“¡Los jóvenes de barrios pobres son todos mareros!”: mito detestable

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Créditos: Jovenes
Tiempo de lectura: 44 minutos

Por: Marcelo Colussi

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“Prevención no es poner más policías. A nosotros eso no nos sirve. Yo no me siento seguro teniendo policías cerca. No les tengo ninguna confianza, porque no tienen la capacidad de trabajar bien: sólo saben pegar”.

Joven de la Colonia El Limón, Zona 18, ciudad de Guatemala

Introducción

Existe un generalizado prejuicio que identifica “joven de barrio pobre” con “delincuente”; y, por extensión: “marero”. La realidad enseña que no es así: la gran mayoría de jóvenes de estos sectores NO ingresa en una pandilla. En todo caso, busca sobrevivir como puede. Y en esa sobrevivencia se encuentra, como una posibilidad siempre presente, el viajar en condiciones irregulares como migrante ilegal a Estados Unidos.

Si se analiza pormenorizadamente el fenómeno de la violencia juvenil y de las maras, dándole la palabra a la población de las barriadas pobres donde actúan estos jóvenes transgresores, se encuentran interesantes respuestas, y consecuentemente, posibles líneas de acción para enfrentar el problema.

¿Por qué un/a joven no se integra a una mara? Porque, es urgente decirlo desde un inicio para despejar el equívoco, solo algunos/as jóvenes de los sectores más humildes de la ciudad se integran a maras. Un 10%, aproximadamente. El resto no lo hace.

No hay dudas que ciertas colonias (para el caso, hablaremos de dos sectores arquetípicos: Colonia El Limón, zona 18, y El Mezquital, en Villa Nueva, colindante con la ciudad de Guatemala) son especialmente violentas, y están ganadas por las pandillas juveniles. Si se habla francamente con la población de estas barriadas pobres, se ve que es un mito detestable aquello de “joven de barrio pobre es igual a marero”.

La gente de estos sectores responde en términos conservadores, como puede, al ataque de la violencia. En todo caso, lo que más se encuentra es la evitación, tanto en adultos como en jóvenes. Ingresar en una mara significa muchos problemas: la cárcel o la muerte están siempre presentes, siendo casi forzosamente el destino ineluctable. De ahí que la amplia mayoría de jóvenes no busca integrarse. ¿Por qué? Porque prima la “normalidad”.

¿Qué significa eso? La pregunta de por qué un joven no se integra en una pandilla tiene como respuesta algo más bien normativo: la población, en todas partes del mundo, en cualquier contexto y momento histórico, se integra al colectivo social.

Fotografía: atd-cuartomundo.org

Dicho de otra forma: la sociedad nos vuelve “normales”, nos incorpora a las reglas de juego que determinan la cultura a la que se pertenece. No es una cuestión de decisión personal sino que eso actúa trans-individualmente. Ser “uno más” de la serie es asumir las pautas, valores, formas y demás elementos que configuran una determinada sociedad en un tiempo y en un espacio concreto. Ingresar a esos códigos es ser “normal”. La evidencia demuestra que siempre se cumple eso: el 99% de los individuos hace parte de ese colectivo.

Solo una muy pequeña proporción de sujetos no puede cumplir con ese pasaje a la normativa social; ahí tenemos entonces un 1% de psicópatas (o perversos, o sociópatas), es decir: seres humanos que no terminan de incorporarse a las reglas de convivencia –de ahí que sean transgresores: pueden matar, robar, violar, estafar, etc., sin ningún sentimiento de culpa– y una tasa mínima (0.1%) de psicóticos –sujetos que no terminaron de “humanizarse”, que viven en su mundo cerrado del delirio y la alucinación, fuera de lo asumido como normalidad–.

Debe indicarse rápidamente, para evitar equívocos, que el joven que forma una pandilla no es un “enfermo mental”, un psicópata. O no necesariamente. Sin dudas hay características subjetivas distintivas que permiten que entre en ese código y ahí se encuentre bien. Pero en ese ingreso participa un entrecruzamiento de factores: además de su específico y singular perfil subjetivo hay un clima de violencia y una presión de grupo que lo estimulan/facilitan. Por supuesto que determinadas características subjetivas, psicológicas, son necesarias para que alguien dé el salto y decir entrar en una pandilla. No cualquiera lo hace; no cualquiera está en condiciones psicológicas de hacerlo. Hoy día, por ejemplo, el acto iniciático para ingresar consiste en asesinar a un familiar. Obviamente no cualquier persona tiene el perfil psicológico que le permite hacer eso.

Pero una arista psicológica sola, para el caso psicopatológica, no termina de explicar un fenómeno tan complejo como las maras. A ello deben adicionársele  otros factores. Junto a lo anterior, la impunidad reinante permite el desarrollo de estos grupos como clara demostración de transgresión. Las maras no constituyen, en modo alguno, una afrenta transformadora de la realidad social, una propuesta subversiva, pero sí son un desafío a los códigos sociales (matan, roban, extorsionan, violan: es decir, hacen de la violencia una herramienta cotidiana, aterrorizando así al colectivo, que los observa temeroso). Como en todo complejo fenómeno social: una lectura psicopatológica es incompleta, parcial, o incluso peligrosa. Debe dimensionarse la situación en el marco de la multicausalidad. La psicología cuenta, pero no lo puede explicar todo.

En síntesis: un joven no se integra a una mara porque la gran mayoría de la población entra en las normas (99% decíamos). De todos modos, en las tristemente conocidas como “áreas rojas” –y en general en cualquier sector mal llamado “marginal” de la ciudad capital– la violencia está a flor de piel y es escandalosamente evidente.

Pero debe hacerse una doble consideración: por un lado, los jóvenes que integran una mara son minoría. La amplia mayoría no lo hace. Trata de sobrevivir en el medio de la adversidad, manteniendo una maniobra entre prudente distancia e interacción cordial con la mara, buscando sus propias formas de vida consideradas normales: trabajo, estudio, conformación de una familia. Es decir: reproduciendo el sistema. Eso, en definitiva, es la normalidad.

En todo caso, hay una forzada situación de “complicidad”, entendible también en la lógica de sobrevivencia. Jóvenes no-mareros que se criaron juntos con los actuales mareros, que compartieron espacios en la infancia, no pueden separarse tajantemente de aquellos que, en la adolescencia, optaron por la pandilla. No pueden ni quieren convertirse en acusadores, porque hay un obligado silencio para salvaguardar la propia vida. Se le sonríe a la pandilla y se busca tener una actitud amable para con ella sin tener una conducta de ataque, denuncia o linchamiento (en las colonias que mencionaremos a título de ejemplo prácticamente nunca se han realizado linchamientos de pandilleros, salvo algún caso excepcional).

Por otro lado: todos somos víctimas, en mayor o menor medida, de un discurso mediático sesgado, que hace de las colonias pobres, y más aún de sus jóvenes, un potencial peligro. Y si están tatuados… ¡absolutamente peor! Ese discurso, definitivamente ideológico (es decir: con agenda oculta) se muestra totalmente viciado desde una lectura crítica desde las ciencias sociales.

Los jóvenes integrados en maras son minoría, y las maras no son precisamente el “demonio” que presenta la prensa comercial. “La insistente prédica de los medios masivos de comunicación ya desde hace años nos convenció que la violencia (identificada sin más con delincuencia) nos tiene de rodillas. De esa cuenta, sin análisis crítico de la cuestión, las maras se han venido presentando en forma creciente como uno de los grandes problemas nacionales. Por cierto, eso está sobredimensionado. Una simple lectura de los hechos indica que, en todo caso, el problema de fondo no son estos jóvenes en sí mismos sino las causas por las que se convierten en transgresores. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta cuántos mareros hay. Llamativo, sin dudas. Las estimaciones van desde 3,000 hasta 200,000. Si de un problema de tal magnitud nacional se trata, ¿cómo sería posible que nadie tenga datos ciertos?” (IPNUSAC: 2014)

¿Por qué un joven de estas colonias no se integra a las pandillas? O, igualmente, podría preguntarse al revés: ¿por qué un joven se integra? Incluso también: ¿por qué jóvenes de escasos recursos de otras colonias (trabajadores, clase media baja) no se integran?

La respuesta nos da una pista muy importante: se integra, como ya se dijo más arriba, por una sumatoria de factores donde lo que resalta es su situación de “precariedad afectiva” en el seno familiar. Es decir: ante una familia disfuncional que no lo acoge, que no lo humaniza/socializa convenientemente, busca una familia sustituta en la pandilla. Y por cierto la encuentra.

A ello se suma una cultura de violencia generalizada que sirve como caldo de cultivo de la propagación de conductas transgresoras. La mara, en tal sentido, es una expresión, un síntoma de una suma de violencias: violencia estructural que condena a grandes mayorías a condiciones de vida muy precarias, impunidad que ratifica que se puede hacer cualquier cosa (como históricamente vienen haciendo los factores de poder) sin consecuencias legales, pérdida de respeto a la vida humana (venimos del conflicto más cruento de América Latina, con un caudal de muertos, heridos y desaparecidos impresionante, donde la “pedagogía del terror” vivida en la guerra dejó huellas indelebles en la población).

De ese modo, un joven no pasa a formar parte de estas estructuras transgresoras y delincuenciales que constituyen las maras porque desea ahorrarse problemas, porque la mara le representa un peligro, porque la racionalidad de la cultura dominante de la que hace parte (léase: la “normalidad”) puede más que la adrenalina y el placer de la “fruta prohibida” que representa el ingreso a estas familias sustitutas y la ilusión de detentar alguna cuota de poder, dada su falta de “empoderamiento” inicial. En otros términos: no ingresa a la mara “porque no se atreve”. Pero eso, hay que apurarse a aclarar, en modo alguno constituye una posible salida al problema, una solución a la violencia. Es, simplemente, un mecanismo de afrontamiento de la realidad, una estrategia de sobrevivencia. La solución (o, en todo caso, el complejo articulado de medidas que podrían funcionar como principio de solución) debe ser un entramado de acciones, donde el Estado tiene un gran responsabilidad.

