Desigualdad y diferencia: ideas para el estudio del racismo y sus consecuencias en Guatemala – I

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Créditos: Cortesía.
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por: Santiago Bastos

En las últimas semanas, a propósito de la discusión de las reformas constitucionales, ha vuelto a tensarse el debate acerca del racismo como elemento constitutivo de la sociedad en guatemalteca.

En este contexto y para contribuir a la discusión, nos parce atinado publicar en tres partes un ensayo elaborado por Santiago Bastos, que fue escrito en 2010 y aborda el racismo desde la perspectiva de analizar la relación entre desigualdad y diferencia a partir de la complejidad de su construcción histórica, que ha creado una combinación perversa entre la segregación colonial y la asimilación nacional; y busca situar la racialización de la desigualdad en relación a otras formas de jerarquización social, sobre todo la de clase y la de género, con las que está estrechamente vinculada, pero que son analíticamente diferenciables. El artículo termina con unas reflexiones en torno a las políticas multiculturales que entonces se discutían en Guatemala.

El texto fue publicado en un número de la Stockholm Review of Latin American Studies (No. 6, Marzo 2010) titulado “El racismo y la discriminación étnica en Guatemala: una aproximación hacia sus tendencias históricas y el debate actual”  coordinado por Roddy Brett y Marta Casaús.

Desigualdad y diferencia:  ideas para el estudio del racismo y sus consecuencias en Guatemala –  Primera entrega

Introducción

La problemática del racismo entró de lleno en la política étnica de Guatemala después de la firma de los Acuerdos de Paz, como una reacción de un sector crítico ante una versión de la diferencia étnica en que la excesiva importancia dada a los derechos culturales hacía olvidar la situación de exclusión en que se encontraba la mayoría de los mayas. Se dieron esfuerzos de connotados académicos por generar un debate alrededor de este concepto y su relación con la realidad social guatemalteca (Arenas et al., 1999; Velásquez, 2002; Palma y Heckt, 2004).[1] La formación de la Comisión Presidencial contra la Discriminación y el Racismo (CODISRA ), que pronto tomó el papel insignia entre las instituciones mayas del Estado, parecía ser una buena señal. Todo esto tuvo la virtud de poner sobre la mesa las causas estructurales de la exclusión étnica, abriendo la puerta para ligarla a otras formas existentes en la sociedad guatemalteca.

Pero, como observador y actor involucrado en este proceso, me da la impresión de en medio del proceso de consolidación del multiculturalismo post paz (Bastos, 2009), “el racismo” se fue convirtiendo en el vocablo políticamente correcto para hablar de la diferencia étnica, perdiendo su capacidad de denuncia. Pese a los esfuerzos señalados, analíticamente se acabó convirtiendo en un paraguas que se podía aplicar a casi todo. El racismo dejó de ser considerado como una característica – lacerante, inhumana – del sistema social guatemalteco que había que explicar; para pasar a ser un concepto que explicaba esas características de la sociedad y valía para todo.[2] En esta situación, este texto quiere presentar algunas ideas para retomar este concepto de una forma que recupere sentido y capacidad analítica en la formación social de Guatemala y en concreto en el momento en que estamos viviendo.

Diferencia y desigualdad en Guatemala

El Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas reconoció la existencia en Guatemala de diversos colectivos histórica y culturalmente diferenciados que habían sido sistemáticamente negados por el Estado. Pero la construcción histórica por la que Guatemala es un país en que conviven estos grupos, hace la cuestión más compleja: la “diversidad” no es socialmente “plana”, como puede ocurrir en otros espacios en que las políticas de reconocimiento son suficientes para subsanar la exclusión.[3] En Guatemala y América Latina en general, desde que surgió, la diferencia entre los indígenas y los que no lo son ha estado estructurada de forma jerárquica. Por ello, para entender nuestra realidad, tenemos que manejar un marco analítico que unifique las dimensiones de la diferencia y la desigualdad, sin perder ninguna de las dos. Esta situación es producto de un sistema de dominación, de un entramado ideológico construido desde hace tiempo – en el siglo XVI – y periódicamente recreado – en el XIX, a mediados del XX, ¿ahora? – basado en hacer creer que un cierto tipo desigualdades sociales y de acceso al poder se deben a ciertas características (culturales, raciales, de origen o religiosas) de un sector de la población. De esta forma se crea una ideología que hace ver como naturales las diferencias sociales en razón a las características de los mismos dominados: “son inferiores, pero podemos ayudarles a dejar de serlo” (Comaroff y Comaroff, 1992). Estamos frente a una situación en que la diferencia – existente y creada – es utilizada para crear condiciones de poder, produciéndose así una transformación en esas identidades y relaciones. Además de una forma de clasificar y estereotipar, en este caso las categorías étnicas se cargan de con tenidos jerárquicos, de subordinación e inferiorización.

