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Por: Patricia Cortez Bendfeldt

La madre de una persona que es importante en mi vida jamás ocultó su racismo.

¿Por qué iba a hacerlo? era una mujer de mediana edad, ladina, “de pueblo” acostumbrada a su privilegio y sin cuestionarse nada.

En una ocasión, mientras le ayudaba a servir el almuerzo me dijo “no creí que estuviera acostumbrada a esto, como su papá es natural”.

No niego que lo sentí como un golpe, mi padre está acostumbrado al racismo, yo no tanto.

Vivimos cabalgando entre el racismo y el odio, en la cuerda floja en donde un gesto, una palabra, un prejuicio, un “hecho” pueden lastimar al vecino y de hecho, lo harán.

No recuerdo las veces que he sentido un “trágame tierra” después de decir algo y recibir una mirada dura y agresiva que me dice claramente “no entendiste nada y estás siendo racista”.

Y es que cuesta, cuesta no tener ese tipo de actitudes y lo decimos sin ver.

A mí, en realidad, me molesta más ver como el purismo, el “yo no lo haría” el absurdo y enfermo mesianismo que se enoja con el padre y lo “reprende” (bueno, eso hacen los millenials)

La mujer que me dijo eso no lo hizo por maldad, jamás conocí a una mujer más buena y decente que ella y allí estuve en el momento de su muerte, porque no puedo dejar que el racismo aprendido me separe de quienes amo y a quienes admiro.

¿En serio no se han dado cuenta de las veces que se les fue una frase aprendida totalmente racista?

¿En serio no se han dado cuenta que TODOS LOS ÍDOLOS TIENEN PIES DE BARRO?

 

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