Lo que es evidente es que la violencia vivida en las calles de las colonias “productoras” de mareros tiene como una de sus principales causas la violencia experimentada en los hogares. Con esto nos referimos a los modelos de violencia machista-patriarcal imperante en cada hogar. Ello se visualiza como el otro caldo de cultivo promotor de maras (llamémoslo subjetivo, familiar, interno) junto al caldo de cultivo que podría llamarse colectivo o social (externo): la cultura de violencia imperante, producto de la guerra recién vivida –eufemísticamente llamada conflicto armado interno–, pero que en realidad responde a una historia de violencia estructural de siglos, normalizada ya)[1].

La supuesta fortaleza de los jóvenes para no incluirse en una mara va de la mano de la noción de resiliencia –concepto discutible[3]– en tanto expresión de un “espíritu de sobreponerse a las adversidades”.

Más que esa fortaleza, lo que destaca son las causas estructurales, de lo que puede deducirse que, además de las condiciones externas propiciadoras de violencia (pobreza generalizada, cultura de violencia histórica, falta de posibilidades de desarrollo), debe tener un peso específico muy especial el trabajo contra la falta de normativa familiar por efecto de ese machismo-patriarcal imperante, sumado a las condiciones concretas de vida (muchos padres varones ausentes, madres que trabajan todo el día, por tanto muy poco cuidado de los hijos, alcoholismo muy frecuentemente presente, confusión entre disciplina y castigo).

De ahí, del trabajo puntual contra la cultura machista-patriarcal dominante, puede desprenderse una política pública; en otros términos: apuntar a esa cultura de violencia doméstica y machista como un verdadero problema social donde el Estado tiene la obligación de intervenir.

Causas de la violencia

Es una sumatoria de causas. En general la población de las colonias donde se da el fenómeno de las maras habla de la violencia en relación a las acciones de estos grupos juveniles, presentando las siguientes causas:

  • Violencia intrafamiliar
  • Cultura de violencia generalizada en la comunidad y en el país
  • Desprotección de niños y jóvenes dentro de algunas familias
  • Escasa y mala educación
  • Falta de empleo
  • Tentación por el “dinero fácil”
  • Tiempos libres sin ninguna actividad
  • Discriminación social fuera de la colonia

Violencia intrafamiliar

Se constatan patrones de enorme violencia hogareña ya naturalizados, aceptados como normales. El machismo-patriarcal imperante se impone en la vida familiar, reproduciéndose continuamente. Romper esos esquemas se ve como sumamente difícil; la cultura dominante, e incluso la institucionalidad establecida, refuerzan a diario esos paradigmas. En general fueron mujeres y algunos jóvenes (varones y mujeres), junto a algunos pocos varones adultos, quienes ven en esto una muy importante fuente de la violencia juvenil y el auge de maras.

“Si los niños ven violencia en su casa, después lo reflejan en la calle. Ahí nacen los problemas”, comentó una vecina en El Limón. Otro tanto indicó una lideresa en El Mezquital: “Hay bastante violencia intrafamiliar, y eso ayuda a que un joven se salga de la casa para integrarse a una pandilla, porque ahí le dicen que lo van a tratar bien. Entonces el joven se ilusiona y se mete”. Y lo mismo dijo una vecina de El Mezquital: “La violencia de la calle viene de la violencia que reciben en la casa; si los padres no los atienden bien, se van con las pandillas”.

Esta violencia, poco denunciada, en general escondida o a veces incluso no vista como particular problema, está en la base de todos los casos de jóvenes integrados a pandillas.

“Los muchachos que están en maras vienen fundamentalmente de hogares desintegrados. Por eso después se meten en pandillas”, expresó un líder comunitario en El Limón. Testimonios similares abundaron en todas las entrevistas y grupos focales: “En las casas hay mucha violencia intrafamiliar. Eso habría que trabajarlo; habría que educar a los padres para que no haya violencia con sus hijos” (Vecino de El Limón). “Hay machismo, y eso habría que ir eliminándolo. Son más hombres que mujeres las que se meten en estas cosas de delincuencia” (Vecina de El Mezquital).

Una lideresa de El Limón comentó: “Se ve mucha violencia intrafamiliar. De ahí viene todo: de hogares separados o con mucha violencia salen los muchachos que se meten a estas cosas. Hay mucha violencia con los niños, y eso prepara las condiciones para que luego un joven se meta en pandillas, porque sigue la violencia”. Es a partir de esta reiterada constatación que se debería trabajar fuertemente el tema de la violencia intrafamiliar como uno de los lineamientos de una posible política pública en el tema.

Cultura de violencia generalizada en la comunidad y en el país

La violencia, en general ligada a homicidios y actos delictivos (extorsión, robo) es un fenómeno que se extiende uniformemente por todos lados. Si bien nadie la justifica, y muchos menos la avala, se parte de tomarla como un hecho cotidiano, incorporado en la vida diaria. Lo curioso es que en prácticamente toda la población de los sectores empobrecidos de la ciudad capital aparece la idea que la violencia no es propia, no viene originariamente nunca de su comunidad, sino que ahí “la trajeron” otros, invasores, gente de otras colonias. Es común escuchar que en ese sector puntual no hay violencia sino en el vecino. Podría entenderse esto como mecanismos psicológicos de negación, de evitación.

En algunos casos se la vincula con el conflicto armado interno. Incluso, en algunas ocasiones se establece una relación de las maras con políticas apañadas desde el Estado o desde factores de poder: “El nieto de Ríos Montt, cuando el FRG fue gobierno, era quien les proveía de armas y facilidades”, dijo en cierta ocasión un líder comunitario de El Mezquital. O, por ejemplo, la relación que se estableció entre Noel de Jesús Beteta, el homicida de Myrna Mack, y el ingreso de armas al Mezquital (en declaración de un adulto de esa colonia). “En ese tiempo estaba organizado esto, y este Sr. Beteta era el que les daba las armas a las primeras maras de aquel entonces: Los Dragones, etc.”

O la composición de la mafiosa y cuestionada, y ahora desplazada, AEU en la Universidad de San Carlos con numerosos miembros de pandillas de estas colonias. “Aquí estaba uno famoso que le decían El Ballena, todo tatuado. Él andaba con los de la AEU, y fue él quien le dio organización a todos los patojos. Pertenecía a la 18”, comentaba un líder de El Mezquital. “Yo estudié unos semestres en la USAC y conozco a los de la AEU: ¡son todos chavos de aquí, de El Limón!”, manifestó un joven de ese sector. Es decir: se descubre que la violencia generalizada que se vive y se sufre es un fenómeno complejo donde hay intereses políticos de importantes factores de poder para que eso se mantenga.

Ante ese clima de violencia imperante, facilitador y justificador de la impunidad, con una cultura de uso de armas de fuego generalizado, las maras son un efecto casi natural de todo ello. Dicho de otro modo: existe una historia de violencia a nivel nacional que prepara las condiciones: “Todo eso puede ser una herencia de la guerra. Gente que sufrió la guerra en el interior, después vino a la capital, y lleva toda esa carga. Muchos se meten en esto porque no conocen otras cosas. Los círculos de violencia vienen de generación en generación”, reflexionó un joven en un grupo focal de El Mezquital.

“Hay violencia en todos lados: en las casas, en la escuela, en el parque, en el mercado, en los buses, entre nosotros también. No hay que olvidarse que tuvimos una guerra de 35 años, y eso dejó violencia. Todo el mundo se quiere comprar una pistola, supuestamente para estar seguros. Por ese mismo miedo todos nos volvemos violentos. Aquí no se lincha: te matan de una vez”, decía una vecina de El Limón en un grupo focal.

Desprotección de niños y jóvenes dentro de algunas familias

Las condiciones concretas de vida de numerosos grupos familiares funcionan como elementos propiciadores del ingreso de un joven –e incluso un niño– a las maras. En muchos casos se constatan familias con ausencia de algún padre, en general el varón (“Se fue a Estados Unidos y ya no se comunicó”, “Se fue con otra”). Buena parte de las mujeres de las colonias llamadas “marginales” son madres solteras (según estimaciones, una de cada de tres madres en Guatemala en zonas urbanas es madre soltera). En el caso de las familias monoparentales, el progenitor a cargo –en general la mujer– debe dedicar notorios esfuerzos para procurar ingreso, por lo que está largas horas fuera de la casa.

En el caso de familias con presencia de ambos padres, la misma cultura machista-patriarcal imperante y la dinámica violenta vivida en su seno, en muchas ocasiones funciona como un expulsor de jóvenes, por cuanto no se cumplen los requisitos mínimos de cariño y protección que sirven para cohesionar al grupo familiar.

Esa desprotección que vivencian muchos jóvenes es el motor que los impulsa a buscar una suerte de “familia sustituta” en la mara.

Un adulto joven en El Limón expresó alguna vez: “Tanta violencia depende de las familias, que no educan bien a sus hijos. Cuando los padres no están, porque se van a trabajar todo el día, los patojos se quedan solos y salen a la calle. Y si no tienen control de nadie, se meten en malos pasos”.

E igualmente se expresaba otra mujer: “A un niño no se lo corrige solo pegándole; así no se consigue nada. Eso es violencia. Y eso se ve demasiado en nuestros hogares aquí en la zona. Y los varones les pegan mucho a las mujeres”.

