Desigualdad y diferencia: ideas para el estudio del racismo y sus consecuencias en Guatemala – II

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Créditos: Cortesía.
Tiempo de lectura: 9 minutos

Por: Santiago Bastos

En las últimas semanas, a propósito de la discusión de las reformas constitucionales, ha vuelto a tensarse el debate acerca del racismo como elemento constitutivo de la sociedad en guatemalteca.

En este contexto y para contribuir a la discusión, nos parce atinado publicar en tres partes un ensayo elaborado por Santiago Bastos, que fue escrito en 2010 y aborda el racismo desde la perspectiva de analizar la relación entre desigualdad y diferencia a partir de la complejidad de su construcción histórica, que ha creado una combinación perversa entre la segregación colonial y la asimilación nacional; y busca situar la racialización de la desigualdad en relación a otras formas de jerarquización social, sobre todo la de clase y la de género, con las que está estrechamente vinculada, pero que son analíticamente diferenciables. El artículo termina con unas reflexiones en torno a las políticas multiculturales que entonces se discutían en Guatemala.

El texto fue publicado en un número de la Stockholm Review of Latin American Studies (No. 6, Marzo 2010) titulado “El racismo y la discriminación étnica en Guatemala: una aproximación hacia sus tendencias históricas y el debate actual”  coordinado por Roddy Brett y Marta Casaús.

Desigualdad y diferencia:  ideas para el estudio del racismo y sus consecuencias en Guatemala –  Segunda entrega

La racialización de la vida social

Cuando, como en el párrafo anterior, hablamos de “sectores inferiorizados” pensamos inmediatamente en la población indígena, que de hecho ha sido la que más directamente ha sufrido y sufre los efectos de la dominación étnica. Pero no son los únicos. Aunque hace tiempo haya quedado claro que las diferencias biológicas no implican en absoluto ninguna diferencia en cuanto a capacidades, la lógica de la raza sigue impregnando la ideología de las relaciones sociales cotidianas, mezclándose con la cultura en la definición de los grupos y las relaciones (González Ponciano, 2004; Hale, 2007).

En Guatemala, como en toda Latinoamérica – e incluso el mundo – existe una “racialización” de la estima social, que se aprecia cuando en la vida cotidiana los rasgos biológicos crean una escala del status en que se combinan el origen de clase el con color de la piel. De esta forma, todos los guatemaltecos y guatemaltecas estamos ubicados en un lugar de esa escala, en la que los criollos, por considerarse y ser considerados “blancos”, están en la parte superior, y los indígenas, sólo por serlo, están en la parte más baja, discriminados por todos los que no lo son. En medio, se da una amplia gama de posibilidades de “blancura” versus “indigenidad”. Pero lo importante es que esta escala no es dicotómica, en ella todos podemos ser racistas y víctimas, dependiendo de con quién estemos.

Esta racialización nos recuerda que en el periodo colonial, el factor de diferenciación para las relaciones sociales lo ponía la sangre: la “sangre pura” española de criollos y peninsulares frente a la mezclada o “impura” de los demás: mestizos, ladinos, africanos, zambos o indios. Esta ideología sigue en parte presente en la graduación de que hemos hablado, pues en la parte superior se sitúan los descendientes de esos criollos y los que no siéndolo, sí se consideran como tales. Consideran que su “sangre” se “limpia” de las posibles “mezclas” con la llegada de “sangre nueva” con las inmigraciones europeas y norteamericana que se han venido dando desde el siglo XIX. Incluso podemos decir que, con el capitalismo y demás cambios, ahora el modelo ideal ya no está en la Península Ibérica sino en el mundo anglosajón y en espacial Estados Unidos.

Lo importante entonces es que la vieja dicotomía de criollos contra el resto de la sociedad sigue viva dentro de la mente de estos sectores y han logrado mantenerse en la pirámide de una escala de estima social, que legitima su poder. Por debajo, se mantiene la diferenciación por “la sangre”, y están creándose o resurgiendo categorías étnicas como shumo o muco que no se basan sólo en la dicotomía indígena-ladino, ni en la diferencia cultural, sino en una combinación de color y clase que agrupa a indígenas y ladinos (González Ponciano, 2004; Camus, 2005).

La nación, la segregación y la homogeneidad cultural

Es evidente que la diferencia social basada en el origen surgió en Guatemala y América con la llegada de los europeos en el siglo XVI y la instalación de un sistema colonial que se concebía jerárquicamente (Martínez Pelaez, 1971; Guzman Bockler y Herbert, 1971; Casaús, 1992; Quijano, 2000).

Pero para entender la forma en que se vive hoy la etnicidad, el racismo y la diferencia cultural, es imprescindible situar estos elementos en el marco de la nación, entendida como el conjunto supuestamente – o que se pretende – homogéneo de ciudadanos, que forman la comunidad que habita en un Estado, y que se rige por una ideología liberal por la que supuestamente todos sus ciudadanos son iguales ante la ley. Esta homogeneidad nacional y el igualitarismo liberal hacen que lo étnico se aprecie en la estructura y las relaciones sociales, pero no aparezca explícitamente en las políticas oficiales.

