó por gran parte de las casas de acogida de España a lo largo de estas tres décadas de infierno. «Cuando una mujer huye, la que pierde es ella: pierde su hogar, su entorno, su trabajo… Somos nosotras las que terminamos, de alguna manera, presas en un centro en el que nos convertimos en dependientes para todo, porque no tenemos independencia económica. Y al ser todas mujeres maltratadas se nos estigmatiza porque cualquiera que nos vea ahí sabe lo que hemos vivido. Recuerdo que cuando no tenía que volver porque él amenazaba a mi madre o a uno de mis hijos mayores, lo llegué a hacer porque mis críos me pedían volver a su colegio, con sus amigos, a un entorno que sintieran suyo y seguro. Recuerdo que en uno de estos centros tenía que pelearme con las otras mujeres para conseguir comida para mis hijos».

A raíz de la Ley contra la violencia de género aprobada en 2004 y con la consecuente aceleración de los procesos judiciales contra los acusados por malos tratos, los centros han mejorado sustancialmente pasando de ser concebidos como refugios a centros de recuperación psicosocial de las víctimas. Pero siguen identificándose deficiencias en su funcionamiento y actitudes paternalistas. «Cuando empecé a trabajar como médico forense en 1988 en un juzgado me encontré con situaciones tan absurdas –que se siguen repitiendo– como que los jueces ordenaban protección para que las mujeres pudieran ir a sus casas a recoger sus pertenencias para evitar una posible agresión del maltratador. Es inadmisible. Quien debe sufrir las consecuencias de la violencia es quien la produce: la pulsera de localización geográfica, la reclusión, la condena social… deben recaer sobre el agresor, no sobre la víctima», me explica con su tono pedagógico y pausado Miguel Lorente, uno de los mayores expertos internacionales en violencia machista y exdelegado del gobierno español para esta problemática entre 2008 y 2011.

Pilar aceptó ser entrevistada por la relación de confianza que mantiene con la periodista y porque sabía que es necesario contarlo para «acabar con este sistema patriarcal que sustenta al capitalismo y que nos machaca a todos», repetía. Pero rememorar lo vivido la molía como si volviera a estar siendo apaleada y vejada por su marido. Nunca imaginó que su testimonio, recogido en esta entrevista en vídeo de Píkara Magazine, se convertiría tras su repentina muerte en un testamento vital que sigue proyectándose en universidades y seminarios para demostrarnos los numerosos prejuicios que seguimos albergando sobre la violencia machista.

Esta mujer, que tuvo la fortaleza necesaria para sobrevivir a la tortura diaria durante treinta años – mientras sacaba adelante, sola, a sus siete hijos–, empezó a engordar a raíz de la muerte de su marido. «Debe de ser por la tranquilidad porque apenas como. Las comidas eran una de las excusas para las disputas, así que he cogido odio a la cocina», me explicaba ya relajada y dando cuenta del humor característico de la entrevistada. Precisamente entonces que empezaba y acababa los días con una sonrisa, que se ponía música en casa aunque no pudiera bailar porque le costaba incluso andar, su cuerpo le pasó factura. El cáncer se le reprodujo en el cuerpo como la carcoma en la viga que ha sostenido un hogar durante décadas. El mismo cuerpo que había parido siempre con problemas que habían requerido varios ingresos en la UVI. Tras uno de ellos pidió que le ligaran las trompas para evitar volver a quedarse embarazada. Desoyeron su petición. Otra vez que ella estaba inconsciente por la sedación se lo preguntaron a él, que rechazó la intervención. Quería seguir haciéndole hijos.