Escasa y mala educación

Los niveles educativos de toda la población de las colonias marginalizadas no son precisamente de los más altos. La oferta pública, por una suma de motivos, es precaria. Muchas veces, abarrotados como están los establecimientos del Ministerio de Educación, no están en capacidad de recibir más niños y/o jóvenes. En tal caso los padres deben apelar a la oferta privada, encontrándose que en estas colonias los colegios privados son tan deficientes como los establecimientos públicos, o peores. Por otro lado pagar colegios privados de mayor costo fuera de las colonias es un imposible para el nivel de ingresos que se tiene.

En numerosas ocasiones la población –joven y adulta– se refiere a la educación como una importante llave para generar desarrollo, tanto personal como colectivo. Hay una queja generalizada en cuanto a la escasa calidad de la educación de que se dispone. Si bien ese no es el único factor que impulsa a un joven a integrarse en una pandilla, el hecho que no estudie sí es un factor de riesgo. Las condiciones generales permiten/fuerzan que muchos jóvenes no estudien. Solos, sin asistir a centros educativos, la posibilidad de caer en conductas transgresoras es muy grande. Y en más de alguna ocasión sucede.

En una entrevista con una vecina de El Mezquital se obtuvo esta declaración: “Hay escuelas, pero si no hay maestros, no hay educación. Entonces los niños pueden encontrarse con grupitos que los llevan por malos pasos. También ahí el gobierno tiene mucho por hacer: que haya maestros. El niño que no estudia termina en la marginación. Se va por malos caminos. Si no hay trabajo y no hay educación, terminamos mal. Hay que resolver todo eso: pobreza, falta de trabajo, educación. Solo así se puede terminar la violencia”.

Algo similar pudo escucharse en El Limón: “Guatemala es un país rico, pero hay interés que la gente siga pobre. También hay interés que los patojos no vayan a la escuela”. O del mismo modo, también en El Limón: “La falta de empleo, la pobreza, la falta de educación, todo eso hace que un joven se mete en malos pasos”.

Queda claro que la educación funciona como un elemento clave para la transformación de la actual situación. Pero si no hay real inversión en ella, no habrá nunca ningún cambio.

Falta de empleo

“Hay que terminar con el desempleo, porque eso ayuda a meterse en pandillas”, decía una mujer en El Limón.

La carencia laboral es la más denostada por toda la población de estos sitios. Tanto para adultos como para jóvenes la falta de trabajo es el gran problema. No contar con un empleo es sinónimo de pobreza. Si bien los datos oficiales (según el INE, por ejemplo) hablan de una tasa de desempleo del 2.4% y una de subempleo de 21%, la realidad indica otra cosa. De acuerdo a estimaciones sindicales y de distintas ONG’s que dan seguimiento al tema, el subempleo real podría llegar a no menos de 55% de la Población Económicamente Activa.

El no tener un ingreso, ni fijo ni siquiera ocasional o precario como es el caso de las actividades de la informalidad (subempleo), es una puerta abierta hacia la búsqueda de recursos por vías transgresoras. “Aquí, la mayoría de patojos no consigue trabajo. Por eso es más fácil pensar en malas cosas. Y de ahí que se meten en pandillas”, manifestaba una vecina de El Limón. Algo similar expresó una vecina de El Mezquital: “Trabajo es lo que necesitan los jóvenes; trabajo y capacitación”.

Sin criminalizar la pobreza, y teniendo absolutamente claro que violencia hay en todos los sectores sociales, sin dudas la precariedad en las condiciones de vida es una invitación a cometer actos delincuenciales de los más escandalosos, materia prima excelente para el sensacionalismo periodístico. El delito de cuello blanco no es tenido mayormente en cuenta en las estadísticas (si bien el año 2015 marcó un cambio al respecto, por lo que  se ve, más cosmético que otra cosa, porque se atrapa a los “corruptos” de La Línea 1…, pero jamás a los de La Línea 2). La tendencia continúa siendo la identificación de pobreza de colonias “marginales” con delincuencia, asimilándose sin más delincuencia con pobreza. El estar desocupado, el no tener ingreso, la dificultad de conseguir un puesto de trabajo –sobredimensionada en este caso para los habitantes provenientes de estas colonias por ser “áreas rojas”, “peligrosas” y “no confiables” para la lógica dominante– funciona como condicionante y/o causa para el ingreso a una pandilla.

Por otro lado, siendo los ingresos de la clase trabajadora (la casi totalidad de las colonias de la ciudad capital) tan exiguos –no cubren ni la mitad de la canasta básica– la posibilidad de “dinero fácil”, en todos los casos mayor que un salario mínimo, funciona como un llamado irresistible para un porcentaje de jóvenes.

Tentación por el “dinero fácil”

Ante la pobreza generalizada de los hogares de donde provienen los jóvenes empobrecidos de colonias periféricas, la posibilidad de acceder a mayores niveles de ingreso económico, y más aún: por la vía fácil, es una posibilidad abierta que puede llevar al ingreso a las pandillas. Un joven de El Mezquital lo dijo claramente: “Creo que la situación socioeconómica orilla a tantos jóvenes a hacer todo eso. Para todo se necesita pisto hoy, y los padres no están en condiciones de dárnoslo siempre. Más bien no. Por eso muchos buscan ese dinero fácil”. Algo similar se pudo escuchar cierta vez de un varón adulto en El Limón: “Los jóvenes se meten ahí porque tienen dinero fácil, y porque en sus familias siempre falta el pisto. Eso los hace meter en una pandilla”.

En realidad un joven ingresa a la mara en una búsqueda subjetiva de identidad, buscando un grupo que lo contenga y estructure (familia sustituta). Su principal motivación no es la económica. “En la mara nadie sale de pobre”[4], decía un ex pandillero entrevistado en un estudio sobre estas problemáticas. De todos modos, ese dinero de fácil acceso (vía robo o extorsión) no deja de ser un motivador para ingresar, o más aún: para permanecer una vez ingresado. Claramente lo expresó un joven de El Limón refiriéndose a los motivadores para ingresar a la mara: “Entrar es fácil, salir no. Todo ese tipo de vida te hala: la droga, el sentirte poderoso, el dinero fácil”.

Tiempos libres sin ninguna actividad

No es novedad que el ocio no constituye el mejor camino para conductas virtuosas. El hecho que buena parte de los jóvenes de las llamadas “áreas rojas” se encuentre desocupada (sin estudio y/o trabajo) y que no haya actividades que los puedan incorporar convenientemente en aspectos diversos: educativos/formativos, recreacionales, deportivos, les lleva a estar muy buena parte del día sin nada que hacer, cruzados de brazos, llenando el tiempo libre de la manera que se pueda. “Mejor aprender un oficio, o hacer una expresión artística, que estar sin hacer nada: por eso, se pueden terminar metiendo en una pandilla”, expresó un joven de El Mezquital.

Si se combinan estos motivos más la expulsión que producen algunas familias, la falta de control paterno y/o materno, la falta de proyecto de vida y el “mal ejemplo” que puede constituir la cercanía de grupos con conductas transgresoras, en ciertos casos algunos de estos jóvenes podrá dar el salto hacia la integración a esas “familias sustitutas”.

Una lideresa de El Mezquital, dijo en cierta oportunidad: “Aquí, en la colonia, hay muchos patojos que no estudian, que no hacen nada y están parados en una esquina. (…) Los jóvenes tendrían que estar todo el día estudiando, porque con buena preparación uno no va a estar pensando en meterse a delincuente”.

La falta de políticas públicas que velen realmente por la juventud ofreciéndoles guías para sus vidas viene a completar el panorama. Lo cual muestra la necesidad imperiosa de trabajar en función de no permitir que un joven pase todo el día “sin nada que hacer”. “Si andan por la calle [los jóvenes] sin nada que hacer, los mareros los halan para la pandilla. Si están ocupados, eso no pasa”, dijo un padre de familia en El Limón.

Los esfuerzos hechos desde la sociedad civil a través de algunas ONG’s, si bien pueden ser loables en un sentido, no alcanzan en modo alguno para afrontar el problema. Son necesarias intervenciones masivas, con proyectos de largo aliento y su correspondiente soporte financiero para que las actividades de educación informal/recreativas/ deportivas constituyan una real y efectiva alternativa. “Proyectos como Escuelas Abiertas hicieron bajar la violencia. Fue bien positivo. Tenían sus talleres, y los entretenían y capacitaban. Cosas así hay que hacer”, en este caso escuchado en El Limón, es un sentir muy divulgado en las colonias.

Discriminación social fuera de la colonia

Si bien no se presenta como la principal causa originadora de la violencia, la reiterada discriminación que sufren los jóvenes de estas colonias cuando van a buscar trabajo es un elemento que, indirectamente, puede contribuir a su posible ingreso a la pandilla. “Al decir que vienen de El Limón, se les pone difícil, porque es zona roja y nos les quieren dar trabajo”, comentó alguna vez un comunitario de El Limón. Ese continuo clima de frustración puede llevar a buscar salidas compensatorias, tal como puede ser el ingreso a una mara.

“Hay que trabajar para quitar la discriminación que hay contra estos sectores, porque están vistos como zona roja, y así se les hace muy difícil a los jóvenes conseguir trabajo”, comentó una mujer lideresa en El Mezquital.

Esa discriminación, sufrida por los jóvenes pero igualmente también por los adultos, les mantiene no solo en la posición social de excluidos, marginados, vulnerabilizados, sino también les encierra físicamente en la misma área –por la ya mencionada dificultad de encontrar trabajo–. Es decir que la discriminación por ser los “no deseados/peligrosos” de la sociedad les limita su movilidad social y física, lo cual al mismo tiempo refuerza las condiciones que son la base de la misma discriminación.

