Créditos: Nelton Rivera
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por: Lucrecia Molina Theissen

6 de noviembre de 2011. Aún adolorida por el peso de los recuerdos tristes, sempiternos, de octubre, me pregunté quién era Marco Antonio y me he quedado muda. He hurgado en mi pasado buscando los hilos de su vida y debo confesar que fue muy poco lo que hallé sepultado bajo el dolor, la furia y la impotencia que sigue provocando en mí la sola invocación de su nombre.

Marco Antonio fue hijo de Emma y Carlos, el más pequeño en un hogar en el que había tres niñas de once, nueve y seis años. Mi madre era joven entonces. A sus 32 años y medio estaba dando a luz al cuarto niño, uno que llegó tarde. Su alumbramiento, que estaba previsto para los primeros días de noviembre, se retrasó y no fue sino hasta el 30 que él decidió nacer a eso del mediodía.

Era 1966. Unos meses antes, mi tío Alfredo había sido desaparecido en Zacapa, pero no fue bautizado con su nombre, sino con el del legendario jefe guerrillero Marco Antonio Yon Sosa, uno de los líderes del levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960, a quien mi papá tanto admiraba.

Nuestra existencia transcurría en medio de las limitaciones económicas, los agobios laborales de mi madre, con su doble jornada en la escuela y en la casa, y el desempleo recurrente de mi padre rebelde, el jinete de estrellas, siempre afligido. Más allá de eso, yo ya tenía idea de la persecución y la opresión que se vivía en Guatemala al oír las conversaciones de mi padre y sus amigos y al oírlo llorar durante muchas noches por su hermano.

En ese contexto, en nuestro pequeño universo, Marco Antonio fue el centro de la afectividad familiar. Nuestros días infantiles se iluminaron con la presencia de este niño que, más que juegos, nos demandaba cuidados a las dos hermanas mayores, sobre todo a Eugenia. Celebramos sus típicas gracias de bebito y sus primeras palabras (y las segundas, y las terceras y todas) tanto como sus primeros pasos. “Nono Nina”, así decía cuando le preguntaba su nombre. Tenía unos tres años cuando aprendió a manejar un triciclo con el que, retumbante, atravesaba los cuartos de nuestra vieja casa. Con improvisadas piñatas, en una familia donde el padre no celebraba ni siquiera la navidad, le festejábamos sus cumpleaños en un patio que entonces nos parecía enorme.

Fotografía: Nelton Rivera

Cuando cumplió cinco años, llorando porque dejaba de ser nuestro nenito, fui a dejarlo a la escuela de párvulos que quedaba a una cuadra. La abandonó a los tres días porque se aburría. Era muy lógico: jugando de escuelita, había aprendido a leer y escribir con nuestra hermana más chica. Mi madre me recuerda que usaban como pizarras todas las paredes y puertas de la casa. Entonces, todo lo que escuchaba, lo escribía en el aire muy serio y concentrado, mirando al frente, como si pudiera ver los invisibles trazos que hacía rápidamente con su mano.

Como todos los niños del mundo, usó pantalón corto, odiaba los besos, perdió los dientes, hizo tareas, jugó futbol, le encantaba el paté, anduvo en patineta, iba todos los días a la escuela con mi madre. Más grande, se iba en bicicleta a estudiar a la biblioteca de la Universidad de San Carlos y le encantaron las dos primeras películas de la guerra de las galaxias. Le gustaba leer, dibujar y oír música. Le hizo una canción a Filomena (“gorda y buena”), una pata blanca que vivía en el patio que, en cuanto pudo, huyó volando. Cuando instauramos la celebración de navidad en casa –ya más grandes las hijas- era él quien se encargaba de hacer el nacimiento. Tenía que estar listo para su cumpleaños. Con cajas de cartón, fabricaba las casitas y ranchos que ponía en el pesebre. Pintadas con colores alegres, en el vecindario vendía las que le sobraban, anunciándolas en la ventana de la sala. Con mis primeros sueldos humildes, de maestra, le compré acuarelas y crayones, además de juguetes.

