Créditos: Internet.
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Texto: Ollantay Itzamná

Cada vez que puedo, donde me encuentre, acudo a los congresos o encuentros de intelectuales y académicos para escuchar y observar los hallazgos científicos que ahí se socializan.

No siempre es posible ni fácil para mí acceder a dichas constelaciones, puesto que si no son económicamente exclusivas, culturalmente no están hechas para los “mal pensantes” o para quienes “sospechan” del método y conocimientos hegemónicos.

Históricamente fue en la Francia de finales del siglo XIX donde el término intelectual se socializó, relacionado con las personas letradas que protestaron contra el encarcelamiento injusto del militar alsaciano francés Alfred Dreyfus, acusado de entregar información secreta al Estado enemigo. La prensa escrita de aquel entonces los denominó intelectuales.

La filosofía liberal entiende por intelectual a las personas reflexivas que analizan e intentan explicar las coyunturas, con base en sus conocimientos históricos y teóricos, y sus herramientas de interpretación.

Para la filosofía marxista, intelectual es la persona que analiza la realidad con categorías socioeconómicas y con fines de transformaciones estructurales. A inicios del pasado siglo, Antonio Gramsci acuñó el término de intelectual orgánico para referirse a las personas que integran la reflexión analítica de la realidad con el compromiso organizativo para transformarla.

En los últimos tiempos, ante la globalización del sistema neoliberal y la corporativización de las universidades y de los centros de investigación, la cooptación y el sometimiento disciplinario de analistas e intelectuales, realizado por los poderes económicos hegemónicos, se ha hecho más visible. Al grado que ellos se han convertido en replicadores y defensores del desbordante desorden establecido por dichos poderes.

Las universidades y centros de investigación copian y reproducen categorías analíticas y significados construidos en otras épocas y en otras latitudes como contenedores universales para aproximarse y explicar realidades diametralmente diversas. Al grado de convertir a sus investigadores e intelectuales en replicadores descontextualizados de conglomerados que citan textos de autores europeos o norteamericanos.

Los investigadores y analistas, equipados de mapas mentales prefabricados, irrumpen en el “campo” y se esfuerzan en “explicar” realidades sociales inéditas que poco o nada tienen que ver con las realidades donde se formularon dichos mapas mentales.

Al final, lejos de acompañar y de orientar procesos de transformaciones sociales, sus hallazgos investigativos no pocas veces son utilizados para explicar y argumentar las teorías a las que se adscriben. No es nada raro oír a académicas e intelectuales autodefinirse con orgullo como discípulas encadenadas a algún autor o autora “desconocida”.

De esta manera, no sólo terminan encadenados a categorías o significados construidos en otras latitudes, sino autoaislados en constelaciones cerradas y disminuidas numéricamente, como una especie en proceso de extinción en un planeta en una debacle que exige a gritos profetas e iconoclastas por todas partes.

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