Créditos: Juan José Guillén / Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Espartaco Rosales

Parte de mi niñez y adolescencia están marcados por interrupciones abruptas. Se trata de círculos que no llegaron a cerrarse, de puertas que se quedaron abiertas, de cristales rotos intempestivamente. Y cada etapa que se quedaba abierta, estaba sellada por el miedo y el silencio.

El miedo se presentó en camiones militares que aparecían de pronto, en la esquina de cualquier calle de la capital guatemalteca a realizar cateos, allanamientos y vejaciones. El miedo surgió en marchas marciales, por la radio, que interrumpían el curso de la vida para anunciar la sustitución de un jefe militar y la llegada de otro. El miedo estaba en cada cuadra, en el parque, camino a la escuela.

El miedo, después, tomó la forma de un general golpista que todos los domingos, por la noche, aparecía en la pantalla de televisión e invadía el hogar. Se dirigía directamente al público, como si estuviera en casa, y acusaba con el dedo y vociferaba y regañaba.

Con el paso de los años, aquel rostro reapareció una y otra vez y su presencia se convirtió en cotidianidad permanente. La misma voz, el mismo tono. La misma elocuencia. Sin embargo, el miedo dio lugar a la reflexión, al análisis y a la decisión definitiva de oponerme a lo que aquel hombre representaba y, sobre todo, a los intereses cupulares mezquinos y caducos que defendía.

Hace 10 años, el rostro transfigurado, desencajado, del hoy anciano militar, apareció en fotografías que rápidamente se propagaron por todo el mundo. Un juicio histórico lo había condenado a 80 años de prisión, al ser encontrado culpable de ordenar el genocidio de la etnia ixil guatemalteca.[1]

Sus ojos denotaban desorientación, trastorno. Se hallaba fuera de lugar, pues estaba atravesando una línea imaginaria que nunca sospechó cruzar: pasó del lado oscuro de la impunidad, al recién encendido foco de la justicia guatemalteca.

La imagen me hizo recordar el tiempo del miedo, pero también el de la esperanza. Me hizo pensar en quienes tomaron un clavel alguna vez y marcharon por las calles o las carreteras de Guatemala. Me hizo pensar en quienes gritaron con el puño en alto, en quienes fueron asesinados y también en los que sobrevivieron. Me hizo pensar en quienes perdieron todos sus derechos y se quedaron sin nada y en quienes, hasta el final, siempre han creído que el verdadero cambio, en un país como Guatemala, es posible.

La sentencia emitida tiene varias aristas. Por un lado, el general vivía su propio laberinto en una pequeña celda, en un cuartel militar. Él y su equipo de abogados intentaron, desde luego, modificar la sentencia y asistimos a la trágica cancelación del fallo y al intento por querer negar, una vez más, la historia.

Presenciamos esa realidad terrible en la que la justicia responde a los intereses del status quo, y se queda anclada en el pasado o responde al dictado de una clase que detenta el poder y que lo usa. Pero aun así, se trató de un intento vano, vacío, muerto, pues la historia no marcha nunca hacia atrás.

Por otro lado, debe darse valor a esa parte de la sentencia que tuvo que ver con el resarcimiento. No se trata de algo menor ni mucho menos.

Finalmente, no hay que pasar por alto que quienes utilizaron al general y lo pusieron allí —para que defendiera sus intereses y se manchara las manos de sangre, con su anuencia—, se han exhibido solos. La oligarquía de antes —y la de ahora—, también es culpable (lo cual obliga a prevenirse, pues siempre es probable el coletazo del monstruo herido).

Gracias a una fiscal merecedora del respeto y la admiración más profunda, gracias a la labor de jueces que actuaron de forma impecable y gracias al testimonio valiente de quienes subieron al estrado para hacernos más humanos, el delgado velo del silencio se ha roto, y en el rostro de Guatemala se asoma, una vez más, una veta de esperanza.

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