Todo fenómeno natural se convierte en tragedia social, mientras haya injusticia

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Créditos: Redes sociales
Tiempo de lectura: 8 minutos

Por: Mauricio José Chaulón Vélez* – Grupo Intergeneracional X

Todo fenómeno natural se convierte en tragedia social, en tanto prevalezcan las condiciones socioeconómicas estructurales de explotación, desigualdad y discriminación. En términos más amplios, la Naturaleza siempre activa sus ciclos de movimiento, como las lluvias, los huracanes, las sequías, los aumentos de temperatura, los terremotos, las erupciones volcánicas, los deshielos, entre otros. La pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿por qué en determinados países los efectos sociales de daños son mínimos, mientras que en un “país” como Guatemala, cualquiera de estos fenómenos es una tragedia de incalculables proporciones? Partiendo de este cuestionamiento crítico, hagamos el análisis de la historia a contrapelo y de la historia contextual.

A inicios de la última década del siglo XX, Francis Fukuyama habló de manera muy ufana en nombre de la intelectualidad neoliberal: para ellos, la desestructuración del bloque soviético era una caída del socialismo, evidenciando que sólo quedaba una vía propicia para el desarrollo de la humanidad, el capitalismo. A esto le llamó Fukuyama, de forma jactanciosa, “el fin de la historia”. Pretendió parodiar a Marx, ironizando sobre el principio del materialismo histórico, el cual dice que la lucha de clases es el motor de la historia.

Sin embargo, ni Fukuyama ni ninguno de los miembros de la Sociedad Mont Pelerin (núcleo duro desde donde se construyeron y promulgaron las ideas neoliberales) quisieron o pudieron ver hacia adelante todas las contradicciones que se agudizaban en aquel momento, debido a que estaban embriagados de un triunfalismo exagerado.

Al negar el materialismo dialéctico, negaban en consecuencia la dialéctica de las sociedades, cosa por demás imposible y que sólo ellos lo creían porque todo lo seguían viendo en los códigos del anticomunismo de la Guerra Fría. Según sus limitadas apreciaciones, si la Unión Soviética dejaba de existir, el sistema de producción capitalista era el virtual ganador y sólo era cuestión de tiempo que otros Estados socialistas cayeran. Empezaron a llevar adelante sus políticas de ajuste estructural.

Fotografía: redes sociales

Las que se hicieron desde los Estados Unidos para América Latina se conocen como “Consenso de Washington”. No obstante, dicho consenso fue absolutamente pasivo, en términos gramscianos. Los gobiernos de los distintos países latinoamericanos, a excepción de Cuba, lo aceptaron sin entrar a discutir. Las razones fueron económicas, de acuerdo a los intereses de sus clases dominantes, e ideológico-políticas, ya que todos se encontraban en el espectro de las derechas.

Pero la dialéctica negada sólo fortalecía a las mismas contradicciones y las agravaba. Esto ha sido una característica de la cultura capitalista, sobre todo en su fase neoliberal y extractivista, que es la que vivimos en la actualidad. El sujeto social es negado y sólo existe el éxito para quien se atreva a buscarlo y conseguirlo. El sueño ya no es el de un mundo justo y mejor, sino de una vida que se mide respecto al consumo.

Lo colectivo sólo encuentra razón en el éxito de cada individuo, exacerbando así el individualismo, mas no la individualidad.  La comunidad está negada, porque resulta peligrosa como organización política y social. Lo común se trata de ocultar, porque lo público debe ser sustituido rápidamente por lo privado. Sin embargo, como parte de la dialéctica, en las sociedades donde los logros de las clases trabajadoras habían sido importantes como producto de las luchas históricas, esto encontró resistencias fuertes.  Fue en los países de las periferias o pobrerías, que las aplicaciones del neoliberalismo se realizaron de forma expedita, desarticulando las luchas sociales y los ejes medulares.

Mientras en América del Sur surgían los socialismos del siglo XXI, en Centroamérica, principalmente en Guatemala y Honduras como bases y cabezas de playa de la hegemonía estadounidense en la región, se fortalecieron las medidas neoliberales. Los Acuerdos de Paz en este “país” nunca entraron en vigor debido a la oposición de la clase dominante y sus grupos aliados conservadores, así como por las acciones del Consenso de Washington. Las luchas sociales se pretendieron sustituir por una institucionalidad precaria, correspondiente al debilitamiento del Estado y las políticas globales de privatización.

La cooperación internacional, como ahora, jugó un papel crucial para dividirnos, sectorizando los objetivos y atomizando las luchas, dejando afuera conceptos básicos como la lucha de clases y haciéndola parecer como algo anacrónico. El sistema mundo se disfrazó de globalización, vendiendo la falsa idea de que el mercado y la homogenización estaban dispuestos a resolverlo todo.