A Pilar le diagnosticaron que sus problemas de movilidad tenían un origen neurológico, una de las múltiples afecciones que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha identificado como consecuencias en la salud de las mujeres afectadas por esta violencia que tiene dimensiones de pandemia, como reconoce las Naciones Unidas. Sólo a nivel psicológico, es habitual el estrés postraumático o crónico, la depresión, los trastornos del sueño y de los hábitos alimentarios… A nivel físico, más allá del resultante directo de las agresiones, se suelen desarrollar problemas de salud a largo plazo, afecciones del aparato digestivo, síndromes de dolor crónico, infección pélvica permanente, fístulas…

Quien también terminó enfermando a causa de la violencia machista, en este caso psicológica, fue María (pseudónimo bajo el que protegemos su identidad). Esta profesional licenciada universitaria, con poco más de treinta años y conocedora de los mecanismos de manipulación machistas del amor romántico, nunca imaginó que terminaría sumida en una relación de dependencia a través de las redes sociales. «Era una persona estupenda, con la que podías hablar de todo (…) Un profundo feminista  y de izquierdas, que denunciaba la desigualdad», rememoraba María. Pero, a los dos meses, el supuesto hombre perfecto empezó a dar muestras de su verdadero rostro: le escribía a todas horas y cuando ella le advertía que le estaba agobiando, él se presentaba como una víctima de la «egolatría» de ella, para a continuación pedirle perdón y hacerla sentir culpable. Porque como reza un famoso eslogan feminista «no hay nada más parecido a un machista de derechas que un machista de izquierdas».

«Es como una gota malaya. Si cada día te hace de menos, te ignora, te deja de hablar, te dice que por tu culpa tiene que tomar tranquilizantes, te echa en cara que no le cuentas lo que haces cuando sales, te habla mal de toda tu familia, te dice que él es el único que te hace caso y que te aguanta en un momento en el que estás enferma…. te va destrozando la autoestima», rememora María, que tuvo que acudir a una agente de igualdad de su ayuntamiento para conseguir salir de una depresión que no le permitía salir de la cama. «Me pedía sexo virtual y cuando se lo negaba, me dejaba tirada como un despojo. Yo llegué a asumir sus reproches como si realmente fuese la responsable para que no se enfadase más. Cuanto más lloraba yo, más se crecía él. Un día me dijo que aquellos gritos que me soltaba por teléfono eran poco en comparación con lo que podía llegar a hacerme».

María llegó a perder diez kilos de peso antes de poner punto final a un vínculo que se inició por las redes sociales. Una vía de comunicación que permite a los maltratadores rastrear mucha información personal previamente, lo que aumenta la vulnerabilidad de las posibles víctimas. Unas víctimas que como en el caso de María han convertido su maltrato en un óbice para aumentar su compromiso con la lucha contra las violencias machistas a través de su trabajo y activismo. O como Pilar, cuya lucidez le hizo merecedora de ser nombrada miembro de la ejecutiva de la Corriente Sindical de Izquierdas, un sindicato al que llegó tras quedarse viuda buscando recuperar; en sus palabras, «la persona que soy, mi identidad como mujer, como clase obrera, como persona que tiene unos ideales por los que luché y por los que vuelvo a luchar».

Pilar tuvo que estudiar –literalmente- lo que pasó en España durante las décadas en las que vivió abducida por un calvario. «Ahora estoy con los movimientos sociales de América Latina, que me encantan porque se construyen desde abajo», explicaba ilusionada.

Así es como fuimos reconstruyendo su vida, alternando los fragmentos de desolación con los de esperanza, para que tomase aire, para que tomáramos aire. «Una de las razones por las que ahora soy tan feliz es porque siempre me veía muerta, siempre tuve la seguridad de que me iba a matar. Siempre le dejé claro que me iría cuando mis hijos fueran adultos. Y, claro, en los últimos tiempos estaba aún más obsesionado. Dormía con un cuchillo debajo de la almohada, tenía armas. Era muy peligroso para mí y para mi hija pequeña, que seguía viviendo con nosotros. Yo vivía sabiendo que podía morir en cualquier momento. Así que ahora es como si me hubieran regalado un tiempo con el que no contaba. Por eso tengo que disfrutarlo al máximo», me decía semanas antes de morir con tanta seguridad como falta de aire. Así que respiramos y hablamos de su trabajo con otras mujeres machacadas que se acercaban a ella buscando ayuda y que ahora la encuentran en sus compañeras de la asociación Muyeres en Llucha, que le prometieron en su lecho de muerte que perpetuarían su legado de sororidad.