Mi papá, temeroso, anticipando quizá lo que sucedió, lo sobreprotegía y lo limitaba. A escondidas de él y con la complicidad de todas nosotras, incluyendo a mi mamá, Marco Antonio se integró a un equipo de futbol. Cuando entró a la secundaria, no quiso que estudiara en la Normal sino que lo inscribió en un colegio privado cercano a la casa, lo que lo enojó mucho. No iba, se quedaba jugando en la calle, hasta que entendió que no podía hacer eso sin perjudicarse. El año que fue desaparecido por la G2 del ejército, estaba terminando el tercero básico; era el abanderado y ya había anunciado que se iba a estudiar al Técnico Vocacional. Desde muy pequeño, quería ser ingeniero para hacerle una casa a mi mamá; fue con su diseño que se le dio forma a la que hubo que construir después del terremoto de febrero de 1976.

Este muchacho tranquilo, estudioso, alegre, que me ponía apodos risueños, del que tristemente ya no recuerdo el timbre de su voz aunque sigo llena de su ausencia, este niño que nos fue arrebatado, tuvo el temple de quedarse callado frente a sus captores. Marco Antonio sabía con quien estaba Emma, que había huido el día antes del cuartel Manuel Lisandro Barillas, de Quetzaltenango. Con su silencio protegió la vida de su hermana y de quien la había resguardado.

Yo no sé qué le hicieron. Por treinta años, las imágenes más terribles de su sufrimiento me han perseguido. Tampoco sé a dónde lo llevaron ni como lo mataron. De lo que sí estoy segura plenamente es que, en esos días de octubre de 1981, el poderoso y letal ejército guatemalteco fue derrotado por la valentía de un niño, que se calló lo que los malditos querían saber, y de su hermana, que tampoco habló y, después de nueve días de indecibles sufrimientos que le fueron infligidos por matones uniformados sin piedad alguna, tuvo la fuerza colosal para salvar su vida. A ninguno de los dos lograron arrancarles una sola palabra delatora, no vencieron su determinación. Inermes e indefensos, mi hermana y mi hermano no se doblegaron ante los esbirros, los torturadores, los G2, los criminales del ejército más sanguinario de esta parte del mundo.

Un pequeño consuelo frente a una enorme tragedia, pero consuelo al fin. Recordarlo, pensar en ello ahora, me ha hecho ver nítidamente que, más que cualquier palabra, esto dice quien fue Marco Antonio y en qué clase de hombre se hubiera convertido.

Por un momento, experimenté una vaga sensación de triunfo. Eso fue anoche. Hoy ya es otro día, frío y muy nublado; una neblina espesa opaca las siluetas de los árboles y el fantasioso sentimiento de triunfo cedió el paso a un legítimo orgullo por mi hermano y mi hermana, por sus vidas y por su valentía. A Marco Antonio, por primera vez en todo este tiempo, dejé de verlo atrapado para siempre en el momento terrorífico de su captura.

Nuevamente es de noche. Llueve desde hace horas y hace frío. Tras las pesadas nubes se oculta una brillante luna llena, perfecta. Del mismo modo, mi hermano permanece en mi espíritu; así como a la luna, también a él lo adivino, sonriente, hermoso, vivo, bajo los difíciles sentimientos que me provocó su desaparición. Pese a su ausencia, de la que seguiré llena, hoy, desde mi corazón, Marco Antonio sonríe.

AUSENCIA

(Un poema de Jorge Luis Borges que describe mucho de lo que siento)

Habré de levantar la vasta vida

Que aún ahora es tu espejo:

Cada mañana habré de reconstruirla.

 

Desde que te alejaste,

Cuántos lugares se han tornado vanos

y sin sentido, iguales

a luces en el día.

 

Tardes que fueron nichos de tu imagen,

Músicas en que siempre me aguardabas,

Palabras de aquel tiempo,

Yo tendré que quebrarlas con mis manos.

 

¿En qué hondonada esconderé mi alma

para que no vea tu ausencia

que como un sol terrible, sin ocaso,

brilla definitiva y despiadada?

 

Tu ausencia me rodea

como la cuerda a la garganta,

el mar al que se hunde.

 

Tomado de Fervore de Buenos Aires

Adelphi Edizione, Milán, 2010.

Fuente: blog cartas a Marco Antonio

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