La sociedad “oficial” los odia por lo que son (pobres, y el odio de clase se presentifica ahí en forma elocuente), pero tampoco les permite ser algo diferente. Si no involucramos el tema de la discriminación como parte de la misma violencia estructural se puede caer en la misma trampa de ubicar el problema en el lugar donde tal vez tenga sus síntomas pero no sus raíces o causas. “Como están las cosas, les es más fácil robar que buscar trabajo. Por eso habría que mantenerlos entretenidos, para que no se metan en cosas malas”, expresó un vecino de El Limón.

No es ninguna novedad que la desocupación es mala consejera. Si ello se agrava con la continua discriminación y desprecio que produce el provenir de estas colonias justamente llamadas “marginales” (¿al margen de qué?, nos preguntamos), la posibilidad de ingresar a una mara no es algo raro. Pero lo que hay que prevenir no es, en definitiva, que un joven se haga marero. ¡Lo que se debe prevenir es que alguien quede excluido!

Efectos de la violencia

Según lo manifestado por la población, joven y adulta, en colonias donde campean las maras, se encuentran estos efectos de la violencia:

  • Miedo
  • Desconfianza y fomento de una cultura “paranoica”
  • Exacerbación del individualismo
  • Desunión comunitaria

Miedo

La población vive con miedo. La presencia de maras, los homicidios, el uso generalizado de armas de fuego, el cobro de extorsiones, la impunidad con que se mueven estos grupos, e incluso la sensación de indefensión agravada por la nulidad de la Policía Nacional Civil que a veces protege encubiertamente a los pandilleros, hace que la población sienta miedo ante la situación.

El miedo se expresa en un clima de angustia que acompaña la vida cotidiana, el cual en general lleva a la resignación, a la aceptación pasiva sin acciones para modificar los hechos dados. En todo caso, son solo algunas familias –pocas en términos generales– las que dejan las colonias. La gran mayoría convive en ese clima de violencia con un miedo ya instalado en forma perpetua. “La gente tiene miedo, porque si denuncian, ellos toman venganza. Y con miedo uno no se atreve a hacer nada. La gente sabe todo eso, pero no reacciona por el miedo. Deberíamos organizarnos, pero la gente no quiere hacerlo. Hay balazos por todos lados, y eso asusta”, manifestó un vecino en El Limón. Otra vecina del sector se expresó así: “La gente vive con miedo, porque hasta incluso los ladrones envenenan a los perros para que no hagan bulla cuando ellos vienen. Vivimos con miedo”.

La situación es compleja, por cuanto la población, tanto adulta como juvenil, debe convivir con su agresor. De ahí que se dé un clima de parálisis: se vive con miedo, y al mismo tiempo hay que soportarlo/disimularlo, puesto que el objeto amenazador es parte de la cotidianeidad. Expresiones al respecto son cotidianas y generalizadas; en El Limón alguien manifestó: “Todos vivimos con temor. Nadie quiere hablar” (mujer, madre de varios jóvenes). “La gente no denuncia por temor a las represalias. La gente denuncia en el momento que sufre la extorsión, pero después ya no sigue el proceso yendo a Tribunales, por el temor”.

En el caso de los jóvenes a veces esa situación se torna más problemática, por cuanto no pueden movilizarse con tranquilidad por toda su colonia, pues atravesar ciertas límites de territorio, aun no formando parte de una mara, puede ser un problema, con agresiones varias, y a veces letal. “Los que no estamos en pandillas, no es tan fácil sobrevivir”, decía con resignación un muchacho en El Limón. Y otro joven en El Mezquital expresó: “Los chavos no podemos ir de un sector a otro, porque te pueden matar. Ni sabemos por qué se lucha por un territorio, pero es una realidad. Te pasás unas cuadras en el bus, por error, y te puede ir mal. Vivimos con miedo, de no meterse en un territorio que no es el tuyo”.

Desconfianza y fomento de una cultura “paranoica”

El clima de violencia imperante, los muertos que no paran y la presencia dominante de los grupos de maras casi como “dueños” de estas colonias, hace que la población trate de sobrevivir como pueda. Ante eso, la desconfianza es una de las respuestas encontradas. Las rejas y barrotes están a la orden del día en todas las casas.

Distintas expresiones de la población dejan entrever estos climas de desconfianza. Por ejemplo: “La mayoría de la población vive escondida” (testimonio de un vecino en El Limón).

“Hay miedo, nadie quiere estar por la calle en la noche. Aunque uno no tenga nada que ver, mejor evito. Si ves un grupo, no importando quiénes sean, uno tiene desconfianza. Son alertas con las que uno vive todo el tiempo. Si alguien viene caminando atrás mío, ya me pongo nervioso, seguramente porque una vez ya recibí un balazo” (testimonio de un joven en El Mezquital). “En realidad, vivís siempre con miedo, sin saber qué te puede pasar. Sabés cosas que hacen los pandilleros, pero no podés denunciar. No sos cómplice en sentido estricto, pero sí es una situación horrible: la paranoia no te permite actuar. Todo eso te afecta. El vecino termina siendo cómplice, pero no podés hacer nada” (vecino de El Limón). “Aquí todos vivimos preocupados. Todos los vecinos vivimos así: en ningún lugar te podés sentir segura. No porque se metan a robar en tu casa, sino por los disparos. En cualquier lado te puede caer una bala perdida” (vecina de El Mezquital).

Pero además de un modo de afrontamiento de la crudeza de la situación, esa desconfianza, ese clima paranoico que se vive, en realidad son consecuencias psicosociales de la violencia imperante. Desconfiar hasta de la propia sombra lleva a conductas enfermizas. Podría decirse que es, salvando las distancias, el mismo clima de desconfianza generador de silencio que se vivió durante los años de la guerra interna. Y es sabido que vivir en clima de guerra es una profunda perturbación de las condiciones de vida.

Tanto jóvenes como adultos, por tanto, viven un clima de alta tensión, patogénico, traumatizante. Convivir cotidianamente con el fantasma de la posibilidad de ser agredido por ese agresor cercano, vecino, a quien se vio crecer en algunos casos, o con quien se creció junto en el caso de los jóvenes, es enfermizo.

“Vivir encerrados en su casa para que no te pase nada es una porquería. Afuera hay mucho peligro, por la policía, por los mareros. Pero encerrarte en tu casa es un grave error. Si uno quiere obtener algo bueno para sí mismo, no se puede vivir aislado, encerrado”, comentó un joven de El Mezquital.

Exacerbación del individualismo

El individualismo en sí mismo no es, necesariamente, un elemento negativo. Pero según el grado que alcance, sí puede serlo. Es, en otros términos, el velar por sus propios intereses prescindiendo de los intereses de su entorno, de los otros, de la comunidad.

Una vecina de El Mezquital comentaba en una oportunidad: “Es alarmante, pero nosotras solo salimos a la tienda y volvemos. Vivimos encerradas. No tenemos mayor relación con los vecinos. Sólo nos saludamos. Es raro salir a platicar a la calle”.

En las colonias “marginales” ese individualismo es una notoria consecuencia de la violencia generalizada. Es el mecanismo de autoprotección que surge espontáneamente ante un clima de hostilidad. Dicho en otros términos, se genera una ética del “sálvese quien pueda”.

Desunión comunitaria

En relación con ese individualismo exacerbado puede encontrarse como otra consecuencia del clima de violencia, el efecto que produce el “sálvese quien pueda”: la rotura de los tejidos comunitarios. Contar hoy día con las llamadas “redes sociales” –las digitales, fundamentalmente en población joven– no tiene nada que ver con reales redes de ayuda mutua y solidaridad entre la población. Esas redes sociales digitales (Facebook, Twitter, etc.) más que contribuir a la unión, desunen, fragmentan. Fomentan individualismo.

Los mecanismos solidarios de base, igual que durante el conflicto armado interno, se ven seriamente dañados. De hecho, no hay respuestas colectivas ante la agresión violenta de las maras y del clima de violencia que ello impone, con balaceras y muertes por todos lados. La población pareciera no estar en condiciones de reaccionar.

Ello puede considerarse un efecto negativo de la violencia, pues de este modo queda trastocada la cotidianeidad de la vida comunitaria, la que se reduce al mínimo. Festejos, fiestas o eventos sociales pasaron a ser raros. “Estamos atrincherados por la noche, y todo eso no cae bien. Ya casi no se hacen fiestas. Incluso en navidad: cada uno en su casa, encerrado”, relataba con amargura un vecino de El Limón.

Organizarse mancomunadamente también, no solo para afrontar la violencia. Independientemente que eso sea buscado o no por algunos grupos de poder (los llamados “poderes paralelos”, en todo caso), la consecuencia de la violencia imperante es promover el silencio de la comunidad. La buena vecindad y la solidaridad, otrora muy vigentes y visibles en estas colonias, han cambiado transformándose en un ensimismamiento generalizado. “Estas colonias son solo dormitorio. Y la gente no conoce a sus vecinos; solo se saluda y no intima más. La gente se encierra en sus casas luego del trabajo, y los mareros se aprovechan de ese miedo”, comentó un bombero en El Mezquital alguna vez.