«Los políticos hablan mucho del Pacto de Estado. Que me digan para qué sirve si tenemos la Ley contra la violencia de género de 2004 y no se cumple. Las mujeres siguen sufriendo la misma indefensión que sufrí yo, así que me importa un bledo la legalidad. Esos políticos que se felicitan tanto por lo avanzado no son conscientes de la soledad y el desconocimiento que arrastran esas mujeres que vienen a mí para saber qué hacer o dónde ir. Estamos en un país donde asesinan a unas 70 mujeres al año, incluso a niños para vengarse de sus madres por haberles dejado… Y lo que hacemos es básicamente manifestarnos cuando ya están muertas, cuando ésa es la punta del iceberg».

Según el Colegio de Abogados de Barcelona, en España sólo se denuncian el 20% de los casos de violencia machista, y sólo en 2017 más de 158.000 mujeres interpusieron una demanda por este motivo en los juzgados españoles. Esto significa que, en nuestro país, más de 790.000 mujeres sufren este tipo de violencia, una cifra que ha aumentado un 33% entre 2006 y 2011, según las Macroencuestas realizadas sobre este tipo de delito. Por adelantarnos a suspicacias: según la Fiscalía General del Estado sólo el 0,017% de las denuncias son falsas.

«Cualquiera que haya sido mujer maltratada sabe que denunciar supone multiplicar la ira del maltratador y que si te coge, lo vas a pagar caro. Y luego está cómo te tratan: yo he estado denunciando en la comisaría mientras los policías se conchababan con él y le ofrecían tabaco. Y la judicatura tiene que cambiar de arriba a abajo», denunciaba Pilar antes de que la sentencia de La Manada  y el #MeToo relanzasen el movimiento feminista.

En España la impunidad por la violencia de género es de un 95%: sólo se condena a un 5% de los maltratadores, según el resultado de los distintos datos de la Fiscalía General del Estado. Además, una de cada tres mujeres asesinadas en 2017 sí había denunciado su situación, pero la Administración no les proveyó de la protección que necesitaban.

Hay que destacar que, frente al retrato estereotipado que se suele hacer de las mujeres víctimas de violencia machista (sumisas, temerosas, dependientes…), especialmente las asesinadas son, en su inmensa mayoría, aquellas que dieron el paso de separarse o que así se lo advirtieron al agresor, a sabiendas de los graves riesgos que conllevaría lo que sus parejas o exparejas interpretarían como un intolerable desafío a su posición de supremacía.

«El factor de mayor riesgo es la separación porque es entonces cuando el hombre se siente cuestionado en su rol de ‘hombre de verdad’. La separación –o el anuncio de la misma– representa el fracaso de los objetivos de la violencia de género: someterlas, dominarlas, que estén bajo sus dictados. Ser denunciados no les cuestiona, sino que es una descripción de sus acciones, por lo que algunos hasta se sienten orgullosos porque entienden que así es como deben actuar. La violencia machista no son crímenes instrumentales –destinados a robar algo, por ejemplo–, sino morales porque están destinados a defender unas ideas, valores….», explica Miguel Lorente en una conversación telefónica que se alarga durante más de una hora y en la que en ningún momento muestra prisas o tendencia a resumir. Miguel ha convertido la lucha contra el machismo en su motor vital, pese a los insultos, las amenazas y campañas de desprestigio que los activistas del machismo –que integra desde anónimos tuiteros a reconocidos escritores y polemistas profesionales– desarrollan a través de medios de comunicación y redes sociales.

Y es que, pese a que lo homicidios por violencia machista representan más del 20% de todos los asesinatos cometidos en España, siguen sin abordarse atajando la raíz del problema: el machismo.