Desde que en el siglo XIX se asumió que las naciones eran las unidades legítimas para formar los Estados, la vivencia de la etnicidad se ha dado a partir de una “igualdad ante la ley” que no reconoce que pueda haber personas que no comparten los rasgos culturales que se asumen como de “todo” el conjunto nacional.[1] En prácticamente todos los Estados, esta idea de la “nación homogénea” sirvió y ha servido para imponer unos rasgos, una historia y una identidad únicos sobre conjuntos étnica y culturalmente diversos (Anderson,1993; Alonso, 1994; Kymlica, 1996; Williams, 1989).

De esta forma, se produjo una dominación política de un grupo sobre otros, que implicó también la hegemonía cultural. Pero en Guatemala y en toda Latinoamérica, desde la colonia, la diversidad de grupos era la razón de la ubicación en la estructura social. Era la forma estamental de concebir la sociedad; en que el origen ubica oficial y legalmente a los individuos y los grupos en la escala. De esta forma, la diversidad venía ligada a la desigualdad. Las nuevas naciones latinoamericanas se construyeron a partir de un elemento que proviene de la colonia y que está profundamente enraizado en el pensamiento de los criollos: su sentimiento oligárquico y la conciencia de su diferencia con el resto de los pobladores de América – ya sean indios, negros o producto del mestizaje – precisamente por su raigambre europea, extra-mericana. Como resultado, el “nosotros” de estas naciones no abarcará toda la población, sino sólo a los “blancos”, y posteriormente a todos los hispanoparlantes, mestizos y ladinos (Bastos, 1998).

Así es como en estas sociedades se combinan desigualdad con diferencia. Pero sería simplista pensar que esta desigualdad de hecho es simplemente en una “rémora”, una “pervivencia” de la colonia – como lo hicieron liberales e indigenistas. Para comprender la pervivencia de las formas estamentales en los siglos XIX, XX y XXI hay que pensar en la reformulación de la diferencia para los intereses y bajo las formas capitalistas que se impusieron tras la independencia. Esta transformación podría estar simbolizada por el cambio de la etiqueta de “indios” a la de “indígenas” y tiene que ver con el nuevo papel que éstos acabarán jugando en la recogida del café, como semiproletarios-semicampesinos en el binomio latifundio-minifundio, a través de la recreación del trabajo forzado colonial, en un contexto supuestamente liberal (Smith, 1990; Taracena, 1997; Taracena, et al., 2003).

Pero la cuestión fue más allá. Al hacer desaparecer los grupos estamentales basados en el origen (la sangre, la raza), el sistema nacional pasó a regular implícitamente la participación política y los recursos, a partir de las diferencias culturales – hablar o no el castellano, vestir de una u otra forma. En base a ello creó la ciudadanía y su negación a partir del binomio indígenas-ladinos (ibid). Esta dicotomía entre unos ladinos con posibilidades de acceder a la ciudadanía y unos indígenas que no lo podían, hizo que el Estado dejara de lado otro tipo de relaciones que se basaban en la diversidad: no intervino en la forma – racializada – en que los criollos veían a los demás guatemaltecos. Por la negación de su papel, la cultura pasó a ser parte de los elementos que definían el acceso a los recursos y el poder, mientras la raza, lo biológico, ya no figuró en las políticas del Estado, permitiendo en este aspecto cierta igualación de ladinos y criollos, y dejando a los indígenas fuera.

Así, la actual jerarquía étnica se basa en la suma de un pasado colonial y un presente nacional. Esta combinación produce un doble efecto sobre la existencia de los indígenas, que se mantiene entre la asimilación y la segregación. Por un lado, la nación se concibe como uniforme y se niega que exista una cultura distinta a la oficial, que evidentemente es la de los criollos: el idioma oficial será el castellano, la religión la católica, el derecho, romano. Con el tiempo, en la mayoría de los países latinoamericanos se asumirá el discurso de que estas naciones son “mestizas”, que provienen de la “mezcla” de españoles – criollos – e indios, con lo que se planteará que la cultura nacional es una combinación de elementos de ambas procedencias, aunque ello no implique perder en absoluto las raíces occidentales que definen a los mestizos. De hecho, el “mestizaje” será visto por la sociedad como un fenómeno en una sola dirección: hacia lo blanco, que es la representación racial de lo europeo, lo superior (Stutzman, 1981;Euraque et al., 2004).[2]

Pero al mismo tiempo la población indígena sí se reconoce como diferente, de una forma asociada al atraso y la degeneración. Combinando lo racial y lo cultural, el indígena es concebido como un sujeto ajeno, racialmente inferior y definido por una cultura “atrasada”; por lo que quedará naturalmente excluido de la “nación” y las ventajas del “progreso”. Esta supuesta inferioridad se utilizará para justificar el dominio y la explotación de esta población, que seguirá siendo la base económica del país. Así, en estos países, los comportamientos segregadores han estado tan o más presentes que los asimilacionistas, pese a que éste ha sido el discurso oficial. Y el liberalismo, con su supuesta a- etnicidad, sólo ayudaba a remarcar las diferencias (Taracena, et al., 2004; Bastos, 2004). Cuando, como en los programas indigenistas, se intentaba suprimir las diferencias sociales, siempre era sobre la base de que éstas desaparecerían con la asimilación a una cultura superior.