Pero la dialéctica es indetenible, lo mismo que sus contradicciones. La división internacional del trabajo sólo se profundizó, escondiendo sus características históricas, las cuales antes de la entrada del neoliberalismo se miraban más claramente. En las periferias y pobrerías como Guatemala, el modelo agroexportador no cambió sustancialmente. La oligarquía local acrecentó sus negocios en una diversificación de sus latifundios finqueros, dedicándolos a los monocultivos como la caña de azúcar, el café y la palma africana para aceites. También para el ganado vacuno, las hidroeléctricas, la minería, la narcoactividad, las inversiones inmobiliarias y el saqueo del patrimonio.

Esto profundizó la acumulación por despojo, la cual constituye actualmente el mecanismo más directo de acumulación de capital. Esto forma parte de un proceso histórico que se consolida, para el caso de Guatemala, en la Reforma Liberal de 1871.  Siguiendo el modelo del positivismo en la modernidad capitalista, los liberales establecieron políticas para despojar de la tierra a las comunidades indígenas y a los campesinos mestizos. Al convertir el latifundio en la unidad productiva, el Estado se convirtió en una relación social finquera, garante de los intereses de la oligarquía, como nueva clase dominante, y del circuito de las mercancías en el capitalismo mundial. Así, los productores directos, al perder sus tierras por las políticas de despojo representadas como nacionalizaciones estratégicas, pasaron a ser fuerza de trabajo obligada, y se les forzó mediante la ley a trabajar en las fincas.

Los liberales quebraron procesos de organización comunitaria ancestrales, pero también la situación jurídica que a varios pueblos indígenas les protegía en la tenencia de la tierra y la administración de su territorio desde la época colonial y que pervivió durante la dictadura conservadora. Si bien es cierto que esta situación era un paternalismo racista, al menos aseguraba que los denominados “pueblos de indios” (término que fue dado por las Leyes Nuevas de 1542, cuando los pueblos originarios se convirtieron en vasallos tributarios de la Corona española, y por ende reconocidos para proteger la fuerza de trabajo y asegurarla en las haciendas) mantuviesen el acceso a la tierra en condiciones más seguras. Pero el liberalismo republicano rompió eso poco de lo que gozaban las comunidades indígenas.

Sin tierra y sin posibilidades de vender sus productos, los campesinos indígenas y mestizos se convirtieron en mozos colonos de las fincas cafetaleras, algodoneras, ganaderas y cañeras. Así, la Costa Sur y la denominada bocacosta –esta última correspondiente al Suroccidente del “país”- fueron regiones importantes para el modelo de explotación finquera y agroexportadora, el cual sumió en el empobrecimiento a grandes cantidades de personas, desarraigándolos de sus tierras seguras y de sus formas de vida.

En esta región encontramos parte de la cadena volcánica, siendo el Volcán de Fuego uno de los volcanes activos. Por ello es que las aldeas que se encuentran en sus faldas corresponden en gran medida a la dinámica de desarraigo y despojo que el sistema oligarca finquero y el capitalismo mundial han establecido de manera procesual. Durante el último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del XX, miles de familias y pueblos enteros fueron obligados a permanecer en las fincas, por generaciones, en formas de trabajo semifeudal. El único respiro se dio durante la década democrática de 1944-1954, a través de la Ley de Arrendamientos Forzosos y la Reforma Agraria. Sin embargo, la abrupta interrupción del proceso revolucionario debido a la intervención de los Estados Unidos en complicidad con la clase dominante local y sus grupos aliados conservadores, determinó que las condiciones de despojo de tierras continuasen.

Ni siquiera el modelo desarrollista de los inicios de la segunda mitad del siglo XX resolvió la problemática medular de acceso a la tierra, y muchas familias de mozos colonos, dado que se amplió el latifundio en los cultivos intensivos como la caña y el algodón, fueron empujadas a los márgenes de las fincas, en zonas de alto riesgo como laderas, orillas de ríos, quebradas y faldas de volcanes y otras montañas.

La organización popular durante la guerra interna agudizó dicha situación del campesinado. La represión finquera y estatal hizo que muchas personas migrasen dentro y fuera del país, perdiendo los pocos espacios de tierra y de viviendas precarias que tenían dentro de las fincas en las relaciones de colonato. Asimismo, muchos finqueros tomaron represalias contra comunidades de trabajadores, quebrando su tejido social tal y como lo haría en el mismo contexto el ejército, como la institución más poderosa del Estado, a través del genocidio y el etnocidio. Se les despojó de lo poco que tenían en propiedad, y se les conminó a buscar tierras en lugares de riesgo.

