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Por: Ramón H Benjamin

Hace 2 días cerraron las urnas en Honduras y todavía el Tribunal Supremo Electoral no anuncia oficialmente un ganador a nivel presidencial.

Este hecho se suma a una serie de irregularidades denunciadas, como la compra de votos, el llenado de urnas, la alteración del padrón, el cierre de centros de votación, entre otros, que buscaban favorecer al Partido Nacional, del presidente actual, Juan Orlando Hernández, quien perseguía la reelección a pesar de estar prohibida constitucionalmente.

Los resultados parciales entregados -tarde- por el TSE mostraban una clara ventaja de la Alianza de Oposición, calificada como estadísticamente irreversible por especialistas y reconocida por el candidato presidencial del Partido Liberal, Luis Zelaya, quien ocupa el tercer lugar en las votaciones.

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Aparentemente, la dificultad de revertir mediante el fraude una votación tan ampliamente en contra a nivel presidencial, hace demorar el anuncio de resultados mientras se busca asegurar, también a través de actos fraudulentos, una cuota de poder en el Congreso,  suficiente para frenar los cambios exigidos por la comunidad hondureña y abrir el camino a un eventual golpe de estado con apariencia institucional, como es “moda” en los países de Nuestra América cuando se salen del guión de Washington.

Todo lo anterior, sin entrar a considerar el rol que puedan jugar las fuerzas armadas en el país.

En resumen, hay que mantener la atención desde afuera en apoyo a las manifestaciones que se desarrollan adentro, para exigir que se respete esta expresión de la voluntad popular que busca una salida pacífica a la larga noche de violencia, muerte y despojo que empezó con el golpe militar del 28 de junio de 2009, sostenido -es necesario recordar- desde las bases militares estadounidenses en territorio hondureño y desde las altas esferas de gobierno, el Departamento de Estado para ser exacto, a cargo de Hillary Clinton para ser más exacto, de los Estados Unidos de América.

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