En casos como el latinoamericano, pues, hay que introducir la dimensión jerárquica, pues la diferencia de origen fue y es usada por uno de los grupos para justificar su dominio sobre los otros. El racismo se convierte en rector de las relaciones sociales, en un entorno nacional liberal que supuestamente otorga igualdad pero acaba ocultando esas diferencias, además de negar la diversidad; y relacionándose con la situación de clase, que es la forma en que en las sociedades capitalistas se manifiéstala estratificación social.

Racismo y discriminación

Cuando las relaciones entre los grupos se conciben de una forma jerárquica, estamos ante comportamientos racistas, basados en unos estereotipos y prejuicios que inferiorizan al otro (Memmi, 1996; Wieviorka, 1992). No hay que confundir los estereotipos que acompañan a cualquier clasificación étnica (“totémica” según Comaroff y Comaroff, 1992), que asocian características sociales a la pertenencia, con aquellos que naturalizan la diferencia al considerándolas asumir implícita o explícitamente una jerarquía: ésos son los racistas. Los otros, pueden ser simplemente “clasificatorios”. Por ello, podemos partir de que el racismo es la ideología que sustenta la dominación étnica a través de hacer creer que la desigualdad entre los grupos es natural, no consecuencia de una estructuración social dada.

Como tal ideología, el racismo ha ido cambiando a lo largo del tiempo y los contextos sociales en los que ha funcionado para justificar la desigualdad. El racismo que conocemos hoy en día surgió asociado a las ideas de “progreso” y “modernidad”, los elementos ideológicos que dan sustento al liberalismo y el capitalismo desde el siglo XVIII y se asientan en el XIX.[4] Pero también ha ido cambiando para adaptar su función de “naturalización” a las circunstancias: cuando ya no fue posible aducir diferencias biológicas para justificar la desigualdad, se recurrió a las culturales (Casaús, 1998; Hale, 2007). Y después el 11 de septiembre de 2001, estamos viendo renacer una forma perversa de la idea de “civilizaciones” como algo más total y profundo que impide la convivencia y que “naturaliza” la violencia dentro de un mundo incógnito llamado “Islam”.

El racismo permea todo el comportamiento social, no sólo de forma personal, sino institucional, pues en diversos grados y expresiones, forma parte de la construcción ideológica en que hemos crecido. Y colabora a que los asuntos étnicos no se resuelvan con al cabeza, ni con el corazón, sino – como decía el Doctor Solares – “con el hígado”: se trata de ideas tan interiorizadas que llegan a formar parte de lo más profundo de nuestro comportamiento. Y con ello, se colabora a mantener la dominación y la desigualdad. Cuando en Guatemala una persona trata como inferior al “indio”, quizá él no gana nada, pero está ayudando a que quien la vaya a dar trabajo le pague menos, porque “necesita menos”, o simplemente, porque esas otras personas no lo van a considerar injusto, sino “lo más normal”. Incluso en su momento sirvió para realizar el mayor acto racista de la historia reciente de este país, el genocidio sobre los indígenas, sin que mucha de la sociedad guatemalteca se impresionara por ello (CALDH, 2004; Casaús, 2008).

Así, pese a su “autonomía” de las razones de poder que las crearon históricamente, las conductas racistas y discriminatorias continúan respondiendo a esquemas de desigualdad social que los vincula a la explotación de clase. De nuevo, supone la naturalización de esas diferencias, de una forma que puede parecer aparentemente contradictoria. Cuando alguien dice “soy pobre porque soy indio” está asumiendo que ambas dimensiones – la étnica y la de clase – van unidas, siendo entonces “natural” su posición económica. Y cuando, al revés, otro dice “soy pobre pero no indio”, está mostrando cómo ha interiorizado una jerarquía étnico-racial aparte de la de clase, que le permite sentirse “superior” pese a su posición económica.

Ésta es la forma en que normalmente estamos más acostumbrados a pensar en el racismo: cuando es la base de una discriminación, de un comportamiento diferenciado según el origen de la persona con la que ese está tratando. Es la manifestación cotidiana, la que se da en las relaciones personales y muestra a cada rato, pero no es la única. Estos prejuicios inferiorizadores son parte de la historia de este país, por lo que podemos ver sus efectos en la desigualdad estructural de la sociedad: fruto de las condiciones racistas con que fueron considerados, un sector de la población se encuentra de hecho en inferioridad socioeconómica, pero también en cuanto a la participación política. Así, aunque en la actualidad no haya nada que diga que tengan que ser inferiores, de hecho lo están.

[1] 1 Antes, hay que destacar los documentos de ORPA (1976, 1978, 1983) y el trabajo pionero de Casaús (1992,1998).

[2] Evidentemente, éste es un diagnóstico rápido y apretado de una situación que habría que analizar y debatir con más detenimiento; pero sí refleja mi percepción al respecto.

[3] Pienso en los modelos de “ciudadanía multicultural” estudiados y propuestos por Kymlicka (1996) para los países europeos y anglosajones.

[4] González Ponciano (2004) desarrolla muy bien la relación de la ideología del “progreso” con “lo blanco” y “lo occidental”.

 

CONTINÚA…

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