Durante el neoliberalismo que se refiere al principio del presente texto, muchas fincas fueron cambiando sus objetivos de producción, de acumulación de capital y de obtención de la máxima cuota de ganancia.  Los turicentros y los proyectos inmobiliarios cambiaron las condiciones de muchas familias campesinas, obligándolas al abandono de la finca como espacio donde se encontraban sus precarias viviendas. También fueron obligadas a convertirse en fuerza de trabajo para servicios, o a migrar para los trabajos temporales y sub empleos, sin condiciones establecidas en el Código de Trabajo. Al mismo tiempo, tuvieron que buscar otros espacios para sobrevivir, siendo muchos de ellos las áreas de riesgo permanente, tal y como sucede en las faldas del Volcán de Fuego.

Esa es la realidad del sujeto invisibilizado y negado en el sistema socioeconómico dominante. Primero, se le invisibiliza a través de la producción, en relaciones semifeudales.  Segundo, se le niega la posibilidad de hacer comunidad, porque su sentido de la misma o es quebrado de múltiples formas, o es representado como innecesario y estorbo al modelo único de desarrollo. Tercero, se le niega como ser, fuera de las condiciones de trabajo. Por medio del racismo y la discriminación, se justifica que debe ser marginado, enviado a las orillas, y hoy sepultado hasta en la búsqueda de sus muertos.

Recién se acaba de declarar “zona cero” el área que cubrió el material expulsado por el Volcán de Fuego. Lo mismo sucedió con Panabaj y El Cambray.  Grandes camposantos por decreto y al mismo tiempo por un sistema socioeconómico de muerte, históricamente establecido y al mismo tiempo garantizado por un Estado que ha sido reducido para servir a los grandes intereses del capital y no a la gente. Por ello, las instituciones como la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) han sido creadas sin contar con reales posibilidades de realizar su trabajo de forma eficiente. Sus presupuestos son bajos y no existe el interés por parte de las autoridades para su pleno funcionamiento. Otras funcionan como espacio para el enriquecimiento ilícito, la paga de favores y como plataformas electorales. El sujeto social que menos interesa es el empobrecido por el mismo sistema. De ahí que el racismo y la discriminación sean ejes de cohesión para que los mecanismos del sistema hegemónico sean eficientes pero sólo para el sistema mismo. La gente que hoy sufre esta tragedia, como tantas otras, no interesa al sistema más que para producir. Ahora, ni siquiera para rescatar sus cuerpos calcinados y menos para rehacer sus vidas como sobrevivientes.

No existen políticas de vivienda, readecuación de espacios dignos y sin riesgos, y de seguridad de todo tipo. El Estado también es sistémico. Y la hegemonía funciona también cuando se activan redes de caridad, que no resuelven nada más que lo inmediato, pero que rápidamente olvidan y dan gracias a Dios de que los que están recolectando para quienes sufren la tragedia, están sanos. El sistema vuelve perversas las mentalidades, y ni cuenta nos damos.

Las redes comunes y comunitarias de ayuda, y que se dirigen a presionar al Estado y al sistema socioeconómico dominante para resolver lo inmediato y lo que viene después para la gente afectada, son otra cosa. Evidencian que la organización debe pasar a la organicidad permanente. Sólo así, es posible enfrentar al sistema en las condiciones que tenemos ahora. Sólo así, la hegemonía irá decolonizándose de las mentalidades, de manera paulatina.

Es innegable que el Estado, al ser garante político del sistema socioeconómico dominante, tratará de ocultar la verdad por medio de la historia oficial. Tratará de responsabilizar a las mismas personas afectadas, acción por demás perversa. Intentará hacer lo mismo con puestos medios y bajos de la CONRED. Esconde ya las cifras reales de muertos, desaparecidos, heridos y afectados de distintas maneras. Esta tragedia es de grandes y gravísimas proporciones. Debiese ser motivo suficiente para sacar del poder a quienes gobiernan el Estado, pero al mismo tiempo a quienes lo sostienen como clase dominante. Es decir, para iniciar un proceso de transformación y contener el proceso de destrucción.

En síntesis, la ineptitud de quienes dirigen el Estado también cuenta. Si es difícil o imposible cambiar la estructura socioeconómica dominante, al menos debiesen de existir los mecanismos eficientes para evitar la tragedia social. Es harta obligación de la administración gubernamental del Estado el proveer todo lo necesario para contener al máximo el riesgo. Con un gobierno como el de Jimmy Morales, ni siquiera eso es posible.

*Mauricio Chaulón
Licenciado en Historia
MSc. en Antropología Social
Universidad de San Carlos de Guatemala
Escuela de Historia Edif. S-1, 3er. Nivel Instituto de Investigaciones Históricas, Antropológicas y Arqueológicas
3180-7357 / 2418-8800
Universidad Rafael Landívar
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Departamento de Investigación
Edif. L, 3er. Nivel Campus Central, Vista Hermosa III z. 16
3180-7357 / 2426-2626 ext. 2749

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