Mecanismos comunitarios de prevención

La población afronta como mejor puede el embate de la violencia. Más que tener respuestas activas de confrontación con la misma, lo dominante es tratar de escapar a ella. Para ello desarrolla las siguientes estrategias:

  • Encerrarse en sí mismo (“De la casa al trabajo o al centro de estudio y de ahí a la casa”)
  • Búsqueda de pertenencia a grupos de iglesias o a creencias religiosas
  • Indiferencia ante lo que ocurre (mecanismo de negación)
  • No escuchar, no ver, no decir nada: los Tres Monos Sabios
  • Huir

Como se dijo anteriormente, lo que hace resistir a un joven y no ingresar en la mara no es ningún mecanismo específico en estado “químicamente puro”. En todo caso, lo que se evidencia es que siempre hay una intención de escapar de la violencia, no comprometerse con ella. De esa cuenta, al igual que también los adultos, desarrollan algunas de las siguientes estrategias:

Encerrarse en sí mismo (“De la casa al trabajo o al centro de estudio y de ahí a la casa”)

La violencia, entendida básicamente como el actuar de las maras, es difícil de enfrentar. En todo caso, no vale la pena hacerlo, por las consecuencias no gratas que eso puede traer aparejado. Se puede entrar en una pandilla, pero eso es sabido que tiene consecuencias trágicas. Además, el “dinero fácil” nunca “saca de pobre” a nadie. Y hacerle frente a la mara desde la comunidad no aparece como una opción. Por otro lado, no hay prácticamente confianza en que el Estado resuelva el problema, dado que hay una pésima imagen de la Policía Nacional Civil, y el Ejército ayuda, según la percepción de parte de la población, pero no termina con el clima enrarecido. Eso, en todo caso, contraría los Acuerdos de Paz, pero dado el clima de inseguridad, para mucha gente es una opción. ¡O una necesidad! Militarizar la colonia es algo que no todos quieren, por las consecuencias que eso puede tener (la experiencia de la guerra y el temor/desprecio ante lo militar continúa). Pero al mismo tiempo, de alguna manera las fuerzas armadas actúan como un “tranquilizante”.

Asumiendo que la violencia es entonces ya parte constitutiva de la cotidianeidad –al menos en la dinámica comunitaria actual– de lo que se trata es de, resignadamente, llevarla como mejor se pueda. “Llevar la fiesta en paz” dijo alguien. Es decir: tratar de sobrevivir.

“La gente se defiende de la violencia estando encerrados. La pasan todo el día en la casa, encerrados”, se expresó un vecino de El Limón. “Hay que poner candados por todos lados”, se expresaba una lideresa en El Mezquital. “Los hijos tienen que estar encerrados en la casa, porque en la calle es peligroso”, dijo una señora en El Limón. En definitiva: se vive con una lógica de guerra, escondido, atrincherado.

Todo ello es solidario con la secuela apuntada más arriba de rompimiento de los tejidos socio-comunitarios y la exacerbación del individualismo. Encerrarse en uno mismo es una –supuesta– garantía que la violencia no tocará. Tratar de mantener una sana distancia con los jóvenes activos en maras, sonriéndoles pero sin ir más allá, es la estrategia más encontrada. “No meterse en nada”, “De la casa al trabajo o al centro de estudio y de ahí a la casa”, al igual que sucedía durante la guerra, funciona como la vía de escape ante el problema.

Búsqueda de pertenencia a grupos de iglesias o a creencias religiosas

En muchos casos, más en población adulta que entre los y las jóvenes, pero también en éstos aunque en menor medida, la pertenencia a un grupo como el de alguna iglesia (católica o evangélica) sirve como oasis en medio del desierto.

“Tenemos que orar para que dios nos siga protegiendo”, manifestó una comunitaria de El Limón, en tanto que en El Mezquital una vecina dijo: “Para sobrevivir en el medio de toda esta violencia la gente se deja a la mano de dios, trata de no involucrarse en nada”.

Es sabido que las religiones y sus correspondientes instituciones seculares: las iglesias, cumplen con la función de servir para atender la angustia de la gente. Explican lo inexplicable, dan sentido al sinsentido, son un lugar de unión y confraternidad: en ese sentido, como una salida socialmente posible y aceptada, mucha gente busca consuelo ante la dureza de la realidad en diversas iglesias.

Obviamente la pertenencia a algún grupo de determinada denominación no salva de la violencia cotidiana, de las balaceras y las extorsiones, pero da un respiro. Poder encontrar esa guía espiritual, ese espacio de relativo confort que ofrece cualquier iglesia, es una estrategia más de sobrevivencia. Encontrar una explicación sobrenatural a lo que no tiene explicación racional (o no la tiene en principio, porque se sufren básicamente los efectos de la violencia sin que quede mayor margen para reflexionar sobre ella, como sí puede hacerse desde la neutralidad de la ciencia y la Academia), encontrar ese sentido ayuda a tolerar lo intolerable.

Por lo que la experiencia permite ver, prácticamente ningún habitante de las colonias pobres deja de tener alguna idea religiosa, más allá que no practique activamente una religión y/o asista a una iglesia. Para muchos adultos, que un joven pertenezca a alguna denominación eclesiástica puede servir como barrera contra la violencia: “Algunos se meten a una iglesia, y eso les puede servir, los aleja de malos pasos”, manifestó un vecino de El Limón.

Un vecino de El Mezquital decía: “También pueden ayudar las religiones, cualquiera que sea. Creer en dios es una gran ayuda. Eso te pude calmar, te vuelve más centrado, así como le pasó a mi hijo. Hasta los más perdidos, los más drogados pueden cambiar”.

Indiferencia ante lo que ocurre (mecanismo de negación)

La negación es un mecanismo psicológico que está al servicio de la evitación de la angustia, del displacer. Hacer como que nada ocurre, ser indiferente ante ello, protege en definitiva de aquella crudeza de la realidad que se torna insoportable. Aunque la realidad no cambie, intentar ignorarla atempera un poco el sufrimiento.

En estas colonias, además de la pobreza crónica, la violencia cotidiana contribuye a tener una pésima calidad de vida. La resignación es una forma de soportar todo eso. Ser indiferente ante lo que ocurre, si bien no salva de la realidad, desconecta de la misma, lo cual es una forma de afrontamiento.

Un joven de El Limón pudo decir con una alta cuota de conformismo: “El que vive aquí se va acostumbrado y ya no siente miedo. ¿Qué se le puede hacer? Hay cierta resignación”.

No escuchar, no ver, no decir nada: los Tres Monos Sabios

Sintetizando todos los anteriores mecanismos de sobrevivencia encontramos en el decir de la población, con bastante frecuencia, la alusión de los Tres Monos Sabios: no escuchar, no ver, no hablar. Sabemos que en Occidente, algo alejado del verdadero significado que tenía en la mitología filosofante de Japón, esto es una figura que significa “callarse la boca, no decir nada, hacer como que no se vio o se oyó nada para, así, ahorrarse problemas”. La prueba elocuente de la metáfora en juego es que un popular motel de la ciudad capital de Guatemala lleva ese nombre (y ahí, por supuesto, nadie tiene que escuchar, ver ni decir nada).

La repetida alusión a la figura de “los tres monos sabios” que puede encontrarse en estas barriadas golpeadas por la delincuencia es una muestra elocuente de cómo la población teje sus estrategias de sobrevivencia: “hacerse el loco”, no ver ni oír lo que ocurre, no decir nada al respecto es la garantía –relativa– de sobrevivencia.

“Para sobrevivir hay que hacerse el loco, disimular, mirar para otro lado”, explicaba un joven en la colonia El Limón. “Hoy uno no sabe quién es quién: no podés mirar fijo a los ojos a otro chavo porque no sabés qué te puede pasar. Para sobrevivir, te vas adaptando, hacerte el loco. Solo tenés que pensar en sobrevivir vos como puedas”, manifestó otro muchacho en El Mezquital.

Tal como dijo un coordinador de grupos juveniles en El Mezquital: “Aquí hay que callarse siempre, como los tres monos sabios. Así se evitan problemas. El que habla mucho, puede tener clavos. Uno ve las cosas, pero tiene que quedarse tranquilito, no decir nada. Es la manera de sobrevivir”.

Ello convierte a la población en cómplices, en alguna medida. Pero nadie se siente exactamente eso. No se denuncia nada de lo experimentado –los mareros, en definitiva, son delincuentes pasibles de ir presos– porque hacerlo significa peligro de muerte. Esa apatía por lo que ocurre, esa desconexión, más que intentar contribuir al mantenimiento de las conductas transgresoras, están al servicio de la sobrevivencia.

Huir

Abandonar la comunidad es otra forma alterna de prevención, o mandar a los hijos a otras comunidades, aunque los adultos se queden a sufrir el suplicio, cosa que otrora no se daba.

La huida, si bien no soluciona el problema de fondo, es una manera de afrontarlo. Una manera peculiar: no estando, no enfrentando el problema, forma cuestionable quizá, pero finalmente un modo de plantearse la situación al fin y al cabo, y que de alguna manera la resuelve.

Salir huyendo de las colonias es algo relativamente común. “Hay muchas casas abandonadas por la violencia; la gente se va por el miedo”, relató un joven en El Limón.

“Los dueños originales de estas casas se fueron yendo a otras colonias más seguras. Hoy, por la extorsión, muchos vecinos se van. Por eso hay mucho movimiento: la gente viene y se va, y muchos vecinos nuevos van llegando. Por eso se conocen pocos”, manifestaba un habitante de El Limón.

Acciones del Estado

Hablando con la población en las comunidades, en la totalidad de las manifestaciones de los vecinos (adultos y jóvenes), el Estado aparece como muy deficiente en su trabajo de prevención/contención/evitación de la violencia, siendo que, según el Artículo 1 de la Constitución, es su obligación garantizar la vida y la tranquilidad de todos los habitantes.

Es un elemento que se repite mucho en la población con la que se puede conversar, que la idea de “mano dura”, de represión con uso de la fuerza, no ayuda a terminar con la violencia. “El Estado está ausente, colapsado. No aporta casi nada. Hay que buscar otros caminos que no sea la represión para ir cambiando esto”, decía una vecina de El Limón.