«Si quieres resolver las consecuencias tienes que ir a las causas del origen, no a sus manifestaciones. El machismo es la normalidad, no son conductas puntuales, sino el orden invisible que permite que se generalice el falso discurso de las denuncias falsas, que el 36% de las mujeres que acudieron a la justicia fueran finalmente asesinadas… Toda esa pasividad es la que permite que esos hombres ejerzan la violencia o que se siga diciendo que un vecino que asesinó a su mujer era un hombre normal. Esa normalidad es el machismo, que es la desigualdad. Si se ha entendido que contra ETA o el yihadismo hay que firmar un Pacto de Estado contra el terrorismo –que vaya al origen de las violencias estructurales, de las ideas o de la tradición–, igualmente debería haberse firmado un Pacto de Estado contra el machismo y no contra la violencia de género», dilucida el experto, que intervino ante el Senado y el Congreso en las sesiones dedicadas a la elaboración de este acuerdo que se ha sellado sin que se hayan atendido sus recomendaciones.

«Haber estudiado el marxismo y el feminismo en mi adolescencia me sirvió para entender que el susodicho (así es como Pilar se refería a su difunto marido) también era una pieza más de una sociedad arcaica y patriarcal, por lo que actuaba siguiendo el rol en el que creía: hacerme sentir que él era superior, que podía ser violento sin consecuencias, que yo era su esclava en todos los niveles y que podía hacer conmigo lo que quisiera. Por eso es tan importante que el resto de los hombres no sólo se desmarque de esta violencia, sino que la denuncien públicamente», reflexionaba Pilar.

Algo en lo que coincidía Pilar Sampedro, a la que entrevisté en 2011 para Periodismo Humano. Esta psicóloga, sexóloga y mediadora familiar tiene más de veinte años de experiencia formando a adolescentes en educación afectiva y sexual, atendiendo a víctimas de la violencia machista y a agresores encarcelados en el centro penitenciario asturiano de Villabona: «Estos hombres son producto de nuestra sociedad, por lo que no podemos lavarnos las manos y decir que los metan en la cárcel y ya está. Con ellos trabajamos la asunción de la responsabilidad, el control de la ira, la resolución de los conflictos, la sexualidad…», resumía.

Algo que subrayan los estudios feministas: en la sociedad patriarcal se es hombre cuando se es reconocido como tal por otros hombres. Por eso es fundamental cambiar el consenso establecido sobre el rol de los varones. Pero ello no nos debe llevar a engaño: los agresores han cometido un delito siendo plenamente consciente de lo que hacían y, por tanto, deben cumplir una pena y la reprobación social. «Hasta el Ministerio de Interior del gobierno de Rajoy se encargó de minimizar el significado de la violencia de género, haciendo un estudio sobre los homicidas señalando que muchos son sociópatas o psicópatas, cuando esos son casos marginales. La respuesta es la desigualdad que implica el machismo. Y eso afecta a toda la sociedad», añadía Lorente durante la conversación.

Y cuanto mayor es la relación de desigualdad, mayor la incidencia de la violencia de género: las mujeres con algún tipo de discapacidad la padecen el doble que el resto de las mujeres, un 31% según la Macroencuesta de violencia contra la mujer de 2015. Personas que, en muchos casos, no tienen siquiera la posibilidad de hacérselo saber a nadie por sus limitaciones físicas o psicológicas. Y que, en ocasiones, ha sido a través de sus propios hijos como se ha destapado el drama.

«El maltrato es una forma de relación, es el aire que se respira en la casa, una atmósfera enrarecida, ajena a las necesidades de quienes integran la familia.(…) Cuando se comprende esto, que los malos tratos en la familia son un hecho estructural, el orden del mundo en el que niñas y niños van a crecer, y no un accidente, ni una cadena de desgracias, la idea de que el daño que se refleja en su desarrollo se debe a »ser testigos» es insostenible. Hablamos de infancia y adolescencia víctimas de violencia de género, por exposición a la misma», escribe en el libro Detrás de la pared la psicóloga experta en maltrato infantil Beatriz Atenciano.

*Patricia Simón

Reportera transfronteriza especializada en derechos humanos y enfoque de género. Premio de la Asociación Española de Mujeres de los Medios de Comunicación. Me apasiona tanto viajar para reportear al otro lado del mundo, como descubrir y contar los mundos que conviven en la esquina del barrio.

Fuente: https://www.lamarea.com/2019/02/07/el-genocidio-que-no-cesa/ 

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