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25 de diciembre de 2018

La Navidad de 1994 en el Frente Sur fue inolvidable. Estas fechas tradicionales, de unidad familiar, siempre eran un poco tensas, pues la mayoría de compañeras y compañeros se ponían muy sensibles y era necesario que el trato fuera de mucho tacto. Había que poner atención a los problemas de salud que se incrementaban, algunos de ellos para conseguir un permiso de salida.

Se trataba, de ser posible, que estuviéramos todos juntos en un lugar seguro para pasarla tranquilos, en armonía. Apartarnos un momento de la guerra, sin relajar la seguridad, ese era el reto.

Foto de archivo

El Capitán Leandro no dejaba de sorprendernos; mandó a comprar un cerdo, lo que hizo más alegre la fiesta.

A las 4 de la tarde del 23 de diciembre empezamos a construir un tapesco unos y otros a hervir dos ollas de agua. El cerdo a un lado, amarrado, esperaba su turno.

Poco más tarde dimos paso el engorroso trámite de sacrificar al animalito; luego de los consabidos berridos, lo primero que recibimos fue la sangre, la que preparó el Teniente Silvio con cebolla, ajo y algo de chile.

Con cuchillos afilados y agua hirviendo, procedimos a pelar al cerdo. Un trabajo minucioso, que implicaba tiempo y esfuerzo. Pero todos alegres, disfrutamos el momento.

Foto de archivo

Leandro no era un oficial que se colocara en un nivel superior al de sus combatientes. No. Al contrario, participaba en todo, principalmente en efemérides como esta. Rememoró su infancia. Había trabajado con cocheros.

Descuerado el animal las tareas continuaron dividiéndose; unos pasaron a preparar los chicharrones y las carnitas; Silvio y Pezzarosi conocían la manera de darles el punto para que se esponjaran y tuvieran además un toque especial; la naranja agria era parte del secreto. Otros destazábamos el cerdo y unos más abrían un hoyo para enterrar todo lo que no sirviera.

Cuatro o cinco amanecimos junto al fuego. No recuerdo haber disfrutado mucho de la chicharroneada. El cansancio me había vencido. Muy temprano, Silvio estaba sólo en la cocina, sin sueño y sonriente, preparaba unas cuantas libras de carne adobada.

Ya era 24. La siguiente tarea era la preparación de los tamales, pero no de los del diario, aquellas pelotas de masa “del tamaño del hambre”, como decía el sargento Alcides. Ahora había suficiente carne y los compañeros en turno de cocina se encargaron de arreglar el recado; la masa y el resto de la preparación fue nuevamente responsabilidad colectiva.

Pezzarosi atendió las comunicaciones en los horarios establecidos y recibió mensajes de menor importancia. Me permitió que fuera yo quien comunicara con la Rodri. No había mensaje alguno, sólo un corto saludo para ella y mis hijos. Un rápido: “Los quiero. Que la pasen bien” y una respuesta más fría aún: “igual, igual”.

Ambos sabíamos que en esa vaguedad había un sentimiento mucho más profundo; una forma muy nuestra de mostrar amor y el deseo por volvernos a encontrar, tal vez, algún día, con vida.

Hubiera querido que esa llama oculta fuera transportada por las ondas hertzianas hasta allí, donde ella estaba. Al fin y al cabo el éter, el alma y la electricidad podrían ser la misma cosa.

Pero no. Debía poner los pies en la tierra y sentirme afortunado de haber escuchado su voz. Muchos compañeros y compañeras llevaban ese dolor por dentro. Algunos de ellos ahogarían esa tristeza en unas copas de más.

En el Radio Rastreo también estuvimos expectantes, pero nada extraordinario. Silencio y algunas conversaciones intrascendentes de los radio operadores de turno, a los que se les hacía aburrido mantenerse en su sitio horas y horas, a la espera de que la guerrilla accionara. Nunca olvidaban a “los fantasmas de las navidades pasadas”. De los DT (“delincuentes terroristas”) se podía esperar cualquier cosa, decían.

A eso de las 7.30 de la noche subieron algunos de los colaboradores de mayor confianza. Leandro procedió al acto protocolario, con un mensaje de unidad y hermandad, en el que al mismo tiempo se valoraba la importancia de la lucha revolucionaria, así como del proceso de diálogo y negociación para poner fin al conflicto armado interno.

Sentimientos encontrados brotaban en nuestros corazones; la lejanía de nuestras madres, de nuestros padres y ahora de nuestras compañeras y nuestros hijos, se confundía con la alegría de compartir otra Navidad, otra fiesta, con nuestros hermanos y hermanas de lucha. Aquellos a los que hoy veíamos y tal vez mañana ya no.

Comenzó la música y el baile; al compás de los Tigres del Norte: “La Navidad de los pobres, es más linda que ninguna / porque dios nos acompaña bajo la luz da la luna / porque aunque no haya en la mesa más que un pedazo de pan, sabemos que ha nacido para llenarnos de paz”.

Bailamos, tamaleamos y nos tomamos unos tragos. Nadie se excedió. Amanecimos sin colocar bien nuestros equipos y dormimos un poco durante el día.

Debíamos prepararnos. Luego de dos días de desvelo, descansaríamos el 25. El 26 temprano iniciaríamos la marcha hacia un nuevo campamento.

Foto de archivo

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