“La policía y el ejército no sirven de nada. No hacen nada. No estoy en contra de ellos, pero la realidad es que no hacen nada. Los soldados vienen con sus tremendas armas, pero ¿para qué? Esto no es campo de guerra. La violencia no baja. Ayuda mucho más la psicología, por ejemplo”, se manifestaba una lideresa de El Mezquital.

Un joven de El Limón expresó: “Prevención no es poner más policías. A nosotros eso no nos sirve. Yo no me siento seguro teniendo policías cerca. No les tengo ninguna confianza, porque no tienen la capacidad de trabajar bien: sólo saben pegar”.

El pedido de los vecinos, adultos y jóvenes, no va por el lado de la militarización. Si bien se reconoce que la presencia del ejército puede haber ayudado a bajar el índice de homicidios, en términos generales esa militarización de las zonas no ayuda, no crea un clima de sana convivencia. Se demanda, en todo caso, otro tipo de intervenciones del Estado: programas sociales, actividades recreativas y educativas, generación de empleo, mejores condiciones de vida: “Aquí no hay guarderías. Eso sería muy importante. Aquí nos tienen olvidados. Y tenemos los mismos derechos que cualquiera. Somos personas, ¿no? Nos violan los derechos por todos lados. Nadie trabaja las 8 horas que marca la Constitución. Por la necesidad uno tiene que aceptar. En mi último trabajo me querían hacer trabajar 10 o 12 horas. Eso es violencia también. Entonces los padres están todo el día afuera, y los patojos no tienen orientación, cuidados, y es fácil que terminen metiéndose en problemas”, comentó una vecina de El Mezquital preguntada sobre sus carencias.

“También las Muni tienen que apoyar, haciendo prevención de la violencia. La prevención no es poner más policías. Por ejemplo: poner un servicio cívico para los jóvenes. Ahí se puede hacer un bonito trabajo con ellos que les permita transformarse. En las Muni hay oficinas de la mujer, de la juventud; todo eso hay que aprovecharlo”, expresaba una lideresa de El Mezquital.

El problema básico en relación a las fuerzas de seguridad, a la Policía Nacional Civil fundamentalmente, es que sus miembros caen muy fácilmente en hechos corruptos. No hay la más mínima confianza con su actuar. “Ningún joven quiere ser policía: ¡queremos ser honrados!”, expresó lapidaria una muchacha en El Mezquital. En tanto que otro muchacho del mismo sector agregó: “Los policías, por plata, les pasan armas o uniformes. Colaboran con los pandilleros. Pero la policía, más que defendernos, nos ataca”.

La desconfianza con respecto a la PNC es generalizada: “La policía y el ejército no hacen nada. La corrupción manda, y la policía es la que les provee las armas. Están todos involucrados. Hay policías que cobran la extorsión junto con los mareros. Los soldados no son así de corruptos. Pero de todos modos no hacen nada”, expresó un joven en El Limón. “El problema es que la policía es muy corrupta. Trabajan en relación con los pandilleros: reciben mordidas, te roban por la calle, fundamentalmente a los jóvenes”, expresaba un joven en El Mezquital. “La policía no ayuda en nada, porque son cómplices de los pandilleros”, decía un vecino de El Limón.

La opinión generalizada es de gran desconfianza hacia las fuerzas de seguridad, la policía en especial. Incluso para los jóvenes puede ser más atemorizante la propia PNC que los mareros de la colonia. “A nosotros, jóvenes, nos dan más miedo la policía que los pandilleros”, se manifestó un joven en El Mezquital.

La misma policía, al menos en la expresión del jefe de la estación de El Limón que se pudo contactar, lo confirma: “Intentamos hacer prevención, pero casos que se dieron en la policía, la población no cree en la institución. Hubo casos de corrupción, o policías metidos en bandas delincuenciales; por eso motivo la gente no cree en la policía, al menos en un 90%”.

En definitiva: la presencia del Estado es pobre, deficiente, falta de proyecto. Lo más que realiza es disuasión por medio de una presencia atemorizante, con rondas continuas, con cámaras de circuito cerrado, faltando casi por completo otro tipo de abordajes preventivos-sociales. Y la misma presencia militarizada está cuestionada por los vecinos por los abusos y hechos corruptos que se ven a diario. No existen planes orgánicos a largo plazo; mucho menos: recursos con los que mantenerlos.

“La Municipalidad hace algo, por ejemplo cursos para jóvenes. Pero no son muchos. Y en general hay falta de recursos. Los gobiernos nunca se ocupan de verdad de los problemas de la gente. Puras promesas, después no cumplen nada. Trabajo es lo que necesitan los jóvenes; trabajo y capacitación, estudio. No hay que perder de vista que todo esto en realidad es responsabilidad del Estado, y no de alguna ONG. Eso puede generar asistencialismo”, reflexionaba con desazón una lideresa en El Mezquital.

Incluso el jefe del destacamento militar de El Limón parece tener claro esto alguna vez que se le contactó: “¿Cómo combatir la violencia? Faltan políticas públicas que aborden el tema. Para eso estamos en este momento el ejército, la PNC, la PDH. No se trata de sacar de la sociedad violentamente a nadie. La solución está en invertir en educación y en crear fuentes de trabajo. Eso es lo básico”. La cuestión es cómo concretar ello en acciones efectivas. Esa es aún una agenda pendiente.

Salidas posibles

De acuerdo a lo que manifiesta la población de estas colonias, hay vías posibles para salir de esta situación de violencia, no siendo precisamente la “mano dura” y la militarización el método a seguir. Según la opinión generalizada, esas salidas posibles son:

  • Mejoramiento de las condiciones generales de vida
  • Creación de fuentes de trabajo
  • Más y mejor educación
  • Trabajar la violencia intrafamiliar y el machismo dominante
  • Evitar el “hacer nada” de los jóvenes
  • Espacios recreativos y educativo-culturales
  • Organización comunitaria

Está claro que nos referimos a jóvenes que no han ingresado aún en una pandilla. O que, quizá, estuvieron integrados y ya se salieron. Trabajar con los miembros activos de las maras es sumamente complejo y la experiencia demuestra que son muy escasos los logros obtenidos. Aquella máxima de “aunque sea por uno solo que rescatemos entre mil atendidos vale la pena el esfuerzo” es para repensarla seriamente, con actitud crítica. Quizá no vale la pena en términos de inversión social. Por eso es preferible priorizar y poner la mayor energía en planteos preventivos, anticipativos. Aunque suene muy duro así expresado, la constatación de la realidad efectiva enseña que hay límites en el trabajo, y que una política pública sobre estos aspectos debe ser realista, no romántica.

Mejoramiento de las condiciones generales de vida

Aunque no lo exprese con precisión de ciencia social y el apoyo de datos estadísticos rigurosos, la población establece una relación entre la violencia que vive en sus colonias y las condiciones generales de vida. La intuición, sin dudas, no es casual ni antojadiza.

De ningún modo existe en las personas del lugar una tendencia a criminalizar la pobreza. Por lo pronto, en estas zonas todas y todos se reconocen como pobres, de escasos recursos. El vivir en esos sectores ya lo deja ver. Incluso la perspectiva de salir de esos lugares no es un proyecto que se encuentre regularmente; solo en casos excepcionales, aun dejando todo tras de sí, algunas familias optan por salir de las colonias (pero siempre en el caso de haber sido amenazados, si existe un riesgo real y personalizado). Todos allí se reconocen como pobres y sin perspectivas de dejar de serlo (incluso en esto también hay una generalizada actitud de resignación). Más aún: la gente ama sus colonias, las respeta, se siente orgullosa de pertenecer a ellas, independientemente del intolerable clima de violencia actual.

La violencia urbana de estas últimas décadas –que no es aquella de la guerra– es un elemento nuevo que vino a sumarse a la precariedad histórica y estructural. Si bien no se le atribuye directamente a la situación de pobreza, hay un vínculo entre violencia y condiciones de vida. Todas las causas ya apuntadas (falta de proyecto para los jóvenes, familias disfuncionales, grupos transgresores que funcionan como tentación, bajo nivel educativo, etc.) funcionan aceitadamente en las colonias empobrecidas (para ejemplo: El Limón y El Mezquital) para generar el fenómeno de la violencia juvenil y la organización de pandillas. En más de una ocasión la población manifiesta que aquí hay maras, en tanto que en los sectores económicamente más favorecidos “hay otro tipo de maras, con cuello, con conectes”. Si se observa la realidad del país, no quedan dudas de ello.

En otros términos: la combinación de los distintos factores mencionados abre la posibilidad de existencia de grupos juveniles violentos y delincuenciales. En tal caso, una vía de posible trabajo para prevenir esos grupos es el mejoramiento de las condiciones generales de vida.

“Para incidir de verdad hay que tener un plan nacional, y con pisto. Si no, no se pueden hacer cosas en serio. La violencia por supuesto que se puede terminar. Alguien la propició alguna vez, entonces se puede terminar. Pero hay que ir a las causas profundas. Con analgésicos por arribita, no se termina. Hay que ir a las raíces. Mientras haya hambre, no se arregla nada. Son problemas políticos, sociales, económicos. Los poderes no quieren terminar con esto, porque les conviene la violencia” expresó una lideresa de El Mezquital.

La población pide expresamente ciertas cosas: trabajo y estudio, en primer término, y en muchas ocasiones: trabajar en el seno de las familias contra la violencia y el machismo imperantes.