Estas dos ideas parten de la inferioridad del indígena, pero mientras la asimilacionista es la que teóricamente actúa, la segregacionista – que no se puede plantear abiertamente – es la rige el comportamiento social. La tensión entre ambas marcará el resultado de la ideología étnica en cada país. En Guatemala es un caso quizás extremo en relación a sus países vecinos porque aquí la nación nunca se concibió desde la redención del indio en el mestizaje indiferenciado, sino desde una fractura social de la población en dos etiquetas étnicas dicotómicas y hasta antagónicas: la del indígena y el ladino, que perpetúan el pacto colonial de la coerción india. El Estado y a la oligarquía se han movido entre la segregación y tibias intenciones de asimilación (Taracena et al., 2003 y 2004).

Ladinización y racismo

Si en Guatemala no se puede hablar de políticas de asimilación con la misma intensidad que otros países, sí que hay que hablar de la importancia que ha tenido y tiene como ideología étnica, como forma de ver e interpretar el cambio social en el país (Adams y Bastos, 2003). A través de la figura de la “ladinización” se pensó – y se piensa aún – que los indígenas que accedieran a la educación, la urbanización y ciertos niveles de consumo, “dejarían de ser indígenas”, pasarían a ser ladinos y con ello terminaría su situación de subordinación. Esto nos muestra varios de los elementos ideológicos que están detrás de las construcciones étnicas como la guatemalteca. En primer lugar, parte de la idea de que es la cultura la causante de la desigualdad, y así, al cambiar los elementos culturales, cambiará la situación de subordinación. Permite así una salida, una “redención” al oprimido, con lo que el sistema social no aparece como el culpable de la desigualdad, sino que lo es el indígena que se niega cambiar. Y debe cambiar porque su cultura no es útil para la situación de modernidad capitalista en que se da el cambio. El observador supone que quien cambia de cultura cambiaría de identidad, con lo que la identidad sólo sería un mero reflejo de los contenidos culturales.

Es evidente que ha habido casos de ladinización, de indígenas que, ante la presión social, prefirieron ocultar conscientemente sus orígenes, renunciando a ello. Entre las bases ideológicas del racismo, destaca la perversa relación que se crea para los indígenas entre “tradición” y “atraso”, como contrapuestas a “modernidad” y “bienestar”. La asociación de las formas culturales propias con la pobreza, como dos elementos “inherentes” al ser indígena hace a los propios sujetos “culpables” de su situación, obviando las relaciones de poder e incuso vanagloriando el papel asimilador del Estado, cuando lo tiene. En un contexto de oportunidades de movilidad social restringidas pero visibles, esta asociación es especialmente lacerante, pues ha puesto a los indígenas en un dilema – que no tendría por qué darse – entre su cultura – es decir, sus raíces, su herencia – y su futuro.

Pero también es cierto que muchas de las personas que aparentemente “se ladinizaron”, no por ello dejaron de sentirse indígenas. Otros comprobaron los límites de la oferta de la ladinización cuando, tras cumplir con los requisitos de instrucción y empleo que se les “pedía”, siguieron siendo discriminados no ya como indígenas, sino peor, como “indios igualados” o relamidos” (Camus, 2002). Y lo más importante es que, frente a lo que dictaba la ideología de la modernidad y el progreso, con la que se percibía toda esta transformación social y cultural en que ha estado inmersa Guatemala, la modernización de las poblaciones indígenas no trajo su asimilación a la sociedad nacional como “ladinos”. Por el contrario, ahora podemos percibir que produjo una profunda mutación cultural y en la identidad étnica, pero no hacia su desaparición sino hacia su reforzamiento.

[1] Para el “pacto liberal”, la sociedad tiene pensarse, verse a sí misma como un conjunto articulado, y este conjunto es la nación: “La soberanía reside en la nación”, reza la Declaración de los Derechos del Hombre. De alguna manera referencia a individuos racionalmente unidos, aquella habla de grupos con lazos que van más allá de la voluntad, y levanta fuertes sentimientos emotivos: morir por la patria, emocionarse oyendo el himno que los identifica a todos, por ejemplo.

[2] Como mucho, dentro de la historia oficial se recogerán los elementos más florecientes del pasado prehispánico, pero desvinculándolos claramente de sus descendientes, dado que su papel es sentar unas bases históricas necesarias de la nación diferentes a las de los europeos (Stutzmann, 1981).

CONTINÚA…

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