El clientelismo no parece ser solución: “Nos han criado con puro asistencialismo. Pero dando lástima nunca vamos a salir de esto. No podemos depender de que nos regalen las cosas. Entonces damos lástima y pedimos. Pero así no vamos a ningún lado: tiene que haber respuestas integrales por parte del gobierno”, afirmó un joven de El Mezquital.

“La gente necesita educación, sanar sus heridas, y trabajo. Sin trabajo no se puede hacer nada. Tampoco se puede dar capacitación en oficios si después no tienen salida laboral. Eso no sirve de nada, porque si no te frustra más. Hay que tener empleo, esa es la cuestión principal”, dijo alguien en El Limón.

“Hay que cambiar hábitos culturales. Y una ONG no lo puede hacer, porque tienen impactos pequeñitos. Tienen que ser políticas públicas integrales, para todo el país, sostenidas en el tiempo. No que estén un año y se van. Así no puede haber impacto, ningún cambio real”, respondió una vecina de El Mezquital.

Creación de fuentes de trabajo

Como ya se ha expresado más arriba, la falta de empleo es una constante en estas barriadas. En general la población tiene ingresos bajos, por cuanto su perfil laboral, si tiene puestos fijos, es de empleados con magros salarios (sueldo mínimo). Junto a ello, complicando más aún la situación, buena parte de la población sobrevive en la informalidad. Es decir: el campo de los ingresos familiares se muestra como uno de los principales, si no el principal, problema a afrontar.

Por otro lado, como constante en jóvenes y adultos, se puede constatar que el acceder a una plaza laboral se torna especialmente difícil para los habitantes de estos sectores: los prejuicios que satanizan estas colonias tienen un fuerte impacto social, y el provenir de una “zona roja” cierra puertas. “Hay que trabajar para quitar la discriminación que hay contra estos sectores, porque están vistos como zona roja, y así se les hace muy difícil a los jóvenes conseguir trabajo”, afirmó una vez una lideresa comunitaria de El Mezquital.

Sobre todo esto, ya desde hace un par de décadas, vino a sumarse la violencia ligada a las maras, los asesinatos y las extorsiones. Estamos entonces ante un entrecruzamiento de factores: no necesariamente un joven ingresa en la mara porque no tiene trabajo, pero el no tenerlo es un elemento predisponente. La necesidad de acceder a recursos para sobrevivir (así sea para comprar drogas), obliga a procurárselos como sea. De ahí que la pandilla es siempre una salida posible. No contar con trabajo predispone a algunos a buscar el “dinero fácil”, aun sabiendo de los riesgos que eso implica.

En tal sentido, la población indicó enfáticamente que la creación de fuentes de empleo es una necesaria vía para evitar la violencia (“evitar que los jóvenes pasen todo el día sin hacer nada”), y al mismo tiempo, un camino para mejorar la situación general. Fueron numerosas las expresiones al respecto: “Hay que generar fuentes de empleo. Los jóvenes quieren trabajar, pero no hay oportunidades. No consiguen trabajo. Con menos desocupación, con más trabajo, seguramente bajaría la violencia”, se expresó una vecina de El Limón.

“Otra cosa muy importante para los jóvenes es que tengan empleo”, dijo un sacerdote católico en El Limón.

“También puede ayudar que se formen grupos de jóvenes para hacer deportes, o como era en la Cruz Roja, que les enseñaban a hacer malabares. Pero eso solo no alcanza, porque tienen que tener un trabajo formal, pues con malabares no se puede mantener una familia. Habría que enseñarles un oficio”, reflexionó una vecina de El Mezquital.

“Con policías y cámaras no se solucionan las cosas. Lo mejor que se puede hacer es estudiar y conseguirse un trabajo fijo, seguro”, nos expresaba un varón adulto en El Limón.

Más y mejor educación

Según lo que la gente manifiesta espontáneamente, la totalidad de la población (adultos y jóvenes) tiene en alta estima la educación, en tanto llave para mejorar sus condiciones de vida. Poder acceder a una buena educación es un pasaporte hacia un mejoramiento personal y familiar, y por tanto comunitario.

Pero acceder a la educación formal, pública o privada, no está asegurado. Y mucho menos, el acceder a una educación de calidad, competitiva para el mercado laboral. Tener aprobado 5° Bachillerato de cualquier especialidad que ofrece la bolsa educativa en el país ya se considera todo un logro, según manifestaron las personas contactadas.

Como se vio anteriormente con otros factores: no disponer de una buena educación formal no lleva en forma mecánica a la mara, pero sí actúa como un predisponente. No es de nadie desconocido que la educación abre puertas, amplía los horizontes y agranda las perspectivas de relacionamiento en el mundo. En tal sentido el grueso de la población pone gran énfasis en el mejoramiento de la oferta educativa como una importante salida para apuntar a frenar la violencia urbana actual.

“Los jóvenes tendrían que estar todo el día estudiando, porque con buena preparación uno no va a estar pensando en meterse a delincuente”, expresó enfática una lideresa de El Mezquital alguna vez hablando de soluciones. Del mismo modo se expresaba un maestro entrevistado en El Limón: “Aquí lo que se necesita son fuentes de trabajo y mejorar la educación”.

No puede dejar de mencionarse que la escuela formal, además de presentar el problema de su calidad, ha pasado a ser también un lugar donde se reproduce la violencia directa. Los centros educativos, como cualquier espacio de estas colonias, están enmarcados en la cultura de violencia dominante, y también en ellos debería trabajarse muy profundamente la construcción de alternativas no violentas de convivencia, tanto entre alumnos como entre alumnos y docentes.

Trabajar la violencia intrafamiliar y el machismo dominante

El machismo-patriarcal es una constante cultural. En términos generales, buena parte de la población de estas colonias lo ve como algo de orden natural, incorporado a la cotidianeidad. Existe una cultura de aceptación de esta pauta. En estos sectores, que una mujer llegue a los 18 años sin haber tenido al menos un hijo es algo raro, e incluso se lo valora como todo un logro. “También hay mucha violencia intrafamiliar aquí. Yo la sufrí. Muchas veces las mujeres, aunque sufran esa violencia, no dejan al esposo, supuestamente por los hijos. Pero eso al final les trae más daño a ellos. Yo lo denuncié, por la violencia y porque no pasa el gasto para los hijos. Pero atreverse a hacer esas denuncias casi ningún mujer se atreve por aquí, por el miedo”, comentaba una mujer adulta en El Limón.

La población de esas zonas percibe que existe una directa relación entre la violencia que se vive en las calles de las colonias con la que se experimenta en el seno de los hogares. Ante la pregunta de por qué un joven se integra a maras, la respuesta casi unívoca de adultos y jóvenes indicó como causa principal la violencia sufrida en el propio hogar. “Si los niños ven violencia en su casa, después lo reflejan en la calle. Ahí nacen los problemas. Los patojitos se meten porque toman la mara como su familia”, dijo una vez una mujer adulta en El Limón. Algo similar expresó una promotora comunitaria en El Mezquital: “A veces los mismos padres tienen la culpa que los jóvenes se metan en estas cosas, porque no les dan el cariño suficiente, no se les pone atención. Si no encuentran cariño en su casa, en la calle con drogas creen encontrar eso, y se empiezan a meter en problemas”.

Pareciera que un joven (adolescente, púber) escapa a ese infierno de violencia intrafamiliar (por tanto de desprecio), buscando una estructura que lo estime por fuera de la familia nuclear, que se le presenta como agresiva y que no lo valora. La mara, en ese sentido, cumple ese cometido. Aunque la violencia que se mueve en torno a ella es enorme, para el joven que se integra hay una sensación de decisión activa y no de sufrimiento pasivo, tal como sucede en su familia de origen.

Esa violencia intrafamiliar, donde el varón adulto hace las veces de propietario de esposa e hijos, asienta en la mencionada cultura machista-patriarcal. Modificar esos patrones puede llevar a una nueva modalidad de relacionamiento, cuestionando las formas violentas.

En general la población de estas zonas relaciona la violencia pandilleril con la sufrida en sus hogares, pero son fundamentalmente las mujeres (jóvenes y adultas) las que mencionan la urgente necesidad de trabajar estos aspectos. “La violencia de la calle viene de la violencia que reciben en la casa; si los padres no los atienden bien, se van con las pandillas. A todos les gusta el pisto fácil, por eso es tan importante criar bien a los hijos. Hay que saber en qué andan, con qué amistades”, comentó una lideresa en El Limón. Es por ello que una joven también de El Limón expresó: “En las casas hay mucha violencia intrafamiliar. Eso habría que trabajarlo; habría que educar a los padres para que no haya violencia con sus hijos”.

En tal sentido puede decirse que la violencia general imperante tiene que ver con los modelos machistas atropelladores que nos dominan, donde se “conquista” todo (las mujeres, los territorios, el espacio sideral, los avances científicos), donde el poder masculino avasalla. De esa cuenta, apuntar a cuestionar ese machismo-patriarcal, y por tanto la violencia intrafamiliar a la que conlleva, puede ser una muy importante vía para desarmar la cultura de violencia dominante. Ahí podrían estar entonces, en buena medida, las bases de una política de prevención de la violencia.

De esa cuenta, fueron elocuentes las palabras de una lideresa de El Mezquital: “Hay que trabajar mucho el tema del machismo. Hay que lograr que un hombre viva una nueva masculinidad. Hay que ir eliminando esas prácticas, el patriarcado, el autoritarismo. Hay que crear un clima democrático, familias libres de violencia. Hay que terminar con todas las formas de violencia dentro de la familia: psicológica, física, verbal. Si alguien sufrió esa violencia de niño, lo más probable es que lo repita. Por eso hay que cortar esas cosas de raíz”.

“El machismo está muy presente en todo esto, y eso habría que tratarlo. Es un tema importantísimo, pero es tabú. Si en la casa los padres tratan mal a los hijos, eso es violencia. Y eso es una escuela: de ahí va a salir también violencia. Es una cadena: si me trataron mal yo también voy a tratar mal, con violencia”, indicó una joven en El Mezquital.

Evitar el “hacer nada” de los jóvenes

Si el permanecer inactivos, sin actividad alguna de ningún tipo, es una invitación al desarrollo de conductas transgresoras, la vía inmediata a seguir en nombre de un proyecto de prevención de la violencia es impedir ese “hacer nada”.

La población de estas colonias, tanto jóvenes como adultos, encuentra en esta inactividad y en estos espacios vacíos en la vida diaria de cada muchacho o muchacha un elemento que predispone en contra de lo que se espera normalmente: es decir, que estudie y/o trabaje. Si se suman los distintos elementos antes mencionados, tales como una familia que expulsa, la tentación de “dinero fácil”, la falta de un proyecto de vida definido, el hecho de permanecer largas horas fuera de la casa sin ninguna actividad concreta que realizar, toda esa mezcla invita a utilizar ese tiempo muerto contactándose con los grupos transgresores. A partir de ese contacto, la historia ya está bastante escrita.

“Las actividades artísticas, culturales y deportivas sirven, porque al menos los mantienen entretenidos. Mejor todavía si se les pudiera ofrecer becas para estudio. Hay que sacarlos de ese no hacer nada en que están los patojos. Si están entretenidos, ahí se puede lograr mucho, para que no se metan en cosas malas. Los jóvenes tienen mucha energía: la cuestión es saber orientarla”, manifestó una mujer bombera que trabaja en El Limón.

A toda costa, por tanto, deberían evitarse esos vacíos y esa falta de proyecto vital con algún tipo de actividad.

Espacios recreativos y educativo-culturales. Participación juvenil

A los jóvenes de las colonias consideradas “peligrosas” les faltan muchas cosas: mejores condiciones generales de vida, fuentes de empleo digno, educación de alto nivel. Pero algo que tiene un valor especial es la posibilidad de ocupar su tiempo libre en algo. Dicho de otro modo: faltan espacios donde estar, donde pasar el tiempo.

Para muchos jóvenes ese tiempo libre representa, prácticamente, todo el día. No todos los jóvenes estudian, y no todos trabajan. Por lo tanto, muchos pasan sus horas simplemente “matando el tiempo en la esquina”. A ese respecto se ve como imperiosamente necesaria la promoción de espacios que sirvan productivamente para ocupar ese tiempo libre.

Al respecto podrían mencionarse actividades recreativas, culturales y deportivas como una forma de sano esparcimiento que marcarían una diferencia y una alternativa. El problema es que ese tipo de iniciativas las han venido desarrollando, básicamente, organizaciones no gubernamentales, que dependen del vaivén de los financiamientos, y que tienen una escasa cobertura. Por parte del Estado existió el programa de Escuelas Abiertas, durante la administración del presidente Álvaro Colom, bien considerado por los vecinos, y al que hoy día añoran. “Las Escuelas Abiertas fueron un buen programa, sí funcionó y dio resultados. Eso debería seguir. O también actividades deportivas, o el arte. Todo eso ayuda a cambiar la mentalidad, porque te hace pensar en otras cosas distintas a la violencia. Y también te quita todo lo negativo, la tristeza”, comentó un joven en El Limón.

De todos modos, solo actividades recreativas no pueden terminar con la violencia, pues esa tarea –titánica, por cierto– implica un trabajo multidisciplinario complejo, con inversiones considerables para ver resultados en un mediano plazo. Pero, al menos, contar con esas instancias de esparcimiento ya sería un importante paso adelante, pues sería una forma de comenzar a rodear la violencia, minimizándola, desarticulándola. De todos modos, según el parecer de los vecinos, deberían ser espacios con infraestructura, espacios locales que generen identidad y sentido de pertenencia y con objetivos bien claros, y no solo hacer por hacer, para la foto de la inauguración, dejando luego el descuido.

“Lo que hacen algunas ONG’s, o Escuelas Abiertas, los aleja de la violencia, porque les da buenos entretenimientos y los prepara para ir a trabajar. Mejor aprender un oficio, o hacer una expresión artística, que estar sin hacer nada: por eso, se pueden terminar metiendo en una pandilla”, manifestó un personal del Centro de salud en El Limón.

Existe una muy pobre participación juvenil en términos generales. Como producto de un entrecruzamiento de causas (lo ya apuntado más arriba), los jóvenes prefieren el anonimato, el mantenerse ocultos, el no involucramiento en nada. Los peligros lo acechan en cada cuadra de la colonia: la mara, la policía, una bala perdida, un “patojo bolo o pedo que se cruza”. Todo ello conspira contra la genuina participación. Por otro lado, y como un deseperanzador complemento de todo lo anterior, el Estado no promociona mayormente espacios participativos. El encerrarse en sí mismo, los juegos electrónicos o las redes sociales brindan más “seguridad”, pareciera.

Organización comunitaria

La organización de la comunidad puede ser una importante vía para plantearse alternativas a la violencia.

Los tejidos sociales están dañados; eso es producto de esta “guerra de baja intensidad” que representa el convivir cotidianamente con este clima de violencia que reina en las colonias empobrecidas de la ciudad, que son la mayoría. En ese clima, las maras son uno de los elementos más visibles, pero no los únicos. La impunidad reinante permite que más de algún actor se aproveche, por lo que se encuentran extorsiones que no cobran solo las pandillas, y una policía que a veces comete abusos similares a los de las pandillas, o peores.

“El problema de las extorsiones es bien complejo, porque no la cobran solamente los mareros. También hay familias que se aprovechan de la situación, y aunque no estén en maras, las cobran. Esto de las extorsiones es un comercio bien montado, muy bien organizado. Por supuesto que la mayoría de las extorsiones las cobran las maras, pero no son solo ellos”, explicó un adulto entrevistado en El Mezquital. “A veces la policía les cobra impuesto a los pandilleros, que a su vez les cobran la extorsión a los buses”, comentaron unos jóvenes en El Limón. En otros términos: hay una descomposición social grande, severa. La comunidad está desorganizada, los tejidos sociales hondamente dañados.

Pero justamente trabajar sobre su reparación puede ser una importante salida a la situación actual. “Hay que ir creando en las comunidades la preocupación por el otro, crear solidaridad, retejer los tejidos sociales”, se expresó cierta vez una vecina en El Limón, persona con visión política.

A título de ejemplo demostrativo, veamos la experiencia de un grupo artístico en El Mezquital y la reflexión al respecto que hace su director: “Nosotros, trabajando en la iglesia, empezamos a hacer actividades para unir a la colonia, para hacer que se conozcan, que hablen. Con estos grupos artísticos juveniles se logra algo, pero siempre eso es un proceso, largo, complicado. Veo que mi entorno cambió. No son solo los zancos, sino la sensibilización que se va logrando con la gente. Es lento, pero se da el cambio. Estas actividades artístico-culturales son una vía de solución. Por ejemplo, aquí venimos de distintos sectores, y lo podemos hacer. Pero en general la gente, y más los jóvenes, tienen mucho miedo de ir de un sector a otro, por los riesgos que corren. Con nuestro grupo comenzamos a romper esto”. Sin dudas que la búsqueda de unión comunitaria, de reparación de los dañados tejidos sociales, de redescubrimiento de la solidaridad y la cooperación pueden jugar a favor de un clima que supere la actual andanada de violencia.

Conclusión

Es absolutamente falso que todos los jóvenes de las colonias empobrecidas de la ciudad capital se integren a una mara. Esa es la imagen tendenciosa que se ha ido creando, alimentada en muy buena medida por los medios comerciales de comunicación. Esta juventud, en general, busca salidas positivas: trabajo, estudio, casamiento, ascenso social. No es fácil lograrlo, pero esa es su lucha. En algunos casos, la salida (desesperada) es marchar de “mojados” a Estados Unidos, con suerte incierta obviamente.

Los estudios existentes muestran que no más de un 10% de jóvenes se integran a una pandilla. El resto intenta sobrevivir como pueda, sin transgresión. Lo que queda claro es que mientras no se modifique la situación general imperante (económica, política, social, cultural), la mara seguirá existiendo. Y ello será siempre una tentación para algunos.

[1] Baste el siguiente ejemplo como demostrativo de la razón violenta que anima la historia nacional, jalonada de impunidad absoluta y desprecio por el otro, cosas que ponen en acto hoy día las maras: “Por muchas causas, pues y muy graves, están obligados estos bárbaros [los indígenas] a recibir el imperio de los españoles […] y a ellos ha de serles todavía más provechoso que a los españoles […] y si rehúsan nuestro imperio podrán ser compelidos por las armas a aceptarle, y será esta guerra, como antes hemos declarado con autoridad de grandes filósofos y teólogos, justa por ley natural.”. Ginés de Sepúlveda, J., siglo XVI. La historia no ha cambiado sustancialmente al día de hoy, siglo XXI.

[2] Entre cultura machista-patriarcal, violencia intrafamiliar y pandilla resalta otra vez el hecho de que quien actúa con violencia es el varón; que lo haga en la casa o en la calle, es decir en la familia o en la pandilla, es una continuación de la misma posición y papel social del hombre en la cultura machista, solo que en otro escenario.

[3] Colussi, M. (2013) Resiliencia: un concepto discutible, en Revista Análisis de la Realidad Nacional N° 32.

[4] IPNUSAC (2014). Vinculación de las “maras” con los poderes ocultos. En Revista Análisis de la Realidad Nacional

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